Nunca tuvimos una casa de muñecas. Para nuestros juegos bastaban las ramas de los árboles; con el barro imaginábamos pasteles. Acabábamos sucias y muertas de tanto andar de un patio a otro mientras se caían las guayabas. Dormíamos esperando ver golondrinas cruzando el cielo a diario. Yo quería más nubes de colores impronunciables aún cuando no podía aspirar a un destino diferente. No obstante me las arreglaba para no tener que copiarle un sueño a nadie.
Descubrí algo en las letras debajo de ellas mismas, una música sobrenatural, un poder al alcance de las que no teníamos casas de muñecas, pero sí aliento y ganas de correr más allá de la puesta del sol, de los caminos con lumbre quemando la caña madura de diciembre. Eran senderos con mujeres que volaban y venían a enseñarme cómo unir la distancia de los astros hasta formar versos con brillos que también aprendí a leer desde el balcón.
No querían mi vientre con un feto en el futuro, no me obligaban a ir al aquelarre ni me hablaban del diablo con un dios a quien amar. Me llenaban de flores, de cantos y de azúcar. Peinaban mis trenzas con sus dedos afilados, llenos de anillos con gemas que nunca he vuelto a ver. Se movían lentamente por encima del suelo, de todo lo que pensaba que existía, porque sin darme cuenta ya estaba elevándome también, mirando desde lo alto, como en un sueño, los magnolios, las rosas de la abuela, los pantalones con grasa de mi padre.
Me acostumbré a las brujas y a sus mininos que lamían con sed la savia del chicozapote. Los meses se fueron mudando a otros meses idénticos. No le contaba a nadie de las señoras con las que me ponía a jugar. Un día siniestro, sangré. Mi madre me contó una leyenda que no creía que fuera real, pero estaba cumpliéndose en mi cuerpo. Se iba a repetir, cientos de veces, aquello se iba a repetir. No podría hacer nada más que irme, volar por siempre con ellas en la noche. Fui a buscarlas. Repetí los hechizos para que atraer una tormenta, para que las tardes fueran rojas, para que vinera la sequía, para olvidarlo todo, para que los hombres se volvieran locos por una lechuza, para que me llevaran más allá de la luna sangrienta de octubre. Fue inútil. Me abandonaron aquella vez.
8 Comentarios
Pocas cosas son equiparables a ese mundo ideal que construimos en nuestra infancia, mi querida Alma.
ResponderEliminarClaramente, la poesía siempre acompañó tus pasos.
Bellísimo.
No querer desperenderse de la infancia, procurar encantos para perpetuarse en ese momento de la vida en que todo es posible, probable! Un sueño imposible.
ResponderEliminarHermoso escrito.
Poética evocación.
ResponderEliminarEstoy seguro que no se asustaron, no desaparecieron, sólo se escondieron a la espera de que usted recobrara su alma de niña.
ResponderEliminarHermoso escrito.
Besos
María Inés
Niña eterna.. siempre con la vida por delante. Cuando era pequeña quería ser grande. Aún en mis ganas de ser mayor, el ser mujer me daba mucho miedo, leía y oia las advertencias que me hacían para cuando el momento llegase. Crecí pero no del todo, si se protege suficientemente el alma se puede crecer sin matar a la niña, sin que se esconda de tantos fantasmas acosadores y de tantas absurdas responsabilidades que impone la sociedad.. De ese modo este relato de una mujer, tiene tanto de niña y me encanta! Se puede, muchas podemos ser niñas y mujeres para toda la vida!
ResponderEliminarAbrazos
Me abrazo a la niñez, me encanta ese estado perpetuo de una parte del corazón. Viviré así por siempre, me adapto y crezco en lo básico y fundamental para que no me reclamen!
ResponderEliminarPrecioso, besos.
Hermoso! Me encantó. Tierno y mágico pero muy cercano a lo real también.
ResponderEliminarQué gusto leer este relato! Tan especial, tan original. Muy buenos todos en general. Se nota la calidad en cada detalle, se percibe que aman y disfrutan lo que hacen. Saluditos y mis más sinceras felicitaciones.
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