LILYMETH MENA -.
Supongo que a todos nos sucede en algún momento desear sacar alguna carga extra de nuestra mochila, esas que pesan tanto y que en algunas ocasiones incluso hablan, nos hacen mirar hacia atrás, hacia donde la luz no pega por que la lámpara está muy lejos de ese punto, adonde no pienso volver nunca por que recuerdo el frío. Paredes altas y un techo casi imposible de alcanzar, agua escurriendo por las esquinas que parecían lloronas sátiras sin parar de lamentarse ni un segundo, el golpeteo por el viento de la puerta desvencijada de madera carcomida por los años, los pequeños huecos en la lámina de asbesto por donde la luz luchaba por colarse un poco sin tener éxito, y la viejísima mesa… coja de una pata.
Así es como miro aquel lugar en aquel tiempo, con las circunstancias que me llevaron de manera precoz a su construcción y por ende a su mala hechura, el trabajo tosco que realicé yo misma con estas manos, levantando ladrillo por ladrillo paredes que no tenían cimientos; débiles muros en los que si te recargabas ligeramente corrías peligro de morir aplastado o de matar a quien estuviese en la habitación contigua.
Recuerdo el jardín que intenté plantar del otro lado de la única ventana que construí en esas cuatro paredes. Parecía que tenía una maldición parecida a la del Rey Midas, todo lo que mis manos tocaban perecía. Si cierro los ojos puedo mirar aquellas flores marchitas de largos tallos podridos, árboles que jamás dieron frutos dulces, rosas que no dieron jamás botón, ramas hambrientas y raíces sedientas. Puedo oler la sequedad y el polvo que se fueron comiendo todo, ladrillos, maderas, mosaicos, corazón, piel, incluso aquello que no debiera ser devorado por nadie, esperanza.
Tuvieron que pasar mil cosas y bastantes años para que me llegara algo de madurez y aceptara al fin, que por más cemento fresco que pusiera sobre aquellos muros todos los fines de semana, ese lugar era absolutamente inhabitable. Las notorias grietas del suelo se abrían cada vez más, por más tierra nueva que depositara en ellas. Comprendí que si no crecía nada en aquel jardín era porque la tierra era infértil, que aún sembrando semillas cada día y prodigándoles todos los cuidados jamás pasaría por ahí la primavera.
Tengo presente en mi memoria de manera muy vívida cuando tomé mi suéter feo para largarme de aquel sitio, la sonrisa que se quedó bordada en mi rostro de manera permanente cuando supe que no eran mis manos, no era ninguna maldición, no soy el Rey Midas… pensé.
Abrí aquella puerta desvencijada y miré por última vez la mesa coja. La luz de afuera era lo más hermoso que mis ojos hubiesen visto, me maravillé como una pequeña por las nubes blancas, el pasto verde que crecía más allá; el calor del sol bañó mi piel, mi vestido sucio y mi cabello largo echo nudos.
¿Como podría volver ahí? Adonde nunca pertenecí. Donde no pude ser yo.
Ahora en silencio, me siento y recuerdo la mochila que viene sobre mi espalda con algún peso, un peso que realmente no me molesta, ni siquiera ese par de cosas porque…¿sabes? tal vez no están de más, están ahí por que es ahí donde deben estar; guardadas en donde ni yo puedo sacarlas porque no hace falta, pero presentes para que mi espíritu no olvide y recuerde, y se escuche y se hable y se diga siempre que haga falta “No construyas paredes, vive en un árbol”.
Así es como miro aquel lugar en aquel tiempo, con las circunstancias que me llevaron de manera precoz a su construcción y por ende a su mala hechura, el trabajo tosco que realicé yo misma con estas manos, levantando ladrillo por ladrillo paredes que no tenían cimientos; débiles muros en los que si te recargabas ligeramente corrías peligro de morir aplastado o de matar a quien estuviese en la habitación contigua.
