PABLO CINGOLANI -.
—Vete— La voz sonaba imperativa, como un golpe seco, como si picara hielo, como si la voz fuera Ramón Mercader al acecho
—Vete, ya no aguanto más— Ahora la voz escondía un clamor, un pedido de clemencia, un deseo profundo, como si alguien quisiera derretir la nieve de una montaña porque tiene sed, porque tiene mucha sed.
—Vete, ya no aguanto más: es el perro o yo— La voz, al fin, se libera, se descomprime de angustias y anhelos revueltos, y se libera, sale de atrás de la maleza y busca la luz, una luz tremenda pero luz al fin, pero es confusa ya que no sabe —la voz, la luz— si está buscando redención o acechando una catástrofe.
El hombre que ama más a los perros no dice nada, ¿qué va a decir?, toma sus cosas y se marcha. Las situaciones límite son eso: un límite, y el que camina por la cornisa, sabe dos cosas: que puede no resbalar por el abismo y seguir andando como caracol sobre navaja o que, a veces, se cae, simplemente eso, y que cuando se cae, hay que hacerlo liviano, sólo el peso del honor es el que cuenta, por eso, díganme: ¿Qué iba a decir?
Un día, el hombre que ama más a los perros apareció en mi casa. Esta historia que cuento es real, ¿o ustedes que creían? ¿Pensaban que estaba inventándome, contando la historia al revés? Es decir: cuando estas situaciones extremas suceden, trátese de canes, de cocaína o de poker, por lo general, se resuelven así: el animal va a parar a la casa de una tía, la droga al inodoro, las cartas al olvido. Pero hay aquellos seres —como Dostoievski— que calladitos asumen la parte que las toca en el drama, y se marchan, fugan hacia adelante, se aferran a eso que para ellos es una carta de salvación. En el caso de los perros, la situación se agrava, por motivos bastante obvios: el perro es un ser vivo, sensible, y es mucho más difícil dejarlo que un vicio o una conducta inapropiada. Fue así, y supongo que por esto último, que el hombre que ama más a los perros apareció un día en mi casa.
Vino a dejar sus cosas de momento, ya que debía ocuparse —cómo no— de su perro, perra en este caso. Alojarla, alimentarla, ampararla, para que no le pase nada, ni menos que menos sufra. Porque aquí hay una clave para entender porque alguien pueda amar más a un perro que una persona de su misma especie. Cuando uno ama, cuando uno ama de verdad, sufre todo el tiempo y por cualquier cosa. Con los perros, pasa algo extraño, algo verdaderamente conmovedor: al amarlos, la felicidad es la constante. No hay dolor, salvo cuando el perro se enferma o muere. A excepción de lo inevitable, lo demás es una corriente permanente de afecto, de lealtad, de atención, de amor en suma.
Es como afirmó San Pablo en su misiva a los corintios: el amor es paciente, es servicial, y yo les pregunto: ¿Quién más paciente que un perro, quién más servicial? El perro, solamente el perro, solamente el amor de perro —porque gatos, gansos y otros animales que conviven con nosotros son lo bastante cabrones como para causarnos daño— todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta, como anotó el poeta bíblico. Por eso, tal vez, habría que intentar la reescritura de uno de los textos más famosos de la historia del mundo, y empezar diciendo que “aunque yo ladrara en todas las lenguas de los perros y de los ángeles caninos, si no tengo amor…”.
A mí me ha pasado: eso de querer volverme perro, eso insondable —para nosotros— que es ser perro. Tal vez, quién sabe, por eso también, el hombre que ama más a los perros vino a mi casa a dejarme sus cosas. En la cucha de su perra, no la traía a ella, sino tres camisas, dos chaquetas y una biografía del cantante Sabina. Dejó las cosas y se marchó con el bicho a otra parte. También tengo una perra. Y se sabe: entre perras, no entre machos, entre hembras, la defensa del territorio es algo básico, esencial, y es a matar o morir. Algo que nosotros los humanos, hay que decirlo, también hemos perdido. Estamos tan domesticados que ya no peleamos hasta el final por ningún ideal, todo lo relativizamos dentro de esa gran cucha donde vivimos y así nos va.
El perro es perro pero sigue siendo lobo y también compañero del hombre y su estar con uno a lo mejor nos recuerda eso: cuando éramos libres y ellos corrían y cazaban con nosotros por las llanuras infinitas donde pastaban los mamuses. El nos quiere igual, como si el tiempo y las miserias que trajo consigo, nunca hubieran pasado, como si siguiéramos merodeando bajo las estrellas, sin fronteras, sin prejuicios, libres.
—Vete, ya no aguanto más: es el perro o yo— La voz se libera y el hombre que ama más a los perros, no dice nada, ¿Qué va a decir?, toma sus cosas y se va, se aleja, se marcha a la estepa donde están el frío y los peligros, donde están los mamuses y otras fieras, pero donde también sabe que está la libertad, esa libertad antigua, olvidada por los otros hombres, y el amor incondicional del perro que lo acompaña, lo cuida, lo protege y lo ama.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 13 de junio de 2013
3 Comentarios
Yo amo a los perros y no podré nunca comprender a los que actúan cruelmente con ellos. La compañía incondicional que ofrece uno de nuestros amigos peludos nunca podrá encontrar competencia en una de los de nuestra misma especie.
ResponderEliminarEncantador relato, saludos.
Comprendo al hombre que ama más a los perros, de todo corazón. Excelente relato.
ResponderEliminarOí que el hombre que más ama a los perros no es un ser tan encantador, que es un hombre que no quiere asumir su vida en el mundo de los humanos y le hace cargo de todos sus culpas a su pobre perro. Eso oí, no sé... puede ser. Yo amo a mi perro y no lo culpo de nada, es la alegría de muchos ratos en que olvido de todo lo que me hace sentir muy triste.
ResponderEliminarMuy buena narración, saludos.