La calle a las once de la noche se
ve desierta. Está vacía y silenciosa como iglesia abandonada. Las luces difusas
tras los vidrios empañados de las casas se mezclan con los haces azulados de
algún televisor encendido. La noche está muda y solo la perturba el frenético
ladrido de un perro o el ulular siempre inquietante de alguna sirena que
agoniza a lo lejos.
Las cortinas verdes semicerradas dejan entrever el ocasional paso acelerado de individuos que parecieran escapar de quién sabe qué, con los ojos temerosos dispersos entre las sombras de la esquina y la poca iluminada vereda. Silenciosos como espectros, transitando la calle sin mirar y a la vez viéndolo todo. De alguna manera él se siente huyendo con ellos. En la vereda de enfrente de su ventana, una mujer se pasea con un bolso de cuero en bandolera y en su siniestra mueve nerviosa un cigarrillo humeante que ilumina una mirada maquillada en exceso cuando da una pitada. “Una puta” piensa.
Cuántos como él viven solos en esta ciudad. En donde lo más conocido es el lugar en donde se encuentra el trabajo y el rutinario trayecto de regreso a casa, en su caso, al oeste de la torre de comunicaciones. Cuántos como él odian ésta ciudad. Un lugar que complace los más mínimos deseos si se cuenta con el dinero suficiente. Todos los días el viaje de su casa a la oficina y viceversa. Esas habían sido sus fronteras imaginarias, aquellas que se van construyendo por la desazón, por el continuo machacar del tiempo que no sabe de sorpresas y que se olvida de tenerlas. Sólo en raras ocasiones se había arriesgado a aventurarse más allá. Alguna vez para acompañar a algún familiar a algún sitio que él, por el hecho de residir tantos años allí, obligadamente debía conocer. También por razones de trabajo. Estas últimas muy de tarde en tarde, ya que siempre prefirió el trabajo en la oficina; Lo suyo eran los papeles y esa ruma de archivos y programas de computación que tan bien había aprendido. Su jefe siempre lo inscribía en cursos, pese a su resistencia. Pero en fin, siempre lo convencía que era necesario, que nadie más podría hacer las cosas como él y en cierta medida le gustaba sentirse así, tal vez por ser algunas de las pocas ocasiones en que se sentía apreciado. Aunque consiente o inconscientemente se daba cuenta que aquello era solo una ilusión de un alma desesperada como la suya.
A pesar de llevar varios años en la ciudad aún no se acostumbraba bien del todo a ella. No obstante había aprendido a escuchar el ritmo que tenía. Esa especie de respiración que se escucha al subir en algún ascensor o cuando todos los pasajeros del subterráneo descienden al unísono en alguna estación. Esa suerte de caos ordenado que jamás se dispara en ningún sentido, pero que sin embargo esta latente en cada mirada o palabra que se cruza en el transcurso del día amenazante. Esos vaivenes insospechados que producen millonarios promocionados en la tv, o la muerte que avisa su presencia en un accidente que ocurre muy cerca o el peligro inquietante, morboso, de algún pasaje estrecho y oscuro con alguna mujer de aliento alcohólico y pasos inseguros. Aquella que invita a pasar una noche salvaje por solo unos pocos pesos. A veces en algún hotelucho de mala muerte o en la calle, la plaza o donde la urgencia lo pida. Pero él aún se resistía a entender ese acelerado ritmo de vida. Siempre se sintió estar en el sitio equivocado. Como alma en pena sin ningún deseo especial. Hoy más que nunca sentía que era así.
La televisión entregó las mismas noticias de siempre, pero con diferentes actores. Luego aparece la chica que predice el clima, con su blusa ceñida y esa mirada entre coqueta y seria que lo mira desde la pantalla y que con una voz suave le anuncia lluvias estrepitosas para este lado del mundo. ¿Dónde había dejado su paraguas? Lo olvidó quien sabe dónde… Volvió a mirar por la ventana. La puta seguía allí.
