Armando Normand, un monstruo cochabambino en el Putumayo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Joaquín, mi padre, me comentaba en la mañana acerca de El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa. Le parece un libro valioso, aunque algo pesado a veces. Luego de hablar sobre el Congo, aquella desmedida alucinación y tamaño crimen de la irresponsabilidad, el racismo y la ignorancia europeos, pasamos a la Amazonía, a la investigación de Roger Casement acerca de los desmanes de los caucheros en la región del Putumayo.

No he leído El sueño… Lo haré en algún momento. Supe de Roger Casement primero en las páginas de D’Artagnan, revista argentina con clásicos del comic por el talentoso Robin Wood, en alguna secuencia de la Primera Guerra Mundial. Hace poco, en la biografía de Tim Pat Coogan sobre Michael Collins, supe detalles del maltrecho complot de los nacionalistas irlandeses contra el yugo británico, a través de la participación alemana, asunto que llevó a Casement a la horca, a pesar del pedido de clemencia hecho por intelectuales y que Joseph Conrad, amigo y compañero de viaje en el río Congo, se negó a firmar.

Cuenta mi padre que entre los años de 1938 y 1942, más o menos, escuchó a su padre, Armando Ferrufino Camacho, en charla con un conocido acerca de cierto boliviano que “había regresado del Putumayo”. Se trataba de Armando Normand, la bestia asesina a cargo de la estación cauchera de Matanzas en la primera década del siglo XX, nacido en Cochabamba en 1880 (mi abuelo nació el 79) y que según la excelente y espeluznante monografía de Carlos Páramo Bonilla (Universidad Externado de Colombia-Bogotá): “Un monstruo absoluto”: Armando Normand y la sublimidad del mal, 2008, extraída en parte de los Diarios Negros de Sir Roger Casement, manejaba un imperio de terror en la jungla del Putumayo, con escenarios de crimen que envidiarían los verdugos nazis. Normand, venido de acuerdo a su propia confesión consignada en A Criminal’s Life Story/The Career of Armando Normand, del aventurero inglés Peter Mac Queen, de una familia “que fue de las primeras en la provincia de Cochabamba”, de padre peruano y madre boliviana, es mencionado en la novela de Vargas Llosa como uno de los peores, sino el peor, de los que ejercían su arbitrio sobre las poblaciones indígenas de la zona.

Páramo Bonilla escribe que hubo un juicio, previa cárcel, al que se sometió a Normand por las denuncias de Roger Casement en Londres. Antes, Normand prosigue con su relato de vida, “De allí fui a Manaos, Buenos Ayres, Valparaíso y luego a Antofagasta en donde por dos años me dediqué a vender sombreros de Panamá”. Alega desconocer las imputaciones en su contra, viaja a Ecuador, retorna a Cochabamba donde comercia con caballos chilenos, y, al parecer, es entregado por el gobierno boliviano para su juicio en Iquitos. Lo liberan, sale hacia el Brasil y de acuerdo al monografista se pierde su rastro para siempre, rastro que encuentro casualmente, en una conversación literaria con papá, y que se desconoce, en parte, seguro, porque y principalmente en esa clase social, se encubre, y sin duda justifica, horrores de clase y de raza semejantes.

Se conoce la fascinación que producen tales individuos. Alguien cuyo nombre se me escapa, entre los muchos citados en el texto universitario, relata que mientras Normand comía, sus esbirros azotaban a los indígenas y la sangre salpicaba los platos del capataz. Me recordó el grabado alemán del XVI en la que Dracul, conde de Transilvania, almuerza lloroso en el momento en que sus servidores empalan y despedazan prisioneros sajones. Vicky Baum, la escritora austríaca, describía al personaje en su libro El bosque que llora, donde Normand es llamado “El boliviano”. Así en muchos textos de ficción se materializa el monstruo de Matanzas.

