De lejos, el de siempre. Pareciera como si el paso del tiempo se hiciera a un lado cuando le toca enfrentarte. Se me ocurren dos alternativas, amigazo: o te teme o te ignora, pero jamás actúa con su acostumbrada decisión. Dado que nunca has creído en lo sobrenatural, salvo asumirte como el Trauco con alguna desprevenida, debo descartar que hayas caído en la tentación de hacer un pacto al estilo Fausto o Dorian Grey.
Me hiciste recordar cuando iba a encontrarte al paradero de la plaza de armas de mi antigua comuna, época en que descendías de un Pegaso Diesel a un entrañable pueblo de tortillas, pescado ahumado y cantinas con troncos horizontales para amarrar caballos y mulas –si hubieses llegado un par de años antes, hasta un tren de madera formaría parte de tu itinerario-, alejado de las multitudes sudorosas y dopadas, los lanzazos, el olor a fritangas, los edificios y los buses oruga rebosantes de pasajeros que muestra hoy la televisión para molestia del alcalde.
Ahora, al igual que entonces, traías esa ropa cómoda y gastada, una polera y un jeans, muy semejante a la mía, aunque de otra talla, yo más grueso según la temporada y la depresión. A eso le agregamos un bolso azul, una voz fantasmal y la amable cercanía que el tiempo había vuelto respetuosa distancia.
No era la primera vez en que nos veíamos en la obligación de darnos un vistazo por dentro y reparar en los estragos. El resto del mundo se encarga de decirnos cómo nos vemos por fuera. El calor no nos ayudaba en absoluto a comprenderlo (nunca nos ha ayudado en realidad) y mi nuevo vecindario nos resultaba demasiado ajeno a nuestra vocación de aspirantes proletarios (te confieso que aún no me acostumbro a escribir el nombre de la comuna en recibos, formularios ni cupones; menos aún a decirlo a viva voz sin preocuparme por la reacción de resentimiento de quien tengo al frente. Pero tú me comprendes: con tal de estar más cerca de Galia, puedo jugar al arribista).
Nos sentamos sobre las escalinatas del refinado centro comercial, tal como lo hacíamos en los viejos tiempos en los peldaños de cemento de la Biblioteca Nacional, en el pasto de la universidad, en una banca del barrio República, en la entrada de una exposición siútica o lanzamiento de libro pomposo, con comida y trago incluido. Sí, dos atorrantes con ínfulas de genios, especulando sobre lo mucho que nos aguardaba en el horizonte cuando los peces gordos de las editoriales y las mujeres en celo nos descubrieran. No dejaríamos mono parado, nos prometíamos junto a una botella de Cinzano y una marraqueta con lonja de mortadela hurtada del supermercado, todo digerido sin problema, incluidas las palabras. Aunque aún mantenemos la misma perplejidad con lo que nos acontece, yo cuento con unas monedas más en el bolsillo que no tengo problema en compartir contigo.
En un momento te quebraste y yo sólo atiné a poner mi brazo en tu hombro. Quién era yo para negarte el sollozo, más aún habiendo recurrido a esa opción tantas veces en el pasado, al punto que tengo mi pileta seca y con musgo. Ocurre que me hallé sin la calificación de cirujano competente para extirparte esa joroba que, al examinarla con detención, estaba incrustada con Poxipol debajo de tu cuello. Quise saber detalles de la protuberancia y me lo diste en pedazos, sólo muestras, repitiendo que ojalá yo nunca pase por lo mismo, que el dolor no te deja dormir, que no puedes estarte quieto en ninguna parte, que aún no entiendes el desprecio de tu pequeña espiga y que temías perder a tus hijos para siempre. Me preguntaba a cada instante hasta dónde indagar, hasta dónde saber, hasta dónde no herir. Tú, que me enseñara la rudeza del provinciano, aquel que sigue adelante a pesar de los embates de la vuelta de la esquina, ahora desplomado por una mala jugada, gestada en sólo segundos o de un tiempo a esta parte. No lo sé.
Te invité a ponerte de pie, sólo físicamente, porque para lo otro teníamos que tomarnos más tiempo. Como si de algo sirviera, me ofrecí a cargar el bolso al iniciar el trayecto. Dijiste que no me molestara, pero aún así te lo arrebaté de las manos y puse su correa alrededor de mi hombro. Con tu joroba ya tenías suficiente, pensaba. Avanzamos. El tiempo agreste y soleado seguía siendo un estorbo del vía crucis.