La culpa fue de él y lo sabía muy bien. Pero las cosas eran como eran así es que ella arreglo las pocas pertenencias que tenía y se marchó. Supuso entonces que volvería, como muchas otras veces lo había hecho. Sin embargo aquella vez no fue así. ¿Por qué nunca le pidió que se casaran? La pregunta se la hacía a diario. Cuando la soledad aprieta el alma, cuando se asienta y aplasta con su infame sosiego. Cuando los ruidos cotidianos, ya sea la gotera que se precipita incansable en la tina del baño o un choque de vasos de cristal, semejan estampidos y se acrecientan y rebotan por todos los rincones, o las sirenas aullando en la noche por motivos que jamás sabrá. Por qué...
Él trata de mantener la calma, el silencio. Casi aguantando la respiración para no perturbarse, para no asustarse de tanto olvido. Para no tener que soportar el sentirse olvidado. Porque la cruda realidad es ésa. Nadie se acuerda de él y lo terrible y peligroso es que se ha acostumbrado a aquello. Es posible que ésa sea la respuesta a la huida de Flora en una tarde lluviosa a comienzos de Agosto: El terror a esa soledad que lleva él en la médula y que nada puede cambiar. Esperó hasta el último instante con la mano en el pomo de la puerta y la mirada puesta en él, pero no la miró, al contrario, sus ojos permanecían clavados en la pantalla del televisor y no viendo nada. Pero cuando ella cerró la puerta y sus pasos resonaron al bajar la escala, lloró desconsolado porque recién pudo comprender que sería para siempre.
El reloj anclado a la pared por dos delfines metálicos indica la una de la madrugada. Éste había sido un regalo de ella seguramente para que contara las horas de su regreso, cosa que nunca hizo. Buscó en la repisa la botella de vino abierta la última noche con Flora. Escanció un poco del líquido aromático en un vaso y encendió un cigarrillo, luego apagó el televisor y puso música en la radio que tenía en el velador.
La había conocido en la parada del bus. Tenía por entonces unos 40 años y su calvicie y barriga no tan desarrollados como ahora. No se atrevió a decirle nada, sólo la miró nervioso, con ansias, deseoso de su cuerpo, pero con miedo y vergüenza. Lo más que llamó su atención de ella fueron sus labios finos, delicados como alas de mariposa y pintarrajeados con un tenue color rosa. Aquella era una boca ávida de besos y así lo comprobó cuando los labios de ella arremetieron en una cópula frenética con los suyos. Lo único lamentable de ésta aventura, fue el pago que debió realizar al término de la noche.
Con el paso del tiempo continuó viéndola seguido. La invitaba a su departamento todas las semanas y se veían prácticamente como una pareja normal, de no ser por el temblor de su mano al efectuar el pago poco antes de marcharse, después del desayuno. Pasaron tres meses y se dio cuenta que se había enamorado de ella y al mismo tiempo, un inesperado rencor comenzó a anidarse en su espíritu. Una rabia incontrolable producida por los celos ciegos a quienes poseían igual que él a Flora. Un odio a los olores extraños que encontraba en su cuello, a la delicada ropa interior que cada día ella preparaba en una estresante rutina, para él claro, porque sabía que serían otros los que sacarían esas prendas antes que él y el sólo hecho de pensar en ello hacía insoportable hasta el hablarle. El desastre se veía venir y no hizo nada por impedirlo. La miraba desde la cama cuando se levantaba y se imaginaba entre que sábanas iría a dormir aquella tarde, quien tocaría esa espalda nacarada, esos suaves muslos y sus enhiestos y desenfadados pechos. ¡Mierda!, todo aquello fue una verdadera tortura y estuvo bien después de todo terminar con aquello, y sin embargo el recuerdo persistía.
¿Qué se puede hacer con los recuerdos?, ¿Cómo arrancarlos del alma?, ¿Cómo levantarse cada día?
Nunca es fácil continuar con la rutina de siempre; El diario vivir impostergable, la secuencia fotográfica del día y la noche que como juez implacable no se detiene y nos obliga a seguir representando el juego de siempre, esa rutina que nos abraza y nos aprieta de tal forma que nos ahoga dejándonos sin respiración, a veces para siempre.
