Eran mediados de los años ochenta y recién ingresaba a la Universidad Técnica Federico Santa María. Sería ingeniero para, como cuenta Leónidas Lamborghini en “La experiencia de la vida”, ser “un hombre por añadidura”. Y no es que yo, al igual que el delirante narrador de aquel libro, hubiera querido ser ingeniero, sino que simplemente no tenía opciones. “Recíbete de ingeniero y serás un hombre. ¿Qué importa que lo seas primordialmente o por añadidura?”, son las palabras que le dice el progenitor al progenitado. Palabras que también creí escuchar de parte de mi progenitor. De más está decir que quería ser escritor, o no sé si eso, yo quería escribir, o ni siquiera escribir, yo quería ser Nicanor Parra o Gabriel García Márquez, y decir cosas inteligentes o aparentemente inteligentes. Con esas ansias ingresé a la educación superior. En otras palabras, no quería ser yo mismo, sino otro, alguien distinto a mí. Tal vez por eso acepté las palabras del orientador vocacional de mi colegio: “Estudia ingeniería y haz como Nicanor Parra: él enseña en la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile”. Esas palabras que coincidían con los deseos de mi padre me llevaron a esa carrera.
Pensé: no me será difícil, ya que me gustan las matemáticas. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que aparte de matemáticas habían otras materias para los que era un desastre: dibujo técnico y, en menor medida, física. Quise renunciar en septiembre de 1986, poco después del atentado a Pinochet. De hecho fui a buscar el papel para congelar o retirarme de ahí, no recuerdo bien, pero un amigo rompió la solicitud y me dijo que nos teníamos que quedar. Ese “nos” me entusiasmó y terminé el año con sólo un ramo no aprobado: física. En el verano tuve una oportunidad: mi padre era presidente del club de tenis Unión, lugar donde se jugaría la Copa Davis, y junto a un amigo nos adjudicamos la concesión de la venta de bebidas y comidas durante el certamen. Yo era el de la idea, el del contacto, mi socio era quien ponía la plata, aunque en verdad no, sino su familia. De todas maneras en ese verano me convencí de que quizá estaba hecho para los negocios y no para la ingeniería civil. En otras palabras debía cambiarme a ingeniería comercial. Lo comenté con algunos amigos, con mi “socio” y todos me dijeron que quienes habían cursado un año en ingeniería civil el cambio se les hacía fácil. Sería entonces un yupi, un gerente, o eso imaginé. La contingencia política, mientras tanto, la seguía de cerca, pero la realidad universitaria, llena de asambleas, donde todo iba “cortado” antes de entrar y donde la militancia política era algo mal visto, me disuadió de participar. Pero conocí a un dirigente, un tipo brillante, gracias a un ex compañero de colegio. Yo no era democratacristiano, pero como tirar piedras a los pacos me parecía un ejercicio idiota y ponerme a disparar me parecía suicida, fui entrando lenta pero seguramente a lo que en esa época se llamaba Democracia Cristiana Universitaria, con sus flamantes siglas DCU. No me sentía DC, pero ahí estaba. Es más, mis amigos “políticos” o con quienes conversaba no eran de la DCU, sino de la FJS o del JRME, o incluso de la Jota. A medida que más me metía en política y en las manifestaciones –en la cuales era conocido como el único DC pelotudo que se iba preso– me fui olvidando de mi vocación, o de lo que yo creía mi vocación: la ingeniería comercial. Después de unos meses de militancia ocupé un cargo y ese cargo tenía que ver con negociar con las otras fuerzas políticas. Era raro irme al Mercado El Cardonal para reunirme con un dirigente de la Jota que había venido especialmente de Santiago, para hablar sobre una posible alianza en una lista a la federación de estudiantes: dábamos vueltas por el Mercado y él hablaba y yo hablaba y ambos hablábamos y a mí que