Éstas son algunas impresiones que pretenden atrapar la belleza del poemario de la poetisa cubana Cora Ramírez, Los puentes de Sayakima (La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993). En los momentos en que escribí estas palabras, hace unos cuantos años, ella se encontraba en la isla; hoy en día, reside en Indiana, Estados Unidos. Cora ha publicado trabajos literarios de temas latinoamericanos y españoles, y poemas suyos han aparecido en publicaciones de Nicaragua, Ecuador, Alemania y México.
Quisiera, Cora, que estas imágenes pudieran ser un puñado de palabras dentro de una botella para repetir la cursi imagen de lanzarla al mar, con la esperanza de que algún otro poeta, o alguien en cualquier lugar del mundo, pudiera darse cuenta, por un instante, del deslumbramiento que yo he tenido ante la revelación de tus poemas.
Sé que hay personas en algún lugar del planeta, y en específico Cuba, que están buscando el contacto con la belleza; seres que, redimidos por la angustia, leen y escriben, a pesar del hambre y de los muertos sepultados por la historia, y aún así, ellos siguen hablando de la tenue luz de las estrellas.
En las coordenadas de tu libro invocas a París, por el artilugio de sentir el mundo en medio de la soledad de un parque. De una manera, sublime, mencionas el espanto de las cosas, y buscas el crepúsculo esperando el tibio fuego de los dioses dormidos. Eres la ciudad misma de La Habana, con sus cornisas y capiteles, sus patios redondos y frondosos, sus fuentes y enrejados, sus mosaicos moriscos, catedrales y palacios. Eres el vértigo gitano de esa ciudad nunca olvidada, bañada por un resplandor calcinante, bajo la audacia precisa de seguir viviendo los días detenidos, donde los seres desaparecen y en alguna calle sólo quedan “los cristales cortados, revueltos con violencia en un latón de basura”.
Encantadora de serpientes, te ofreces en los poemas y te transformas en un “cóndor que sueña”. Hoy recorro tus puentes de Sayakima, tus “secretos de canela, cocuyos de llanto negro y potros desbocados en la luna”. Hoy quiero hablar de los sueños inacabables de temblor efímero, cuando los conocemos desde adentro por la alquimia de nuestro crepúsculo; ese temblor, digo, en los seres queridos que miran al sudeste.
Amiga, te recuerdo en aquellos días de té y aguardiente entristecido, mientras conversábamos del sabor de los libros y las películas, de los chismes y los abalorios de algún artesano clandestino, cuando comentábamos de los escritos de José Lorenzo y hasta de la posibilidad de uno de tus poemarios en una editorial canadiense; cuando vendíamos libros malditos en la esquina de 12 y 23; o en las ficticias ferias de 15 y 16, o sobre legendarios adoquines de la Plaza de la Catedral, cuando éramos espíritus irreverentes camuflados de libreros o inocentes anticuarios que aspirábamos a iluminar las mentes a ventas de palabras. Nuestros cuerpos eran delgados, “terriblemente hermosos”. Aun así, tú y mi Gladys recorrían las calles del Vedado, enfrentando el susto de la levedad, por la inefable razón de la poesía como la grandiosa mentira que vale ser vivida; diciendo no a ese oficio de país-decreto, con sus tinieblas derramadas en el ámbar caído de los ojos, gota a gota, con su sabor de amanecer entre vidrios azules.
Cora, hoy envío este mensaje al viento, y lo hago desde el valle de Los Ángeles, rodeado de un olvido planetario, que no es tal porque es paradoja de movimiento y recuerdos. Aquí el mundo se encuentra bajo una cúpula de gases penetrantes, que intenta borrar las mentes para hacerlas ficticias, recipientes de mediocridad inaudita. Aquí estoy en este valle de casas encartonadas, de autopistas de asfalto resquebrajado y de una ciudad con rascacielos que desafían los grados del próximo temblor. También estoy en medio del asombro, donde se expande una tierra de lucha y esperanza para el inmigrante, y donde tenemos la posibilidad de intentarlo todo —aun desde una minúscula casa, también bajo la luz de tus estrellas.
Cora, quizás en tu libro yo soy el saxofonista que una vez tú presentiste “era de aire”. Y el aire viene de otro viento más remoto: del Nilo, de Babilonia o de Nínive, de las interminables caravanas beduinas. El viento pertenece —¿quién lo duda?— a los países de Lezama, de Borges y de Paz, de los misterios de Ivette, de Milagros la primerísima madre, corazón de gacela, de tu padre elegido por la tristeza, de Nando y de Vilma a pesar de todo, de Alex, de Pepe Lorenzo y Lida, de la maga Isabel y de ese sorpresivo presente que te depara la magia de Tim, el hechicero que te llena con su transparencia americana.
