Un hombre huye.
Huye por el medio de la nada; huye a través de un salar.
Sus motivos poco importan pero él los acaricia: sabe que son suficientes y, sobre todo, sabe que valen las circunstancias por las cuales atraviesa ese mar brillante y cuajado.
Un salar es un monstruo blanco, es un pulpo de mil albas manos que buscan atrapar a quien se atreve.
Del otro lado, cruzando la línea de los volcanes, están el mar y los amparos, están la dulce Raquel y un barco a Panamá o, con suerte y duros de plata, dólares, patacones o lo que fuera, a San Francisco. O están los cateos de cobre en Copiapó, por los lados de Puma Herido, que heredó de su tío Arsenio, ese que fue guerrero, diputado, taita de esas tierras bravas donde además ejercía de filósofo e incluso de poeta. O, en fin, más allá de los volcanes, está esperándolo una borrachera como los dioses mandan para restablecer el juicio, cargar los dados al azar, rejuvenecer, olvidar. Olvidar, sobre todo: tanta sal, tanta acechanza que lo rodea por todas partes.
Adelante están los volcanes, otra patria, la vida. Adelante está el recuerdo de ese tío bribón e indomable, las caricias de su amada o los burdeles de Sacramento. Atrás, se supone, va quedando la muerte. Se supone: el hombre que huye monta un imponente alazán que parece volar por el mar de sal. Parece querer pisar con sus cascos esos tentáculos transparentes que buscan asirlos.
Bestia y jinete son un punto en la inmensidad; bestia y jinete se funden con la inmensidad; bestia y jinete son la intensidad de esa inmensidad: pero ni todos los motivos del mundo ni la fuerza del animal, ni el calor de la vicuña del poncho, ni la elegancia de la silla de montar, ni siquiera la sangre seca en la hoja del puñal del hombre ―ni el recuerdo de Raquel― pueden contra esa infinita inmensidad del salar que recorren y recorren sabiendo que la noche llega.
Y la noche llega.
Y el destino, que acecha.
Adelante, los volcanes se oscurecen. Se sacuden con un último beso que parece de oro. Atrás, sopla la muerte. A veces, es un viento que arrastra penas ajenas. A veces, el hombre siente que son las propias pero espolea al caballo y prosigue y sin interrumpir el vuelo del corcel que brilla con el último vestigio de sol, saca de su chaqueta una petaca y la empuja, a raudales, generosa.
La ginebra agrega coraje.
Se sabe: la ginebra lo procura, aún para aquellos que lo derrochan.
El hombre entrecierra los ojos y busca ver claro por delante: ¡Guay que el Toro Negro que merodea las cumbres se le aparezca! Si los monstruos de la puna lo secuestran, le quitan el aliento y el semblante, no podrá cruzar, no llegará, nunca terminará de atravesar la sal: llegar, cruzar, volver a un lugar de donde nunca debió partir y al cual nunca llegará desde el sitio del cual partió para arribar a ninguna parte... O quien sabe.
Se acabó la ginebra.
Cuando la luna se encarama, bestia y jinete ya son inmensidad.
El viento gime, la sal se revuelve y trona, las estrellas brillan, altivas y capaces de cualquier hazaña: espléndidas.
El caballo toma un atajo rumbo al cielo.
Desaparece.
Queda la sal.
Queda el destino.
Señalado.
Eterno.
Blanco.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 12 de mayo de 2013
1 Comentarios
prosa poética, hombre mirando al horizonte, a la nada
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