me encanta hablar estaba fascinado y decía: ésta es mi vocación. A comienzos de 1988 congelé la carrera para dedicarme a hacer política, cosa que casi le provoca un soponcio a mi madre, que no entendía estos arrebatos y cambios de opinión. “¿Y no que querías ser escritor?”, me preguntaba, y yo: Ahora no estoy muy seguro de eso. Mi padre era de derecha, así es que estaba indignado por mi actitud, porque decía que si me llevaban a la Fiscalía Militar tendría que recurrir a sus contactos. Pero me daba lo mismo lo que él pensara o dijera, porque no vivía con nosotros. La opinión de mi abuelo sí que importaba: “Mijo, tendría que haber escuchado al León de Tarapacá”. Y yo: ¿Y quién era ése? Y él: “¿Cómo que no sabe quién es don Arturo Alessandri Palma? Yo voto por él desde 1920”. Y yo: Ah, sí, pero, abuelo, ese señor no se presentó nunca más después de 1938. Y él: “Así y todo, seguí votando por el León de Tarapacá”. El final de mi militancia política coincidió con el triunfo del NO, pero la agonía se alargó hasta que ingresé a la Universidad de Chile. Con Aylwin de candidato me quedó claro que todo lo que habíamos dado los jóvenes importaba un pedo a los que venían a gobernar. Así es que en esa casa de estudios, mientras los otros hacían política o estudiaban, me dediqué a escribir y a leer. Sentía que había perdido el tiempo militando, aunque no en ingeniería, porque al menos allí había intentado ser un hombre por añadidura.
Pensé: no me será difícil, ya que me gustan las matemáticas. Sin embargo, con el tiempo me di cuenta de que aparte de matemáticas habían otras materias para los que era un desastre: dibujo técnico y, en menor medida, física. Quise renunciar en septiembre de 1986, poco después del atentado a Pinochet. De hecho fui a buscar el papel para congelar o retirarme de ahí, no recuerdo bien, pero un amigo rompió la solicitud y me dijo que nos teníamos que quedar. Ese “nos” me entusiasmó y terminé el año con sólo un ramo no aprobado: física. En el verano tuve una oportunidad: mi padre era presidente del club de tenis Unión, lugar donde se jugaría la Copa Davis, y junto a un amigo nos adjudicamos la concesión de la venta de bebidas y comidas durante el certamen. Yo era el de la idea, el del contacto, mi socio era quien ponía la plata, aunque en verdad no, sino su familia. De todas maneras en ese verano me convencí de que quizá estaba hecho para los negocios y no para la ingeniería civil. En otras palabras debía cambiarme a ingeniería comercial. Lo comenté con algunos amigos, con mi “socio” y todos me dijeron que quienes habían cursado un año en ingeniería civil el cambio se les hacía fácil. Sería entonces un yupi, un gerente, o eso imaginé. La contingencia política, mientras tanto, la seguía de cerca, pero la realidad universitaria, llena de asambleas, donde todo iba “cortado” antes de entrar y donde la militancia política era algo mal visto, me disuadió de participar. Pero conocí a un dirigente, un tipo brillante, gracias a un ex compañero de colegio. Yo no era democratacristiano, pero como tirar piedras a los pacos me parecía un ejercicio idiota y ponerme a disparar me parecía suicida, fui entrando lenta pero seguramente a lo que en esa época se llamaba Democracia Cristiana Universitaria, con sus flamantes siglas DCU. No me sentía DC, pero ahí estaba. Es más, mis amigos “políticos” o con quienes conversaba no eran de la DCU, sino de la FJS o del JRME, o incluso de la Jota. A medida que más me metía en política y en las manifestaciones –en la cuales era conocido como el único DC pelotudo que se iba preso– me fui olvidando de mi vocación, o de lo que yo creía mi vocación: la ingeniería comercial. Después de unos meses de militancia ocupé un cargo y ese cargo tenía que ver con negociar con las otras fuerzas políticas. Era raro irme al Mercado El Cardonal para reunirme con