Recuerdo el jardín que intenté plantar del otro lado de la única ventana que construí en esas cuatro paredes. Parecía que tenía una maldición parecida a la del Rey Midas, todo lo que mis manos tocaban perecía. Si cierro los ojos puedo mirar aquellas flores marchitas de largos tallos podridos, árboles que jamás dieron frutos dulces, rosas que no dieron jamás botón, ramas hambrientas y raíces sedientas. Puedo oler la sequedad y el polvo que se fueron comiendo todo, ladrillos, maderas, mosaicos, corazón, piel, incluso aquello que no debiera ser devorado por nadie, esperanza.
Tuvieron que pasar mil cosas y bastantes años para que me llegara algo de madurez y aceptara al fin, que por más cemento fresco que pusiera sobre aquellos muros todos los fines de semana, ese lugar era absolutamente inhabitable. Las notorias grietas del suelo se abrían cada vez más, por más tierra nueva que depositara en ellas. Comprendí que si no crecía nada en aquel jardín era porque la tierra era infértil, que aún sembrando semillas cada día y prodigándoles todos los cuidados jamás pasaría por ahí la primavera.
Tengo presente en mi memoria de manera muy vívida cuando tomé mi suéter feo para largarme de aquel sitio, la sonrisa que se quedó bordada en mi rostro de manera permanente cuando supe que no eran mis manos, no era ninguna maldición, no soy el Rey Midas… pensé.
Abrí aquella puerta desvencijada y miré por última vez la mesa coja. La luz de afuera era lo más hermoso que mis ojos hubiesen visto, me maravillé como una pequeña por las nubes blancas, el pasto verde que crecía más allá; el calor del sol bañó mi piel, mi vestido sucio y mi cabello largo echo nudos.
¿Como podría volver ahí? Adonde nunca pertenecí. Donde no pude ser yo.
Ahora en silencio, me siento y recuerdo la mochila que viene sobre mi espalda con algún peso, un peso que realmente no me molesta, ni siquiera ese par de cosas porque…¿sabes? tal vez no están de más, están ahí por que es ahí donde deben estar; guardadas en donde ni yo puedo sacarlas porque no hace falta, pero presentes para que mi espíritu no olvide y recuerde, y se escuche y se hable y se diga siempre que haga falta “No construyas paredes, vive en un árbol”.
5 Comentarios
Seguro que ese trabajo no fue en vano. Bello escrito. Me transmitió emociones profundas.
ResponderEliminarAbrazos
Suelo pensar que las cosas se van haciendo en el camino, apresuradamente, bajo cierta presión, adaptándose a las circunstancias móviles, a los afectos escurridizos...
ResponderEliminarLos mismos nidos de los pájaros. Ponen tanto trabajo en ello, miles de miles de horas-pájaro, y muchas veces, antes de terminarlos o habitarlos, viene un vientecito juguetón y ¡zas! que todo se va al precipicio.
No sé cuál será la impresión del pájaro que ve su nido estrellado. No sé si llorará internamente, si tendrá algún trino propicio para expresar la desolación. Pero lo claro es que al rato vuelve a juntar ramita por ramita y a gastar miles de horas-pájaro en reconstruir su nido.
Emotivo y hermoso escrito.
Un fuerte abrazo
Las flores son caprichosas.
ResponderEliminarMe encantó.
No sé si se podrá sacar algo de la mochila. Quizá simplemente nos acostumbramos a llevar tanto peso.
ResponderEliminarUn escrito liberador, aunque aprieta la garganta.
Saludos
Si un lugar deja de sernos conveniente o acogedor hay que migrar. Si un recuerdo asociado a malos sentimientos nos hostiga y hostiliza constantemente hay que empujarlo al abismo del olvido.
ResponderEliminarSí, se dice fácil pero es muy difícil de lograr. Hay que tratar y morir en el intento porque la vida se pasa, camina ligerito y si no apuramos el paso.. fuimos. Queda tiempo para seguir siendo y estar, siempre hay tiempo de partir y cambiar.
Me encantó, un abrazo.