Cuarta noche con fiebre de cuarenta grados. Es algo difícil de describir, pero en cuanto el termómetro rebaza los 38, algo de mi se desconecta y como buen ebrio todo me da igual. Anoche mientras la rayita marcaba con frenesí los números rojos, yo lo boté como pude sobre mi cesto lleno de conejos de peluche (espero no haber dejado tuerto a nadie).
Era tanto el dolor de cabeza, cabeza enorme además, que en ninguna posición lograba tenerla en paz. Hija de puta, si por mí fuera ahora mismo tomaba una guadaña y te cortaba de mí; pero ni fuerzas, ni guadaña.
No sé que tiempo habrá pasado cuando los ligeros pasos de mi hija me “despiertan”, enseguida la escucho correr y abrir el refrigerador. Me puso boca arriba y con su mano sostenía sobre mi frente dormida una bolsa con pedacitos de hielo muy finos.
El estado de fiebre es increíble, mil veces mejor que ninguna droga creada por el ser humano.
Mientras mi niña cuidaba que la bolsa no se cayera de mi cabezota, yo divagaba en mis recuerdos, en las imágenes que guardo, en las que me hubiese gustado mirar y no solo imaginar, en todo lo que he leído, lo que he dicho, los lugares donde he estado, lo que no pude decir.
Me vinieron ideas de quien sabe donde. ¡Diablos! Deberían existir escribanos para momentos como ese, para anotar todas las buenas ideas nacidas de una noche de fiebre, cubiertas por la inconsciencia y el sudor del que se haya tirado en la cama, delirante, quizás agonizante (lo que sería mucho mejor).
Juro que ya tendría por lo menos un par de novelas escritas.
Es en verdad una terrible desgracia despertar sobre unas sabanas empapadas y con el cabello todo enmarañado, para no recordar ni una maldita cosa. Ni un indicio, ninguna puta idea.
¡Maldición! Cuantos libros no habremos perdido, cuantos Best Sellers, por no tener ese olvidado oficio en cuenta. Los escribanos, pobrecitos, todos jorobados escribiendo sobre sus rodillas o doblados sobre una mesita alumbrados por una vela ya vacía hasta la mitad. Ya me voy dando cuenta a donde me han llevado mis fiebres (y no cualesquiera fiebres, que han sido cuatro y todas llegaron a cuarenta); que ya ni me acuerdo que existen las computadoras y la puta electricidad.
Y hasta he olvidado hablar con decencia y propiedad, espero que usted que me lee (si acaso alguien mas que mi madre lee lo que escribo), me sepa dispensar.
Desgraciadamente, y lo digo anteponiendo al arte global que el bien propio, ya me hayo tomando antibióticos de alto espectro y medicamentos para el dolor y la fiebre. Ya no hará falta traerme un valiente a que escuche la bola de tarugadas que seguramente escupiría delante de su pluma.
Pero pensaré muy seriamente en adquirir una grabadora de voz que se active al primer grito lastimero que detecte, uno nunca sabe.
Era tanto el dolor de cabeza, cabeza enorme además, que en ninguna posición lograba tenerla en paz. Hija de puta, si por mí fuera ahora mismo tomaba una guadaña y te cortaba de mí; pero ni fuerzas, ni guadaña.
No sé que tiempo habrá pasado cuando los ligeros pasos de mi hija me “despiertan”, enseguida la escucho correr y abrir el refrigerador. Me puso boca arriba y con su mano sostenía sobre mi frente dormida una bolsa con pedacitos de hielo muy finos.
El estado de fiebre es increíble, mil veces mejor que ninguna droga creada por el ser humano.
Mientras mi niña cuidaba que la bolsa no se cayera de mi cabezota, yo divagaba en mis recuerdos, en las imágenes que guardo, en las que me hubiese gustado mirar y no solo imaginar, en todo lo que he leído, lo que he dicho, los lugares donde he estado, lo que no pude decir.
Me vinieron ideas de quien sabe donde. ¡Diablos! Deberían existir escribanos para momentos como ese, para anotar todas las buenas ideas nacidas de una noche de fiebre, cubiertas por la inconsciencia y el sudor del que se haya tirado en la cama, delirante, quizás agonizante (lo que sería mucho mejor).
Juro que ya tendría por lo menos un par de novelas escritas.
Es en verdad una terrible desgracia despertar sobre unas sabanas empapadas y con el cabello todo enmarañado, para no recordar ni una maldita cosa. Ni un indicio, ninguna puta idea.
¡Maldición! Cuantos libros no habremos perdido, cuantos Best Sellers, por no tener ese olvidado oficio en cuenta. Los escribanos, pobrecitos, todos jorobados escribiendo sobre sus rodillas o doblados sobre una mesita alumbrados por una vela ya vacía hasta la mitad. Ya me voy dando cuenta a donde me han llevado mis fiebres (y no cualesquiera fiebres, que han sido cuatro y todas llegaron a cuarenta); que ya ni me acuerdo que existen las computadoras y la puta electricidad.
Y hasta he olvidado hablar con decencia y propiedad, espero que usted que me lee (si acaso alguien mas que mi madre lee lo que escribo), me sepa dispensar.
Desgraciadamente, y lo digo anteponiendo al arte global que el bien propio, ya me hayo tomando antibióticos de alto espectro y medicamentos para el dolor y la fiebre. Ya no hará falta traerme un valiente a que escuche la bola de tarugadas que seguramente escupiría delante de su pluma.
Pero pensaré muy seriamente en adquirir una grabadora de voz que se active al primer grito lastimero que detecte, uno nunca sabe.
6 Comentarios
Aparentemente, escuchaste las campanadas de la muerte y el desvarío más fecundo se apoderó de ti en esas afiebradas noches.
ResponderEliminarEl escribano no estaba. Nunca está cuando se le necesita.
Angustiante y divertida narración.
Una petit histoire de la sobrevivencia humana.
Abrazos, Lilymeth.
Los celulares más avanzados traen incorporado un grabador de voz por si se vuelve a sentir moribunda.
ResponderEliminarSaludos
Si, yo tengo uno de esos nuevos celulares llamados "Touch" que la verdad no se usar. Mas de la mitad de las funciones que tiene no se para que sirven. El pobre artifundio seguramente se haya malgastado en mis manos. Pero averiguarè el modo de echar a andar la grabadora mientras me queden fuerzas y meninges para ello, juas Saludos ¡¡¡
ResponderEliminarLo de la grabadora de voz es una gran idea! Tengo una para trabajar y suelo poner ahi pequeños recordatorios como en las pelis yankies. Asumo que a un escritor le vendría genial.
ResponderEliminarMuy especialmente, los hombres cuando nos enfermamos nos ponemos muyhistéricos y demandantes. Veo con lo que escribe que los escritores tienen un giro muy loco. ja! Buenísimo. Mis saludos.
ResponderEliminarPor si las moscas, por si me muero esta noche? Muy interesante, me gustó! Me pasa cuando estoy enferma en pensar en todo lo que me quedará pendiente.
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