ENCARNA MORÍN -.
Suponía que el día de hoy llegaría más tarde o más temprano. Sin embargo, no dejó de tomarle por sorpresa. Había estado trabajando en una propuesta para llevar a la asamblea. Eran casi las doce cuando se fue a la cama, en su cuarto de prestado, nunca mejor dicho.
Arribó a esta casa dos meses atrás invitado por unos amigos. Entre todos pretendían arreglar las injusticias del mundo. La confortabilidad consistía en reciclar muebles y objetos que otros habían desechado o ya no necesitaban.
Ya no era el edificio abandonado y casi derruido que rebosaba estiércol de paloma por todos lados. Antes de que ellos llegaran, las palomas vivían a sus anchas en todo el recinto de cuatro plantas. Ahora era un centro cívico que acogía a los sin techo.
La playa estaba cerca y allí podían practicar sus juegos, malabares y canciones, que era una forma de pasarlo bien y ganarse la vida al mismo tiempo.
Oyó gritos y sirenas. Primero se dijo que debía ser una mala pesadilla, pero el tipo que abrió bruscamente la puerta llevaba uniforme y un arma en la mano.
Al fondo oyó mas gritos, el niño de Candela llorando al tiempo que preguntaba a su mami que pasa, que pasa mami, pero que es lo que pasa. Cristales rotos, los polis dando voces, los vecinos en las ventanas… ahí supo que había llegado la hora.
Tenían que abandonar el edificio cuanto antes. La cara del sargento no dejaba lugar a dudas. De orden judicial mejor no hablar. A la puta calle, que no es tu casa, o si lo es saca los papeles. Eso decía el poli, y otros tantos, que no pensaban discutir, ellos eran unos mandados, cumplían órdenes y punto. Cierra la boca o te voy a tener que amonestar por desacato. Y dame la documentación que tenemos que levantar acta de todos los que andan por aquí. Los niños también por supuesto. El lisiado que se tome con calma el bajar la escalera, pero lo queremos en la calle ya mismo. Pueden recoger sus trastos, total no serán grandes cosas. Esta casa va a ser tapiada en media hora y si se viene abajo no es problemas de ustedes, así que van saliendo y no lo vuelvo a repetir.
Así fue como supo que no era un mal sueño, el día había llegado. Se dispuso a coger la cajita de las fotos, el saco de dormir y sus zapatillas de repuesto, casi tan desconchadas como las nuevas. En la mochila se aseguró de colocar a buen recaudo su herramienta de trabajo: las mazas para hacer malabares. Era muy bueno y habilidoso, unas cuantas horas en el semáforo le daban algo de dinerillo que luego cambiaba por comida. No necesitaba pedir limosna ni aceptarla, con dos buenos brazos para trabajar. Uno de los principios que todos compartían en la casa.
La mala hora llegó de forma sorpresiva, por más que supiera que estaría al caer. Le pilló en bolas y en la cama. El calor sofocante y el cuerpo medio acalorado por el sol le habían dejado planchado encima de su colchón. Ahí entró Sam, angustiado por el tema de los papeles y la policía. No le iban a repatriar hasta Israel, eso seguro, pero el miedo a ir a ese lugar que llaman centro de extranjeros y que en realidad es una cárcel pura y dura, le aterrorizaba. Manuel le dijo que se escondiera en el baño y allí quedó por un rato. En la segunda ronda le pillaron.
Consternado, como todos los habitantes de El Palomar, Manu sacó lo que pudo y le dio por increpar a los polis. Tomaron sus datos y le instaron a presentarse al día siguiente para prestar una declaración en regla. Abajo en la calle todos estaban aturdidos. Fue el último en salir emulando sin querer al capitán de un barco en altamar a punto de naufragar. De pronto sintió que le había faltado algo por hacer. Pero solo le dio por llorar de rabia abrazado a Charly, al tiempo que un reportero captaba la imagen. Por un instante le pasó por la cabeza el temor de que esa fotografía viajara y llegara a manos de su madre. No quería preocuparla, sobre todo porque él estaba en la vida que había elegido.
Caminó hacia la playa quedándose con algunos por los alrededores de la casa. Verla a lo lejos sitiada le daba un poco de pena, algo de nostalgia y hasta la tristeza de saber que ésta era una de esas definitivas despedidas. Una más de tantas, pero en este preciso momento dolía intensamente.
Ni ganas de trabajar, ni siquiera hambre. Una especie de cansancio le vino de golpe y le derrumbó por todo el día.
En el momento en que la furgoneta de los polis se iba de relevo y pasaron a su lado salió su rabia cargada de dolor y les gritó increpándoles, les llamó colaboracionistas, le preguntó cómo iban a contar a sus hijos que ganaban su sueldo, volcó su rabia a sabiendas que ellos también eran almas presas en sus vidas y que su familia tampoco había elegido echarles a la calle aquella fatídica madrugada.
A Marcel le dio por arrojarles el trozo de pan que comía en ese instante. La imagen era al menos rocambolesca: arremeter a “panazos” contra una furgoneta blindada de la policía. Ahí fue cuando los tipos se pararon y le pidieron que les acompañara. Le condujeron entre dos sujetándole por los brazos. Mientras le tomaban los datos personales, una vez más, Manuel les pidió comprensión. Que le habéis echado de su casa y ahora está en la calle, por favor comprended que está dolido y enfadado. Y si es tu casa, dónde están las escrituras, a ver muéstralas y si lo haces te dejo en paz.
