La voz y las alas, el aire y la luz se conjugan en una sed insaciable por expresar lo que la vida reclama: el amor. Y para el amor, la esperanza. Junto a ello se puede alcanzar entonces el sueño insondable de la raíz intacta. Comienza el vuelo y la aventura hacia el origen, que es la brújula y el sentido de los “silencios rumorosos”. Una mística del alma, de la “noche sin ruidos” que se convoca en las palabras, el éxtasis de decir, o mejor, de traducir las esencias de un eco profundo, remoto, sólo tangible por la voz, que nos congrega como lectores asombrados de todo lo que se oculta dentro de un caracol. La enigmática fuente de lo primordial se derrama en nuestros ojos con otro tipo de tiempo —que muy bien puede venir de los rincones lezamianos del corazón— un tiempo fugaz y detenido en la palabra, delicada y luminosa, de esta poetisa cubana que es Carmen Alea Paz.[1]
Su libro El caracol y el tiempo [2] es, sencillamente, un hecho de amor a la vida, como viaje que trasciende del cuerpo al espíritu; es el ansia por “ser ala/ luz,/ fragancia,/ alba”. Es la “morada” que “desflora las sombras/ hasta que ya no quede/ más que el silencio amigo”. Es la “meditación ante una rosa”, esa posibilidad de entrar en lo inefable de la creación, del Theos; la posibilidad de que el viaje que realiza este libro tome “rumbos” como quien lee no mil, sino infinitas biografías, y cruza las regiones cósmicas de un aleph que trasmuta el tiempo humano en un estrecho contacto perdurable. El cuerpo, lo físico, se descubre ante el espejo como un habitante extraño, como que va de esta realidad objetiva a la realidad imaginaria del espejo, una “máscara” que encierra un presente de nostalgia y futuro y “un peregrinar/ hacia lo cierto”.
Y lo cierto también es que este libro constituye una muestra más de que la sensibilidad femenina cubana —desde Gertrudis Gómez de Avellaneda hasta Dulce María Loynaz— continúa insertándose de manera profundamente vital en la proyección histórica de lo cubano.
La conmoción del totalitarismo en la Isla, que ha dado lugar al desgarramiento del exilio, no ha podido (ni puede) evitar que la literatura —en este caso me refiero a la buena literatura, con todas sus implicaciones estéticas— sea una sola y misma expresión de esa diversidad de lo cubano. Asumiendo que en esta diversidad, asimismo, se presenta la femenina dimensión poética de lo hispanoamericano. Esa aspiración, digamos, por develar lo mágico (quizás metafísicamente) de la intimidad del ser, el uso de una imagen luminosa —metafórica muchas veces y en ocasiones filosófica— en la que se amalgama un cálido invierno tropical, una brillante floresta, la magnificencia de las montañas y los fuegos restallantes del sol, reflejándose en un mar que es hondo y azul, y presencia del origen.
En El caracol y el tiempo lo cubano y lo hispanoamericano se confunden, se integran en las espirales de la imaginación como un río de horas que se niegan y rehacen sucesivamente. El tiempo se convierte aquí en ritmo, en cadencia legítima que recompone el espacio otro de lo imaginario.
En su libro encontramos esa audacia que tiene Carmen de retomar a Sor Juana Inés de la Cruz como símbolo de la esperanza, aún en estos años finiseculares de posmodernidad, y en el que la musicalidad del soneto y la fineza y sutileza de sus versos logran hacerse un solo cuerpo de contenido y forma, fiel al sentir de aquella figura inolvidable que ha sido la poetisa y monja mexicana.
Pero el lenguaje de Carmen no viene a ser exclusivamente femenino, sino universal, porque para ella la palabra es Dios y es la esperanza. Y la vida misma deviene un viaje, repito, que va del cuerpo hacia el espíritu. El alma está guardada y se desborda en la palabra. Ese origen paradisiaco de la espiritualidad y la imaginación, ese intento por recomponer las piezas del mundo, perdidas en la dimensión originaria del ser humano, ha sido también un interés fundamental de los postulados del gran poeta cubano José Lezama Lima. Aquella voz mistérica que le dictaba a Lezama sus poemas y escritos tiene mucho que ver con el sentido de trascendencia que se advierte en los versos de El caracol y el tiempo. Hay así un asomo de la magnitud mágica del hombre en su cosmogénesis; eso que resulta ser lo ausente, y es el pasado y el futuro: la vuelta a la reconstrucción imaginaria (no menos real) de lo angélico que fue el hombre.