Y tú eres tu libro de intenso fulgor, de selvas y mares, con ceniza de piel y niebla de estaño, con estremecimientos amarillos, con locas indias de carcaj, con madrigueras de color violeta, oraciones y exorcismos, y brujetas que se llaman knox. Un libro como de palabra antigua, aunque estés “cansada”, sí, “con una pesadez que se chupa los huesos y seas más ligera que una cáscara de ajo”.
Ciertamente, eres “pequeña, más chica que un bastón, que una corteza de nuez, que una ameba”; por eso estás dentro de ti, como la piedra misma que viaja en el tiempo. Eres Magión, la forastera que se desnuda y, límpida, como un ciclo de agua, muestra su esperanza.
Sabes que el amor no duerme, que se escurre como las algas translúcidas, como los lunares que primero surgen imperceptibles y después se graban al igual que un lucero oscuro iluminando la intimidad. El amor no es solamente el cuerpo, tan sensual que se gasta, sino además una brújula que señala la distancia del paisaje amado y es el olvido del olvido; el amor es una mujer “que puede volverse ligera como el viento” y “fácil salvar los ríos azules y las soledades del páramo”.
En fin, Cora, en tu libro eres la sacerdotisa de tus sueños, y yo —en medio de una noche escandalosa— como un guijarro en el vértigo del mundo, me rehago en tus palabras:
Sé que hay personas en algún lugar del planeta, y en específico Cuba, que están buscando el contacto con la belleza; seres que, redimidos por la angustia, leen y escriben, a pesar del hambre y de los muertos sepultados por la historia, y aún así, ellos siguen hablando de la tenue luz de las estrellas.
En las coordenadas de tu libro invocas a París, por el artilugio de sentir el mundo en medio de la soledad de un parque. De una manera, sublime, mencionas el espanto de las cosas, y buscas el crepúsculo esperando el tibio fuego de los dioses dormidos. Eres la ciudad misma de La Habana, con sus cornisas y capiteles, sus patios redondos y frondosos, sus fuentes y enrejados, sus mosaicos moriscos, catedrales y palacios. Eres el vértigo gitano de esa ciudad nunca olvidada, bañada por un resplandor calcinante, bajo la audacia precisa de seguir viviendo los días detenidos, donde los seres desaparecen y en alguna calle sólo quedan “los cristales cortados, revueltos con violencia en un latón de basura”.
Encantadora de serpientes, te ofreces en los poemas y te transformas en un “cóndor que sueña”. Hoy recorro tus puentes de Sayakima, tus “secretos de canela, cocuyos de llanto negro y potros desbocados en la luna”. Hoy quiero hablar de los sueños inacabables de temblor efímero, cuando los conocemos desde adentro por la alquimia de nuestro crepúsculo; ese temblor, digo, en los seres queridos que miran al sudeste.
Amiga, te recuerdo en aquellos días de té y aguardiente entristecido, mientras conversábamos del sabor de los libros y las películas, de los chismes y los abalorios de algún artesano clandestino, cuando comentábamos de los escritos de José Lorenzo y hasta de la posibilidad de uno de tus poemarios en una editorial canadiense; cuando vendíamos libros malditos en la esquina de 12 y 23; o en las ficticias ferias de 15 y 16, o sobre legendarios adoquines de la Plaza de la Catedral, cuando éramos espíritus irreverentes camuflados de libreros o inocentes anticuarios que aspirábamos a iluminar las mentes a ventas de palabras. Nuestros cuerpos eran delgados, “terriblemente hermosos”. Aun así, tú y mi Gladys recorrían las calles del Vedado, enfrentando el susto de la levedad, por la inefable razón de la poesía como la grandiosa mentira que vale ser vivida; diciendo no a ese oficio de país-decreto, con sus tinieblas derramadas en el ámbar caído de los ojos, gota a gota, con su sabor de amanecer entre vidrios azules.
Cora, hoy envío este mensaje al viento, y lo hago desde el valle de Los Ángeles, rodeado de un olvido planetario, que no es tal porque es paradoja de movimiento y recuerdos. Aquí el mundo se encuentra bajo una cúpula de gases penetrantes, que intenta borrar las mentes para hacerlas ficticias, recipientes de mediocridad inaudita. Aquí estoy en este valle de casas encartonadas, de autopistas de asfalto resquebrajado y de una ciudad con rascacielos que desafían los grados del próximo temblor. También estoy en medio del asombro, donde se expande una tierra de lucha y esperanza para el inmigrante, y donde tenemos la posibilidad de intentarlo todo —aun desde una minúscula casa, también bajo la luz de tus estrellas.
