ROBERTO BURGOS CANTOR -.
En la mayoría de las ocasiones las mujeres que despiertan en los hombres el sentimiento secreto de un imán irresistible, son lo que llaman muchos comprometidas, y las abuelas denominan ajenas. Se trata de una atracción innombrable cuya descripción escapa, ni deseo ni enamoramiento, a los encuentros que la literatura recrea o alguien, sorprendido, cuenta a los amigos para desentrañar el enigma.
Es probable que el encuentro en el tren de Ana Karenina con un militar y la poderosa indagación de Tolstoi en los azares del alma y las fuerzas arriesgadas de la pasión, hayan marcado para siempre con la advertencia de la desgracia toda aventura amorosa, si de amor se trata, que trastorne los pactos sociales o sacramentales que atan la vida de los seres humanos a un destino sin desvíos.
Sin embargo hay una circunstancia no explorada y que a lo mejor quedó extraviada en los sueños y percepciones del surrealismo o del sigiloso acontecer de la vida de cada quien, tan importante, y que se refugia en una invisibilidad producto de su diferencia, de la ausencia de huellas. Las huellas: rastro en la brecha de lo que alguna vez fue.
La característica de esta circunstancia consiste en que las nociones de comprometida y ajena no alcanzan a surgir.
Es probable que el poder de la experiencia, si de experiencia se trata, esté fortalecido en la insurgencia del instante. La maravilla que no requiere nombre, ni pasado, ni anuncio de porvenir y que esta ahí para ser acogida, vivida, descuidada o rechazada por el miedo a lo que no se ha conocido.
La sensación, cuando aparece este misterio de la vida y de insatisfacción ante la muerte, es innombrable. El tiempo, soportado hasta ahora como sucesión, momentos de imágenes que alegran el acabamiento que son los días y la leve desdicha que son los olvidos, irremediables con su dolor sin nombre, se hace invisible, desaparece su duración o reloj.
Nadie prepara la existencia para lo inesperado. Lo que un día tras una noche aloja en el alma, poco a poco permite vislumbrar lo incompleto, lo que no fuimos capaces de entender, y al fin la idea de que la brevedad de la vida carga la injusticia de no concedernos la solución a la ansiedad de su entendimiento.
Entonces se está indefenso ante lo nuevo. Nuevo por pasar desapercibido ante un mundo y sus seres que cambian sin cesar y se aleja sin aviso de las normas, reglas, imposiciones humanas.
Así la otra tarde. La mujer que atiende la recepción de la odontóloga que cuida mis dientes recién empezaba su oficio. Al llegar a la cita me saludó con las convenciones. Señor, don, doctor. Es de suponer que el doctor surgía de los lentes, no tenía corbata ni vestía de un sólo color. Descubrí en sus labios una herida leve, marca de un beso o rastro de vampiro ansioso.
Al salir me llamó por mi nombre, sonriente. Me acorde del surgimiento de la confianza en el Caribe. Se acortan los protocolos y el nombre recortado suena a cariño. El desconcierto surgió al decirme que me acompañaba a la entrada donde estacioné el automóvil. Mientras abría la puerta ella se detuvo y me recordó la siguiente cita. Y se quedó allí. Allí, donde no supe darle un abrazo.
Imagen: Keira Knightley interpretando a Anna Karenina
Imagen: Keira Knightley interpretando a Anna Karenina
2 Comentarios
Lo inesperado inquieta, sobresalta, altera, enloquece. Cuántas Annas andarán dando vueltas por el mundo, todas somos un poco Ana. Es esencia de la mujer ser ineperada, inquieta y por lo tanto alterar y enloquecer.
ResponderEliminarHermoso texto
No creo que haya mujeres que despierten pasiones prohibidas, contradictorias o imprudentes. En todo caso son los ojos de los hombres los que estando en situación comprometida incurren en ciertos deslices. Leí Anna Karenina cuando era adolescente y me marcó.
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