Los sufrimientos de la vida, o la patria bajo lo innoble, o la alienación del consumo, ¿qué pueden ser ante el instante de un poema? Cuba, Hispanoamérica y el mundo permanecen en la fugaz eternidad del poema que somos cuando fijamos nuestras mejores esencias con la voz del espíritu que viene de tiempos antiguos. Y es entonces que los objetos se humanizan, en su función de apoyo toman la afectividad que recorre nuestras venas, nuestras manos. Un poema como La mesa se transfigura en un sensible homenaje a lo humano desde una perspectiva plenamente espiritual.
Entre tantas cosas, aquí también se habla no del tiempo cronológico, sino del amor como un estado temporal. El amor que rompe las coordenadas espaciales y el tiempo conocido; resulta así un estado del ser que viaja en lo infinito de otro tiempo (¿o es intemporal), saltando los espacios vacíos, en una ubicuidad de movimiento y éxtasis. Y junto a todo, en el éxtasis, queda la Isla detenida, como un flujo de recuerdos.
Al leer El caracol y el tiempo, me pregunto —sin importarme ningún pueril impresionismo—, ¿cómo no sentir entonces la sinfonía del alma, en su elegía a Cuba, al destierro, a la mujer y al hombre, con una mezcla de tristeza y de ese placer inmenso que da el vuelo de la esperanza si al terminar el poemario, más allá de lo reflexivo, gracias a la intuición, aún me queda el aletear de “una canción para el mañana”?
Su libro El caracol y el tiempo [2] es, sencillamente, un hecho de amor a la vida, como viaje que trasciende del cuerpo al espíritu; es el ansia por “ser ala/ luz,/ fragancia,/ alba”. Es la “morada” que “desflora las sombras/ hasta que ya no quede/ más que el silencio amigo”. Es la “meditación ante una rosa”, esa posibilidad de entrar en lo inefable de la creación, del Theos; la posibilidad de que el viaje que realiza este libro tome “rumbos” como quien lee no mil, sino infinitas biografías, y cruza las regiones cósmicas de un aleph que trasmuta el tiempo humano en un estrecho contacto perdurable. El cuerpo, lo físico, se descubre ante el espejo como un habitante extraño, como que va de esta realidad objetiva a la realidad imaginaria del espejo, una “máscara” que encierra un presente de nostalgia y futuro y “un peregrinar/ hacia lo cierto”.
Y lo cierto también es que este libro constituye una muestra más de que la sensibilidad femenina cubana —desde Gertrudis Gómez de Avellaneda hasta Dulce María Loynaz— continúa insertándose de manera profundamente vital en la proyección histórica de lo cubano.
La conmoción del totalitarismo en la Isla, que ha dado lugar al desgarramiento del exilio, no ha podido (ni puede) evitar que la literatura —en este caso me refiero a la buena literatura, con todas sus implicaciones estéticas— sea una sola y misma expresión de esa diversidad de lo cubano. Asumiendo que en esta diversidad, asimismo, se presenta la femenina dimensión poética de lo hispanoamericano. Esa aspiración, digamos, por develar lo mágico (quizás metafísicamente) de la intimidad del ser, el uso de una imagen luminosa —metafórica muchas veces y en ocasiones filosófica— en la que se amalgama un cálido invierno tropical, una brillante floresta, la magnificencia de las montañas y los fuegos restallantes del sol, reflejándose en un mar que es hondo y azul, y presencia del origen.
En El caracol y el tiempo lo cubano y lo hispanoamericano se confunden, se integran en las espirales de la imaginación como un río de horas que se niegan y rehacen sucesivamente. El tiempo se convierte aquí en ritmo, en cadencia legítima que recompone el espacio otro de lo imaginario.
