ROBERTO BURGOS CANTOR -.
Desde el socorrido Diccionario de Autoridades de 1737 la palabra perdón se vincula a exoneración y deuda; a injuria y cortesía; a licencia y caridad ante los pobres.
Con los años y el afianzamientos de las costumbres, el campo de esta expresión se ha ampliado. Desde la expresión sin propósito de enmienda, con gentileza, que dice alguien porque pisó a un conocido o a un desconocido, lo tropezó, le tumbó el paraguas o el sombrero, un paquete sin huevos. O al pedidor de limosnas o cuotas o contribuciones en los semáforos o aceras con sus manifiestos escritos en papel de estraza con carbón, o su lenguaje iluminado por la droga, o los gestos que conminan para recordar una obligación. Hasta la modalidad contemporánea donde vemos a ladrones del erario, descubiertos en sus fechorías, en manos de la justicia o de eso que los cantantes de merengues llaman la ley, que piden perdón a quienes no pueden concederlo.
Esto, unido a la imposición de pedir perdón como parte de un castigo proveniente de autoridad, para una institución, pública o particular, para un Estado, ha convertido el perdón en algo complejo.
En días recientes una comunidad que debía recibir la ofrenda de perdón por parte del Estado, ante hechos que debatidos judicialmente mostraron su daño, su abuso, decidió no aceptarlo. La razón del rechazo no es el momento de examinarla. Pero si el elemento que convierte al acto del perdón, como acción reparadora, en una manifestación que empieza a dejar de ser unilateral y queda condicionada para su perfeccionamiento en la aquiescencia del injuriado.
Así los llamados políticos, por ejercer representación comprada, enredados en la corrupción y el crimen, deben suspender la payasada de circo en quiebra de pedir un perdón imposible de concederles. ¡Que los acabe el resto de conciencia, si es que les queda!
Hoy, son frecuentes los casos en que ante los más terribles desafueros, demostrada la maldad y la culpa, el responsable se blinda en la coraza de una soberbia alimentada de ideología y le importa un pito la condena judicial y social. No más en Argentina un brujo de desaparecimientos humanos no ha podido ser enterrado en el estrecho y oscuro hueco de una tumba en su pueblo natal por el asco que produce en los vivos su cinismo o como se denomine esta fidelidad al mal.
En Colombia, después de más de medio siglos de tiros y armisticios sin honor, nos acercamos a una conversación crucial para hacer posible la vida. Un capítulo de las conversaciones, ya somos civilizados: conversamos, no discutimos, se dedicaron a lo rural, al fantasma de América en las artes, la economía, la identidad, la ley. Se abre la etapa de la política. Una manera de ella, el discurso, no más armas que destruyen, tapan los argumentos en la explosión.
Ojala se indague el perdón como un sentimiento, un espíritu nuevo que propicie el abrazo y no los resquemores mezquinos de quienes no quieren pagar el catastro ni volverse productivos.
2 Comentarios
Qué buen planteo. Sinceramente veo lejano el replanteo del perdón por parte de la dirigencia política pero enrostrarselo nunca está de más.
ResponderEliminarSaludos
Algunos no tienen perdón por eso se desentienden del concepto.
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