Cora, quizás en tu libro yo soy el saxofonista que una vez tú presentiste “era de aire”. Y el aire viene de otro viento más remoto: del Nilo, de Babilonia o de Nínive, de las interminables caravanas beduinas. El viento pertenece —¿quién lo duda?— a los países de Lezama, de Borges y de Paz, de los misterios de Ivette, de Milagros la primerísima madre, corazón de gacela, de tu padre elegido por la tristeza, de Nando y de Vilma a pesar de todo, de Alex, de Pepe Lorenzo y Lida, de la maga Isabel y de ese sorpresivo presente que te depara la magia de Tim, el hechicero que te llena con su transparencia americana.
Y tú eres tu libro de intenso fulgor, de selvas y mares, con ceniza de piel y niebla de estaño, con estremecimientos amarillos, con locas indias de carcaj, con madrigueras de color violeta, oraciones y exorcismos, y brujetas que se llaman knox. Un libro como de palabra antigua, aunque estés “cansada”, sí, “con una pesadez que se chupa los huesos y seas más ligera que una cáscara de ajo”.
Ciertamente, eres “pequeña, más chica que un bastón, que una corteza de nuez, que una ameba”; por eso estás dentro de ti, como la piedra misma que viaja en el tiempo. Eres Magión, la forastera que se desnuda y, límpida, como un ciclo de agua, muestra su esperanza.
Sabes que el amor no duerme, que se escurre como las algas translúcidas, como los lunares que primero surgen imperceptibles y después se graban al igual que un lucero oscuro iluminando la intimidad. El amor no es solamente el cuerpo, tan sensual que se gasta, sino además una brújula que señala la distancia del paisaje amado y es el olvido del olvido; el amor es una mujer “que puede volverse ligera como el viento” y “fácil salvar los ríos azules y las soledades del páramo”.
En fin, Cora, en tu libro eres la sacerdotisa de tus sueños, y yo —en medio de una noche escandalosa— como un guijarro en el vértigo del mundo, me rehago en tus palabras:
Que haya luz en los rincones oscurostibieza en el corazón. Que la gente nosiga olvidando la verdad de las cosasdonde casi nadie pudo elegir su destino.
Bell, California, invierno 2001-2006-2009
[Otro de los capítulos del libro inédito La razón de la mentira poética]
7 Comentarios
Conmovedora exaltación de una amistad, de una mujer, de una obra, de un recuerdo compartido.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo mi querido amigo.
Gracias, mi amigo Jorge, recibe tú y todos los amigos escritores de Plumas Hispanoamericanas, mis mayores deseos de que este nuevo año la imaginación creativa les envuelva con el goce del reconocimiento sincero y justo; que todos reciban las bendiciones de la Imago, y que la poesía, las historias y las ideas les salgan a borbotones por los poros como si fuêramos fuentes para surtir a los demás con la magia del corazón. Un abrazo para todos, y en especial para ti, mi amigo. Siempre, Manuel
ResponderEliminarUn caudaloso y muy fino homenaje poético. No conozco a la poeta, pero a través de sus palabras, los deseos de conocerla se agigantan.
ResponderEliminarFelicitaciones señor Gayol. Un feliz nuevo año para usted.
Atte.
Ramiro
Tus palabras llegan hasta nosotros con una abundante carga de ternura y admiración.. todo lo que sentiste y te surgió con esta poeta amiga tuya. Tan tuya que ahora es nuestra también, porque compartimos desde acá esa alegría y emoción. Gracias querido amigo Manuel, es un placer leerte y un honor compartir este especio con vos.
ResponderEliminarAbrazos y que tengas un buen fin de año para comenzar un año mejor.
Gracias a Ramiro y a Lorena, yo tambiên les deseo las mejores cosas y que el nuevo año nos traiga a todos una mayor creatividad; que la sensibilidad por la literatura y los grandes valores humanos nos una, con amistad y verdadero sentido de escritor, y que la paz y el amor se ensanchen un poco más en este mundo al que tanta falta le hace. Un abrazo para ambos. Siempre, Manuel
ResponderEliminarLiterariamente, el mundo cubano es uno de los más ricos del mundo. Y por cierto que su gente tiene temple y nobleza como ninguna otra.
ResponderEliminarEs un privilegio leerlo, señor Manuel Gayol, pues sus palabras a Cora develan a la vez su propia grandeza.
Humanidad, afecto, poesía y crítica literaria unidas en un sólo texto.
Mis saludos y felicitaciones
Esteban, Punta Arenas, Chile
En 1997 visité Cuba por primera y única vez y en una venta de libros en un mercado encontré un poemario bilingüe de Cora Ramírez que evocaba a Sylvia Plath en una extraña fusión de la energía de la joven suicida, la sensualidad y la religiosidad cobriza de la diosa Oshum. Desde entonces releo este libro buscando inspiración, compasión, pasión. Gracias por traerla de nuevo a mi recuerdo en 2022. La vida sin poesía es inconcebible.
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