En su libro encontramos esa audacia que tiene Carmen de retomar a Sor Juana Inés de la Cruz como símbolo de la esperanza, aún en estos años finiseculares de posmodernidad, y en el que la musicalidad del soneto y la fineza y sutileza de sus versos logran hacerse un solo cuerpo de contenido y forma, fiel al sentir de aquella figura inolvidable que ha sido la poetisa y monja mexicana.
Pero el lenguaje de Carmen no viene a ser exclusivamente femenino, sino universal, porque para ella la palabra es Dios y es la esperanza. Y la vida misma deviene un viaje, repito, que va del cuerpo hacia el espíritu. El alma está guardada y se desborda en la palabra. Ese origen paradisiaco de la espiritualidad y la imaginación, ese intento por recomponer las piezas del mundo, perdidas en la dimensión originaria del ser humano, ha sido también un interés fundamental de los postulados del gran poeta cubano José Lezama Lima. Aquella voz mistérica que le dictaba a Lezama sus poemas y escritos tiene mucho que ver con el sentido de trascendencia que se advierte en los versos de El caracol y el tiempo. Hay así un asomo de la magnitud mágica del hombre en su cosmogénesis; eso que resulta ser lo ausente, y es el pasado y el futuro: la vuelta a la reconstrucción imaginaria (no menos real) de lo angélico que fue el hombre.
Los sufrimientos de la vida, o la patria bajo lo innoble, o la alienación del consumo, ¿qué pueden ser ante el instante de un poema? Cuba, Hispanoamérica y el mundo permanecen en la fugaz eternidad del poema que somos cuando fijamos nuestras mejores esencias con la voz del espíritu que viene de tiempos antiguos. Y es entonces que los objetos se humanizan, en su función de apoyo toman la afectividad que recorre nuestras venas, nuestras manos. Un poema como La mesa se transfigura en un sensible homenaje a lo humano desde una perspectiva plenamente espiritual.
Entre tantas cosas, aquí también se habla no del tiempo cronológico, sino del amor como un estado temporal. El amor que rompe las coordenadas espaciales y el tiempo conocido; resulta así un estado del ser que viaja en lo infinito de otro tiempo (¿o es intemporal), saltando los espacios vacíos, en una ubicuidad de movimiento y éxtasis. Y junto a todo, en el éxtasis, queda la Isla detenida, como un flujo de recuerdos.
Al leer El caracol y el tiempo, me pregunto —sin importarme ningún pueril impresionismo—, ¿cómo no sentir entonces la sinfonía del alma, en su elegía a Cuba, al destierro, a la mujer y al hombre, con una mezcla de tristeza y de ese placer inmenso que da el vuelo de la esperanza si al terminar el poemario, más allá de lo reflexivo, gracias a la intuición, aún me queda el aletear de “una canción para el mañana”?
(Bell, California, 2000)
[Este artículo crítico es otro capítulo más del libro inédito del autor, La razón de la mentira poética]
[1] Carmen Alea Paz nació en La Habana, y en 1962 emigró a Estados Unidos. Publicó poemas, artículos y ensayos en numerosas publicaciones periódicas cubanas, como fueron Lux, Carteles, Vanidades, Colorama, Patria, Bazar y otras, y en los diarios Avance, El País, El Mundo y Diario de la Marina. Durante años mantuvo su sección "Disquisiciones femeninas" en El País Gráfico, y fue colaboradora de la popular revista habanera Romances. Ha sido profesora de literatura y español de la Universidad de Northridge, en California, ciudad donde ella reside.
[2] Northridge, California, 1992.
2 Comentarios
Interesante artículo, he transitado algunos versos de la poesía cubana y me guardo un dulcísimo recuerdo. Saludos y es un placer leerle siempre.
ResponderEliminarQué gusto leerte, siempre. Tus entradas muy elocuentes y logradas dejan sin palabras. Se toma lo que escribís y se siente uno satisfecho.. quita la sed!
ResponderEliminarAbrazos y hasta la siguiente!