JESÚS CHAMALI -.
Ana trabaja en la cafetería de una gasolinera, a la salida de un polígono industrial, junto a un autopista donde el zumbido de los coches y camiones que pasan a toda velocidad se convierte a veces en un murmullo adormecedor.
El suyo no es un trabajo ni mejor ni peor que otros: es simplemente una mierda de trabajo. O al menos ella lo siente así.
Ana, cuando no está sirviendo cafés a los que ocasionalmente se paran allí: camioneros, repartidores, taxistas, operarios de las fábricas y almacenes del polígono y a algún cliente de la gasolinera que pasa apurado para ir al baño, mira el mar que se ve allá a lo lejos; justo al fondo, entre dos enormes naves feas y grises, detrás de unas alambradas gigantescas.
Ana ya no aguanta más allí.
Empezó a trabajar en esa cafetería como algo momentáneo; algo temporal hasta que le saliera un trabajo en lo suyo. Porque aunque Ana trabaja sirviendo cafés y bocadillos, tartas y sopas, hamburguesas y refrescos, ella es diseñadora gráfica. ¿Pero quién consigue trabajo hoy de diseñadora?
Nadie. Por eso, aunque al principio era un trabajo para unas semanas; unos meses a lo sumo, mañana 14 de febrero cumplirá tres años allí.
¡Tres años!
Tres años llegando a casa reventada y asqueada.
Asqueada de llegar oliendo a fritos. Toda ella huele a frito: su ropa, sus manos, su pelo... Es un olor que se impregna en la piel y parece que nunca va a salir.
Asqueada de sentirse desnudada por la mirada turbia de los clientes; rudos, barbudos, desaseados la mayoría de ellos, con los dientes amarillos del sarro y la idea de que ligar con ella -o intentarlo- va en el precio del menú.
Clientes que parecen analfabetos porque, a pesar de la placa que lleva con su nombre prendida en el uniforme, insisten en llamarla chistando, como si fuera un perro.
Asqueada de limpiar unos baños llenos de meadas por fuera de los urinarios, de tazas con restos de caca, de manchas más que sospechosas en los suelos del lavado de caballero, de compresas tiradas de cualquier manera en el de señoras...
Asqueada de ver siempre el mar encerrado detrás de una alambrada que parece que le roba su sentido y su libertad.
Por eso Ana, cuando su jefe le preguntó, entre insinuante y guasón, que quería de regalo para el día de los enamorados, ella le contestó muy sería y con los ojos húmedos: deja al mar libre para que me pueda ir con él.
Y nadie la entendió.
7 Comentarios
Estrenecedor relato amigo Jesús.
ResponderEliminarHoy nadie entiende nada, o casi nada. Un abrazo.
Qué dura es ña vida con algunas personas, pesar que sólo falta un golpecito de suerte para que puedan ser lo que siempre soñaron pero no llega y entonces el cansancio los pone a dormir sin sueños.
ResponderEliminarExcelente, saludos
No hay trabajo en el que uno no se sienta preso, encerrado y den ganas de echarse al mar dejandose llevar!!!!!!
ResponderEliminarUna historia que se parece a muchas historias, tristemente célebre.
ResponderEliminarMe encantó, saludos y les felicito por el blog.
Potente relato, amigo Jesús. Hermosas letras que dejan un sabor amargo en la garganta.
ResponderEliminarLlegará un día en que los empleos con los que comemos, nos vestimos y nos hacemos de un lugarcito en el mundo, no nos aliene tanto? de verdad que lo deseo!! Creo que existe, pero es privilegio de pocos.
ResponderEliminarMuy bueno, le felicito.
Cuantas veces hemos tenido también el deseo de quitar las rejas al mar para irnos con él. Muy bueno su relato.
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