Me encantaba Shirley. Era morena y delgada. Llevaba sus cuarenta años con envidiable entereza. La veía cada dos por tres, no era habitual que estuviese en el hotel. Esa tarde me recibió con un beso feroz, abruto y afectuoso. Ella ni se imaginaba el instante que me regalaba. El roce de sus cabellos castaños, el encuentro de sus firmes senos contra mi pecho y su aroma a menta se fijaron en mi mente. Estaba de pasada para presentarme a su padre, que era el administrador general.
Barletta era bajo, vulgar y nada atractivo. Vestía como tipo que limpia las mesas en el barsucho de la esquina, y por su forma de hablarme percibí su escasa formación académica. Era un milagro que aquella hermosa mujer descendiese de un ser tan tosco. Mi extrema cortesía y mi verborragia, que imponía una infranqueable distancia entre ambas existencias, le dejó claro a mi jefe que de mí no obtendría nada más que una eficiente empleada.
En no más de cinco minutos me explicó que lo vería seguido y que en caso de urgencias sería a él a quién debía acudir. Tomé notas mentales de sus directivas y lo saludé con indiferente cortesía. Tal sería la marca de nuestra relación desde entonces. Lo vi perderse entre las habitaciones del primer piso buscando a Inés. No me extrañó. Desde mi trabajo en el hotel vecino estaba al tanto de las relaciones que unían a la mucama principal con el jefazo.
Desde entonces fui testigo de las mil y una andanzas de Barletta. Sus funciones, muy lejos de las enunciadas, se limitaban a pasar a buscar la recaudación todas las tardes. De las ocasiones en que necesité de su auxilio, sólo acudió cuando el asunto implicaba dinero. Del resto se evadía olímpicamente obligándome a tener que amañarme para desatascar ascensores, cubrir gastos inesperados devenidos de los artefactos que malfuncionaban, contratar cerrajeros, dar partes policiacos cada vez que un turista regresaba atracado en la gran ciudad y lidiar con borrachos y enfermos mentales que pretendían dormir en una de las incómodas camas de ese antro que llamaban Hotel Tandil.
Las veces que más hablábamos era cuando había que cobrar. Mi condición de empleada en negro -ilegal, inexistente para el sistema laboral- hacía del proceso algo turbio que al principio me molestó pero que luego supe emplear como elemento de presión. Al poco tiempo terminé siendo la que daba el primer paso hacia el aumento de sueldo conforme a lo que sucedía a nivel sindical. Por esa actitud me gané algo del respeto de mis compañeros de turno, lo que en sí no era gran cosa considerando que el arribismo era cualidad humana de aquellos que me acompañaban en esas 10 horas de trabajo.
Jugando con su larga colita de pelos mal teñidos, Barletta, murmuraba antes de autorizarme a retirar mi paga. La falta de dinero, lo mal que andaba el negocio, era siempre la excusa para posponer un día más. Qué absurdo, sus mentiras y dilaciones no tenían ningún sentido puesto que era yo quien hacía los ingresos diarios y a la que otro de los jefes obligaba a cobrar por anticipado todas las estadías de los turistas procedentes de Europa.
Visto desde mi actual trabajo, tan mísero como el otro, pero sin un jefe que me sople el cuello cada día, haber sobrevivido a todo lo que me demandaba cuidar de más de cincuenta habitaciones superpobladas por visitantes del primer mundo fue un milagro de las mismas proporciones que la ineptitud y el autismo de los que lo manejaban.
Cómo luchar contra la corriente, no lo pensé ni lo planeé, me salió del alma el amor por la vida y sobevivirme día a día. Desde las 11 de la mañana que partía de casa hasta la medianoche, hora en que solía llegar por la ineficiencia del transporte urbano de pasajeros de provincia a capital federal, mi meta era poder tomarme una taza de leche con cereales muy dulce e irme a dormir tranquilamente.
El único día en que Barletta me mostró los dientes y dejó de lado su colita para dirigirse a mí fue cuando le llegó una notificación del Ministerio de Trabajo de la Nación para exigirle que pusiera en regla a sus trabajadores. Inmutable, escuché toda su perorata y sus acusaciones. Intentaba arrancarme alguna que otra lágrima atentando contra mi buena fe diciendo que había mordido la mano que me daba de comer.
Si bien era cierto que ellos habían desoído sistemáticamente mis pedidos por efectivizarme en un trabajo en el que llevaba más de dos años, no había sido yo quien hizo la denuncia. Quién fue nunca lo supe, sospechaba de mi gran amigo Eduardo Posse que siempre había querido para mí un mejor trabajo o el viejo bicho del primer piso que me odiaba y que daría cualquier cosa por sacarme de ahí. Lo cierto es que ese giro en el curso monótono y rutinario de mis días en el hotel llegaron a su final. De esa situación incómoda salió un as de espadas para ganar la partida.