Intenté con todo lo que tuve al alcance: almuerzo a tu altura, cerveza fresca, conversaciones sobre libros, películas y música. Alegatos en contra del gobierno. Aunque en todas mis afirmaciones contestabas con amabilidad, tu cabeza estaba anclada a varios kilómetros al oeste, en ese puerto con vocación de fealdad que convertirse en morada con tu pequeña cuerpo de espiga. Donde sí pusiste atención –más de la que yo esperaba-, tal vez porque estaba en sintonía con el estado de tu alma, fue en esa vitrina atiborrada de chucherías que ubiqué en el living del departamento y que llamaste tan acertadamente el rincón de la nostalgia.
Durante todo ese día intenté marcar el número de Galia. No fui capaz de moverme ni de emitir palabra con tal de no alternar este equilibrio mendigo que me sostiene. Así como ya no me queda agua de la pileta, tampoco me quedan palabras en el diccionario para argumentar el dolor de un cercano. Y pensar que Galia, en un tiempo remoto, te habría preferido a ti como galán y, gracias a tu partida, debió conformarse conmigo. Robándote una de tus frases, cito entre comillas: “Se agradece”.
La poca cordura me motivó a creerme tu escudero. ¿Realmente era eso lo que pedías en ese momento? Sin juzgar, pensé en sólo aportar municiones para que las dispusieras en contra del responsable de tu herida. Creí, como se cree en cualquier chapucería, que lo necesitabas para aliviar el fuego que llevabas por dentro. Un remedio que, a la larga, agravó la enfermedad. Esa que te hizo obviar la cama de emergencia armada en el living del departamento y quedarte pegado en Internet.
Al otro día te dejé con tu pesado bolso en el andén del Metro, y seguí rumbo a mi trabajo ocasional. Quise adivinar sobre tus pasos. Felicidad por amargura, tranquilidad por angustia, paz por violencia. Recuperar al hombre que con sus palabras y acciones me había enseñado a ser un padre en la precariedad. El mismo que me obsequiara dos sobrinos que nunca me he cansado de descubrir. También pensé en su antigua compañera, esa pequeña cuerpo de espiga acogiéndome en su hogar con ternura y paciencia, hospitalidad en medio de la bruma salobre y que ahora se borra sin entender porqué.
Tras tu partida y con el paso de las horas me sentí un agente del odio, alguien que no pudo aportar nada a tu despegue. Desde la distancia y la frialdad del correo electrónico me hablas del honor, en el cual yo también creo. Pero a la vez te insisto por el sentido de oportunidad. Demasiada estructura para una vida obligadamente anarquista, me responderás, dejemos que el caos se apoderes de todo.
Tal vez yo sólo sea un estratega que te pregunta, amigazo, una y otra vez, si vale la pena, si somos lo suficientemente fuertes como para no terminar más aporreados. Cosas que se me vienen a la cabeza cuando intento recoger pedazos de lo que antaño fuera una construcción y hoy son sólo escombros.
9 Comentarios
Buen texto, amigazo. Una evocación sincera, precisa, de alto valor literario y humano.
ResponderEliminarUn abrazo mi amigo de siempre.
Todas las debacles que sufrimos a lo largo de nuestras vidas nos sirven para fortalecernos el cuero y el espíritu a fin de volver a la carga. No queda otra, la vida es así.
ResponderEliminarUn relato conmovedor de un escritor que admiro. El mejor y más sincero canto a una amistad intemporánea y que no precisa de la presencia física para mantenerse viva y crecer. Es tan bueno, que no sabría que parte escojer para resaltarlo.
ResponderEliminar¡Qué suerte tienen algunos!
Un abrazo a los dos.
Traslúcido, se puede ver a través de tus palabras la incertidumbre que te agobia y agota. Literariamente impecable, es cierto, también cargado de sentimientos.. casi parece que estoy asistiendo a la escena como en una buena película o como un fantasma. Como dice nuestro amigo: se entiende.
ResponderEliminarAbrazos, cuidate mucho.
Muchas gracias, amigos por su lectura. Reconforta, de verdad, reconforta. Gracias, amigo Jesús, por tus sentidas palabras y apoyo.
ResponderEliminarSiempre tienes algo con que sorprender,Claudio.Una descripción clara y emotiva de la amistad.Tu relato me conmovió tan profundamente,que reconozco,con algo de vergüenza,alguna lágrima se deslizó por mi mejilla.No te culpo por ésto, quizás sean los años que llevo a cuestas.
ResponderEliminarMuchas veces no notamos para qué sirve porque atravesamos el peor de los momentos pero con el tiempo nos damos por notificados. Todo pasa por algo, siempre.
ResponderEliminarMuy bueno, saludos.
Estimado Luis: ¿Sabes en que se parecen los Rodríguez a los ricos? También lloran... y bastante.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias.
Tb a ti Marian.
Siempre los visito y ahora me encuentro con esto, es lo más hermoso que he leído en el último tiempo. Me pregunto: Sera real?
ResponderEliminarAda V.