En ese momento miró hacia el cielo y el suelo que pisaban y solo le dio por soltar un grito de rabia ¿Y el suelo que pisas es tuyo, y el aire que respiras es tuyo, y el mar en el que te bañas es tuyo, y la lluvia que caía esta mañana y te acariciaba era tuya?
Ahí los agentes dieron la batalla por perdida y se fueron a comer, que ya era hora, tras una mañana movidita que había empezado casi a las cinco. No es que tuvieran nada en contra de estas personas ni a favor, es que era su trabajo. A veces se les revolvía el estómago sobre todo cuando era gente pobre que perdía su casa pobre también y ellos tenían que ser el brazo ejecutor. Pero tanto tiempo viendo tantas cosas, al alma se había arrinconado en algún sitio y apenas clamaba muy de tarde en tarde.
Camino de la playa, Manuel se sintió un espectador de su propia película. Le costaba asimilar lo ocurrido, pensaba más en todos ellos que en él mismo, en el amigo indocumentado, en los niños que les esperaban cada tarde para jugar y hacer malabares, en los gatos abandonados, a los que una ordenanza municipal prohibía dar comida bajo pena de multa, en las mañanas en su habitación del Palomar desde las que escuchaba el sonido del mar.
Ahora tocaba mirar hacia adelante una vez más. Pensaba en el futuro sin miedo y con esperanza deseando tener mucha fortaleza para ser capaz de cambiarlo y mejorarlo.
Este desalojo mañanero era un nuevo reto que afrontar. La solidaridad salía debajo de las piedras. Tenía muchos lugares a donde ir, los amigos se habían volcado en torno a él. Pero justo aquella noche quería dormir en su propio regazo, con las estrellas como techo y los sueños como almohada.
Fotografía: Kristhóval Tacoronte
13 Comentarios
Genial Encarna,un testimonio del sentir anónimo de muchas personas, protagonistas de una pesadilla provocada y calculada por alguien, que se frota las manos con lágrimas de otr@s...
ResponderEliminarQue triste y qué real. Es cuando uno se dice: Esto no debería estar pasando....
ResponderEliminarMaganífica utopía,El Palomar
ResponderEliminaruna vez más bello sueño roto
por el poder
por la codicia
por la misma España negra
muy negra
Por que es mía
solo mía
aunque no la quiera
de mía o de nadie
(por para eso es la propiedad privada)
Extraordinario colaborador, Kristhóval Tacoronte.
Muchas veces leyendo tus relatos....
me prometo volver algún día
Las Canteras...
la plaza de San Telmo(sus partidas de ajedrez)
y mi admirado y querido barrio de Vegueta que tanto me recuerda al de San Telmo en Buenos Aires.
Gracias,una vez mas,por tu amistad,Encarna.
José Manuel
Gracias, Encarna. Siempre con la piel en la pluma, Me ha encantado. Un abrazo
ResponderEliminarCon la piel el la pluma es lo más hermoso que me han dicho en mucho tiempo. Amigos y amigas, son un tesoro para mi. José Manuel, gracias a ti.
ResponderEliminarMuy emocionante, por un momento creí que estuviste presente durante el desalojo. Seguro que de alguna manera estabas allí. Me lo guardo de recuerdo.
ResponderEliminarPara mí ha sido una experiencia un tanto traumática. Me enamoré del Palomar y su gente la primera vez que estuve.
Ahora, casi una semana después, pienso que tenía que estar en ese momento para sentir toda esa impotencia. Ver como los sueños de muchos son pisoteados por los intereses de unos pocos.
Esto es como los virus, te hacen más fuertes.
Besos Encarna, me ha encantado conocerte.
Juani L.
Magistral este relato, Encarna, con detalles inolvidables en frases como "Se dispuso a coger la cajita de las fotos, el saco de dormir y sus zapatillas de repuesto, casi tan desconchadas como las nuevas. En la mochila se aseguró de colocar a buen recaudo su herramienta de trabajo: las mazas para hacer malabares." Seguimos a tu Manuel paso a paso, adivinando su rostro, su color demudada, su expresión que se ahonda y se talla en líneas que de un segundo a otro, de un desalojado a otro, pasan a arrugas y él se va hacienda un paisaje de desolación. El final lo engloba todo hasta el horizonte más lejano con este Manuel de centro hundido en la vorágine del desalojo pleno: "Tenía muchos lugares a donde ir, los amigos se habían volcado en torno a él. Pero justo aquella noche quería dormir en su propio regazo, con las estrellas como techo y los sueños como almohada." Gracias por compartir tu arte tan generosamente, tu alma generosa tan artísticamente.
ResponderEliminarGracias amiga por alentarme de esta manera a seguir escribiendo desde el corazón. Un abrazo.
ResponderEliminarmuchas gracias Encarna
ResponderEliminarUn relato bellamente triste. Mis respetos, querida Encarna.
ResponderEliminarMuy bueno, consigues que uno se sienta como si hubiera estado ahi y se indigne de la misma manera. Genial como siempre.
ResponderEliminarMaravilloso, emotivo, enriquecedor.
ResponderEliminarGracias.
La vida de los que viven fuera, por circunstancias o por puro asco hacia un sistema que se cae por su propio peso.
ResponderEliminar