Y ahí estaban sobre la mesa, las cartas que le envió infaltablemente cada mes, todas ellas en sobres rosados y esquelas con flores estampadas en sus bordes. Parecía inconcebible que una mujer de la calle como Flora, pudiera ser tan sensible, tan delicada en cada detalle. Pese a ser lo que era o lo que fue, porque en sus líneas le ha contado que ha dejado de caminar las veredas, que se ha marchado al sur y ha puesto un negocio de venta de inciensos, flores y artesanías diversas; Le dice que lo atiende a diario y que la vida le ha cambiado, pero que necesita su presencia para ser enteramente feliz. Le pide que se vaya con ella, que aún es tiempo de rescatar lo que vivieron, que lo que empezó como una noche más para ella se convirtió de pronto en verdadero amor.
El nunca respondió aquellas cartas. Culpa de un orgullo estúpido, inútil, suicida en estos tiempos. Porque en un mundo con pocas oportunidades, especialmente en materias del corazón, las que a veces nos llegan y no aprovechamos son un desprecio a la vida. Al menos él ya la desprecia, la aborrece en realidad.
Abrió la ventana de su departamento en el quinto piso y una fría brisa nocturna invadió la habitación en que se encontraba. La puta allá abajo miraba de aquí para allá y no aparecía ningún cliente. Si sólo fuera Flora pensó y comenzó a desvestirse.
Ahora estaba esa carta en sobre blanco y con la esquela arrugada tirada en el suelo, debajo de la mesita de noche. No fue capaz de leerla de nuevo. Se casaba le decía, que era ésta la última despedida, que la soledad mata y que la perdonara, pero él estaba medio muerto ya. Quizás tenga razón se dijo. La muerte a veces nos llega y no nos damos cuenta. Algunos andamos como muertos y convertimos la vida de los demás en un verdadero sepulcro o velorio infinito y lo peor de todo es que ellos también mueren de alguna forma.
Ella lo vio caer sin emitir ruido alguno. Fue todo sin alharacas, sin escándalo y si no fuese por el ruido sordo que hizo al estrellarse en el cemento hubiera pasado desapercibido. Se precipitó desnudo envuelto en las sombras y la brisa fresca que ya acarreaba las primeras gotas de la lluvia anunciada. Su cuerpo quedó acurrucado como un niño a escasos metros de la mujer en la calle. Solo lo cubrían sus calzoncillos y en su mano derecha el anillo que había comprado para la boda que no se atrevió a realizar.
La mujer lanzó el cigarrillo encendido a medio fumar y la brasa iluminó una tenue sonrisa en el hombre muerto en la acera; Apretó el bolso bajo el brazo y comenzó a andar por la vereda sin volver la vista. Definitivamente ésta no era su noche.
7 Comentarios
Asi es no puede haber peor desgracia que nos pille la soledad cuando nos ponemos viejos. Horrible!!
ResponderEliminarNada más patético que los hombres que se aferran al amor pasajero de las putas para consolarse. Muy real y muy actual. Me gusta ese aire triste y desesperado que tiee todo el relato. Muy bueno! Saludos :)
ResponderEliminarDestroza el corazon de una mujer cuando no se le responden las cartas. es super feo pero asi de nulos son los hombres para expresar sus sentimientos, deberia asumirlo como necesidad primaria y animarse. al final se lo comio la soledad. disfrute mucho su relato, salud!
ResponderEliminarEsa pobre alma se fue directo al infierno! Muy buen realto, me gustó mucho. El tono de sus textos es de los que más me atraen, ojala le sigamos la pista por acá. Saludos cordiales
ResponderEliminarSi creyera en algo bendeciría a las putas, a todas las putas, a las feas y a las viejas, a las suculentas y a las cadavéricas, a las alegres y a las tristes. No hay dinero que compense el acompañar a un moribundo, el soplarle prórrogas de vida, con risas y placer y sudor y desquiciamiento. Putas que son a la vez madres y doctoradas en psicología, sacerdotisas y poetas.
ResponderEliminarSoberbio relato.
Inteligente relato man. Un Capote prostibulario.
ResponderEliminarAl final todos estamos solos, y quienes no lo reconozcan están cagados de la cabeza. Entre la rutina y el hastío y las convenciones, ¿dónde metemos el amor?
ResponderEliminarLa puta no es Flora, Flora es una flor. La puta es la vida misma. Putos son los pensamientos, los anhelos, que los transamos por ilusiones insolventes.
Muzy