A los pocos días dejé de trabajar, pese a que el resto de los jefes creyó en mi versión de lo absolutamente casual de la visita de los agentes del ministerio, Barletta dio rienda suelta a su mal genio conmigo y eso se tradujo en una carta documento en que me daba por despedida y les iniciaba acciones legales del tipo laboral.
El proceso fue corto. De los entretelones de mi jugada me enteré cuando pasé a despedirme de mi compañero de la noche una tarde cualquiera. Pronto la mediación me permitió hacerme de una suma de dinero para empezar mi propio negocio en casa de mis padres. Estaba decidida a partir de Buenos Aires rumbo a Corrientes. Regresaba al seno de mi madre para pasar un tiempo de paz y trabajo con esfuerzo pero sin presiones.
Para entonces y desde antes sabía que no era capaz de ser parte del mercado laboral como el resto de los jóvenes. Incluso me estaba poniendo algo vieja para la competencia descarnada por un puesto de trabajo respetable. Me conformaba para tener con qué comer, estaba dispuesta a moderar mi carácter para que no me jodieran mucho y en lo que quedaba de cada día hacer lo que me diese en gana.
Para entonces ya me había planeado una vejez simple y a mi manera. No sé si será cobardía, conformismo o qué. Es lo que hay y con lo que me siento cómodamente feliz y con tiempo para no perderme en un mundo en que no me sentía a gusto. Los universos que deseaba conquistar, mis ambiciones, no requerían sacrificar toda mi existencia en un trabajo puntual.
Al salirme del lobby del hotel sentí con placer el olor a menta que despedían los bombones que comían unos israelíes junto a la puerta. De repente se vino a mi mente el abrazo de Shirley a quién no volví a ver nunca más después de aquel mediodía en que me presentó a mi jefe. Una lástima no volver a contemplar y sentir su frescura antes de partir, pocos espíritus transmiten esa sensación de libertad. Ella hubiese sido una explendida jefa pero su vida transcurría fuera de ese antro, ella sólo estaba de paso.
Barletta era bajo, vulgar y nada atractivo. Vestía como tipo que limpia las mesas en el barsucho de la esquina, y por su forma de hablarme percibí su escasa formación académica. Era un milagro que aquella hermosa mujer descendiese de un ser tan tosco. Mi extrema cortesía y mi verborragia, que imponía una infranqueable distancia entre ambas existencias, le dejó claro a mi jefe que de mí no obtendría nada más que una eficiente empleada.
En no más de cinco minutos me explicó que lo vería seguido y que en caso de urgencias sería a él a quién debía acudir. Tomé notas mentales de sus directivas y lo saludé con indiferente cortesía. Tal sería la marca de nuestra relación desde entonces. Lo vi perderse entre las habitaciones del primer piso buscando a Inés. No me extrañó. Desde mi trabajo en el hotel vecino estaba al tanto de las relaciones que unían a la mucama principal con el jefazo.
Desde entonces fui testigo de las mil y una andanzas de Barletta. Sus funciones, muy lejos de las enunciadas, se limitaban a pasar a buscar la recaudación todas las tardes. De las ocasiones en que necesité de su auxilio, sólo acudió cuando el asunto implicaba dinero. Del resto se evadía olímpicamente obligándome a tener que amañarme para desatascar ascensores, cubrir gastos inesperados devenidos de los artefactos que malfuncionaban, contratar cerrajeros, dar partes policiacos cada vez que un turista regresaba atracado en la gran ciudad y lidiar con borrachos y enfermos mentales que pretendían dormir en una de las incómodas camas de ese antro que llamaban Hotel Tandil.
Las veces que más hablábamos era cuando había que cobrar. Mi condición de empleada en negro -ilegal, inexistente para el sistema laboral- hacía del proceso algo turbio que al principio me molestó pero que luego supe emplear como elemento de presión. Al poco tiempo terminé siendo la que daba el primer paso hacia el aumento de sueldo conforme a lo que sucedía a nivel sindical. Por esa actitud me gané algo del respeto de mis compañeros de turno, lo que en sí no era gran cosa considerando que el arribismo era cualidad humana de aquellos que me acompañaban en esas 10 horas de trabajo.
Jugando con su larga colita de pelos mal teñidos, Barletta, murmuraba antes de autorizarme a retirar mi paga. La falta de dinero, lo mal que andaba el negocio, era siempre la excusa para posponer un día más. Qué absurdo, sus mentiras y dilaciones no tenían ningún sentido puesto que era yo quien hacía los ingresos diarios y a la que otro de los jefes obligaba a cobrar por anticipado todas las estadías de los turistas procedentes de Europa.
Visto desde mi actual trabajo, tan mísero como el otro, pero sin un jefe que me sople el cuello cada día, haber sobrevivido a todo lo que me demandaba cuidar de más de cincuenta habitaciones superpobladas por visitantes del primer mundo fue un milagro de las mismas proporciones que la ineptitud y el autismo de los que lo manejaban.