un dirigente de la Jota que había venido especialmente de Santiago, para hablar sobre una posible alianza en una lista a la federación de estudiantes: dábamos vueltas por el Mercado y él hablaba y yo hablaba y ambos hablábamos y a mí que me encanta hablar estaba fascinado y decía: ésta es mi vocación. A comienzos de 1988 congelé la carrera para dedicarme a hacer política, cosa que casi le provoca un soponcio a mi madre, que no entendía estos arrebatos y cambios de opinión. “¿Y no que querías ser escritor?”, me preguntaba, y yo: Ahora no estoy muy seguro de eso. Mi padre era de derecha, así es que estaba indignado por mi actitud, porque decía que si me llevaban a la Fiscalía Militar tendría que recurrir a sus contactos. Pero me daba lo mismo lo que él pensara o dijera, porque no vivía con nosotros. La opinión de mi abuelo sí que importaba: “Mijo, tendría que haber escuchado al León de Tarapacá”. Y yo: ¿Y quién era ése? Y él: “¿Cómo que no sabe quién es don Arturo Alessandri Palma? Yo voto por él desde 1920”. Y yo: Ah, sí, pero, abuelo, ese señor no se presentó nunca más después de 1938. Y él: “Así y todo, seguí votando por el León de Tarapacá”. El final de mi militancia política coincidió con el triunfo del NO, pero la agonía se alargó hasta que ingresé a la Universidad de Chile. Con Aylwin de candidato me quedó claro que todo lo que habíamos dado los jóvenes importaba un pedo a los que venían a gobernar. Así es que en esa casa de estudios, mientras los otros hacían política o estudiaban, me dediqué a escribir y a leer. Sentía que había perdido el tiempo militando, aunque no en ingeniería, porque al menos allí había intentado ser un hombre por añadidura.
Publicado en Revista Punto Final y en el blog del autor el 29/09/2011
5 Comentarios
Nunca imaginé que el periodista, que con mucho entusiasmo seguíamos mi familia y yo cada domingo a través del desaparecido diario La nación, también es Sansano.
ResponderEliminarSaludos.
No siento mucho apego por eso de las vocaciones, pero sí por los buenos textos, y éste es un buen texto.
ResponderEliminarSaludos cordiales, estimado Gonzalo.
Estábamos por finalizar el secundario cuando llegó una orientadora vocacional a redirigir nuestras decisiones fundamentales para el futuro, así lo dijo ella. Sacó un folio con unos papeles blancos membretados con a penas una línea tipeada en su parte superior y la repartió entre los 17 alumnos que cursábamos el pedagógico. La consigna era simple: escribí lo que esperás del futuro. Se me ocurrieron miles de cosas y en silencio completé. Casi le escribí un cuento de puro delirio y por puro aburrimiento, ya que nos había dejado solos con el papel mientras ella revisaba unos libros de actas.
ResponderEliminarAl final de la hora cátedra (40 minutos) nos llamó uno por uno y nos leyó el futuro. A mi me tocó el más curioso, debería seguir matemáticas o tomar el lado de las ciencias naturales. No me parecía, yo quería seguir el camino de las humanidades pero no me quejé ante ella sino para mis adentros. No pensaba malgastar mis horas del futuro en el pensamiento abstracto con un mundo convulsionado, quería asumir una carrera de denuncia y compromiso social. Estaba porfiada. Y así lo hice... ni decir que me fue bastante mal pero no por culpa de la orientadora sino porque la vida me deparó miles de reveses entre los que estuvo perder mi casa y tener que mudarme a una provincia nueva.
En fin, el futuro es lo que uno pretende más lo que la vida quiere con su azar. Esa es mi perspectiva.
Me encantó leer tu experiencia. Saludos!
Aporta, toda experiencia compartida ayuda.
ResponderEliminarBuen relato!
empatizo; mi experiencia en la facultad de ingeniería fue muy parecida a la del relato, pero nunca me consideré líder ni tuve por tal a ninguno de mis compañeros líderes.
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