La monografía del autor colombiano no se centra en la descripción morbosa del sujeto y sus actos. Trashuma en fascinante recorrido, las posibilidades de que Casement, de haberse quedado en el Putumayo, hubiese tal vez resultado otro Normand. Asocia a ambos con el Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Conrad. Sus asociaciones literario psicológicas son de gran interés, explicativas de la relación de frontera que es la selva entre el blanco y el indio, el civilizado y el bárbaro, dicotomías que por lo usual conllevan en sí trágicos elementos. Estudia además las manifestaciones perversas en contextos colectivos, Eichmann durante el nazismo, por ejemplo, para lo cual recurre al ya clásico texto de Hannah Arendt sobre Eichmann en Jerusalén. Para el autor de la Solución Final, su inocencia no era cuestionada. Como sin duda no lo fue para Armando Normand y los intereses del gran capital cauchero a quienes representaba, en otro contexto por supuesto y con violencia extrema de primera mano que no existió en los anales del burócrata alemán.

Subyuga, a pesar de que a veces suela tornarse aterrador, cómo se entretejen los hilos. Vargas Llosa lleva a mi padre a cierta rememoración de su infancia, Michael Collins me arrastra a Casement, éste a Conrad, Conrad a Kurtz, Kurtz a Normand y así. Incluso Bonilla alude a un Armando Normand, posible padre del genocida, en archivos del congreso boliviano, indultado luego de prisión, en Bolivia, por el asesinato de un tal Cleómedes Ferrufino, nombre que relacionamos con alguna parentela. Supongo que ahora me veo obligado a leer al último Nobel, otra vez. Parece que su temática casi de denuncia en el pretexto de un diplomático del Imperio, lo merece. Por cierto me ha recordado esto unos rones compartidos en la terraza del Hotel Presidente de La Habana, con Roberto Burgos Cantor y Eduardo Becerra, conversando acerca de José Eustasio Rivera, autor de La Vorágine –en las caucheras del Putumayo-, cuyas líneas iniciales rezan: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.


21/2/2011
Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 27/2/2011
Imagen: Indígenas caucheros del Putumayo

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5 Comentarios

  1. Hace poco leí, no recuerdo dónde, que nadie es malo, porque todos creen hacer lo correcto, incluso Hitler, incluso el Likud, o Hamas, o Sadam Hussein, o George Bush. Pinochet se veía a sí mismo como un salvador, una especie de hombre santo destinado a una acción histórica loable como lo era desterrar el cáncer marxista en Chile.

    ¿Dónde anida entonces el mal? ¿En cuántas dimensiones podemos analizarlo? He asesinado miles de zancudos creyendo hacer el bien, creyendo hacer más vivible el espacio de los míos. Luego volveré sobre esto. recuerdo que Hobsbawm empieza su Historia del Siglo XX rechazando frontalmente la frase "Comprenderlo todo es perdonarlo todo".

    En fin, seguiré en el tema. Me interesa mucho. El aporte de tu padre es clave, una madeja a desenrollar.
    Veré que encuentro en la historiografía de mi país. Algo debe haber.

    Saludos cordiales, amigo Claudio.

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  2. Saludos, Jorge. Un tema amplio, controversial, porque el asunto del bien y el mal, aunque básico a toda cultura, tiene matices aceptables para unos, imposibles para otros.
    Hasta hora no he leído El suenò del celta, pero sí releído El corazón de las tinieblas, un libro de alcance universal. El rescate que el ensayista colombiano hace de Kurz es puntual en mi opinión al hablar de Normand y una cruel cáfila de caucheros. Las profundidades del mal. Abrazos.

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  3. Raúl de la Puente9/12/12

    Dos bestias de maldad chilenas: el coronel Krassnof Marshenko (hijo de cosacos que escaparon de los bolcheviques) y Osvaldo Romo, dirigente obrero infiltrado. Ambos, responsables de la tortura, muerte y desaparición de miles de personas. Y fue hace muy poco. La maldad sigue muy presente.

    Saludos

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  4. Sigue, Raúl, muy presente. No conozco a esos persnajes. Gracias por la referencia; me informaré. Saludos.

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  5. Magnífico recordatorio, querido Claudio, incluso oportuno, ya que también recordamos la Comedia de Dante y lo que ella conlleva. El infierno es permanente. Te abrazo.

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