Cómo luchar contra la corriente, no lo pensé ni lo planeé, me salió del alma el amor por la vida y sobevivirme día a día. Desde las 11 de la mañana que partía de casa hasta la medianoche, hora en que solía llegar por la ineficiencia del transporte urbano de pasajeros de provincia a capital federal, mi meta era poder tomarme una taza de leche con cereales muy dulce e irme a dormir tranquilamente.
El único día en que Barletta me mostró los dientes y dejó de lado su colita para dirigirse a mí fue cuando le llegó una notificación del Ministerio de Trabajo de la Nación para exigirle que pusiera en regla a sus trabajadores. Inmutable, escuché toda su perorata y sus acusaciones. Intentaba arrancarme alguna que otra lágrima atentando contra mi buena fe diciendo que había mordido la mano que me daba de comer.
Si bien era cierto que ellos habían desoído sistemáticamente mis pedidos por efectivizarme en un trabajo en el que llevaba más de dos años, no había sido yo quien hizo la denuncia. Quién fue nunca lo supe, sospechaba de mi gran amigo Eduardo Posse que siempre había querido para mí un mejor trabajo o el viejo bicho del primer piso que me odiaba y que daría cualquier cosa por sacarme de ahí. Lo cierto es que ese giro en el curso monótono y rutinario de mis días en el hotel llegaron a su final. De esa situación incómoda salió un as de espadas para ganar la partida.
A los pocos días dejé de trabajar, pese a que el resto de los jefes creyó en mi versión de lo absolutamente casual de la visita de los agentes del ministerio, Barletta dio rienda suelta a su mal genio conmigo y eso se tradujo en una carta documento en que me daba por despedida y les iniciaba acciones legales del tipo laboral.
El proceso fue corto. De los entretelones de mi jugada me enteré cuando pasé a despedirme de mi compañero de la noche una tarde cualquiera. Pronto la mediación me permitió hacerme de una suma de dinero para empezar mi propio negocio en casa de mis padres. Estaba decidida a partir de Buenos Aires rumbo a Corrientes. Regresaba al seno de mi madre para pasar un tiempo de paz y trabajo con esfuerzo pero sin presiones.
Para entonces y desde antes sabía que no era capaz de ser parte del mercado laboral como el resto de los jóvenes. Incluso me estaba poniendo algo vieja para la competencia descarnada por un puesto de trabajo respetable. Me conformaba para tener con qué comer, estaba dispuesta a moderar mi carácter para que no me jodieran mucho y en lo que quedaba de cada día hacer lo que me diese en gana.
Para entonces ya me había planeado una vejez simple y a mi manera. No sé si será cobardía, conformismo o qué. Es lo que hay y con lo que me siento cómodamente feliz y con tiempo para no perderme en un mundo en que no me sentía a gusto. Los universos que deseaba conquistar, mis ambiciones, no requerían sacrificar toda mi existencia en un trabajo puntual.
Al salirme del lobby del hotel sentí con placer el olor a menta que despedían los bombones que comían unos israelíes junto a la puerta. De repente se vino a mi mente el abrazo de Shirley a quién no volví a ver nunca más después de aquel mediodía en que me presentó a mi jefe. Una lástima no volver a contemplar y sentir su frescura antes de partir, pocos espíritus transmiten esa sensación de libertad. Ella hubiese sido una explendida jefa pero su vida transcurría fuera de ese antro, ella sólo estaba de paso.
7 Comentarios
Shirley y Barletta, dos personajes bien delineados que se suman a esta enorme galería humana que hemos literaturalizado en Plumas Hispanoamericanas.
ResponderEliminarCada imagen, cada acción es plenamente reconocible. Las relaciones laborales son conflictivas en todos lados.
Empieza y culmina su relato con un sutilísimo toque erótico existencialista.
Me alegro de que haya tenido la valentía de buscar su propio destino, a su manera, ser en definitiva dueña de su vida.
Excelente narración.
Un abrazo grande mi querida Lorena.
Envolvente historia señorita Lorena.
ResponderEliminarSeguro que lo que vio y escuchó en ese hotel dan para contar muchas otras historias.
Un abrazo
Raúl
Que bien hace leerte, Lorena.
ResponderEliminarQue bien hace leerte, Lorena.
ResponderEliminarEntretenido relato. Las visicitudes laborales dan para escribir novelas.
ResponderEliminarAbrazos!
A veces el dicho "de tal palo tal hija" no tiene sustento.
ResponderEliminarLimpia evocación Lorena, con un leve toque erótico-lésbico.
Saludos
Ante todo la libertad de elegir. Casi siempre es lo más difícil de conseguir.
ResponderEliminarFelicitaciones Lore. Excelente historia.