"Situado en alguna nebulosa lejana hago lo que hago para que el universal equilibrio del que soy parte no pierda su equilibrio". (Antonio Porchia)
Cuando llegamos al hospital, ella me miró con ojos desolados y en su lenguaje ininteligible me rogó que no la dejara morir. El cansancio nos derrumbaba cuando logramos que nuestra madre entrara en uno de aquellos cubículos alineados, a la espera de que se le asignara una cama en el hospital, situada varias plantas y tres días más arriba.
Todos los sonidos eran nuevos y desconocidos. Las personas que deambulaban por aquel pasillo parecían sacadas de una película de Buñuel.
Cada vez que madre cerraba los ojos, alguien venía a pincharle algo, a tomarle a la temperatura o a colocarle una sonda por algún orificio. Ella la embestía con la mascarilla del oxígeno, que sacaba una y otra vez de su sitio, tal era su desconcierto.
Unos metros más allá en una luz muy tenue la enfermera de guardia dormitaba, mientras su compañera encendía la luz del techo para tomar la tensión a algún paciente.
En contra de todo lo previsible, el aseo de los acompañantes estaba asqueroso y olía mal, pero no había otro. Así que tuve que armarme de valor para permanecer en él el tiempo justo y nada más.
Las urgencias del hospital tienen varias etapas hasta lograr salir de ellas. La buena noticia del día siguiente fue que saldríamos del pasillo para pasar a lo que en su argot se denomina “box”. Allí, los pacientes tienen siete compañeros de diferentes sexos y padeceres similares. Alineados en dos filas enfrentadas en una sala amplia, el ambiente era algo más diáfano y la humanidad comenzó a aflorar en todos sus habitantes.
Dos personas del hospital, carpeta en mano, tienen el cometido de asegurarse de que cada paciente disponga de una sola persona que le acompañe. Más de un acompañante sería un delito, al menos eso es lo que debe pensar la dirección del hospital para gastar salarios de dos empleados en esta ardua tarea controladora.
Pero los habitantes de los “boxes” podemos interactuar entre nosotros, y eso es algo que no controlan del todo las supervisoras. No nos pueden tapar la boca, ahora que nos han aglutinado en este amplio lugar donde lo primero que se puede ver cada mañana es la cara del vecino de enfrente o las mamparas de los lados que pretenden dar una intimidad imposible.
Los afectos de la sala de urgencias están destinados a ser efímeros. De allí se sale más tarde o más temprano sin dejar rastro, de ahora para después. Podemos pensar que se ha ido a una ecografía, y el vecino de la tos majadera está ya en la planta. Atrás quedan sus confidencias compartidas, los instantes en los que todos abren las compuertas de sus almas, sin tapujos, sin vergüenza, sin temores.
La octogenaria que acompañaba a su marido con una afección cardiaca tenía aires de mujer valiente, pero es necesario haber escuchado la historia de su vida, magistralmente narrada para que haya dejado de ser una anónima en la sala del “box”. Cuando he vuelto a la mañana siguiente, ellos no estaban, así que agradecí al menos haber escuchado su relato al completo. No pude memorizar sus datos, tampoco tenía intención de buscarla entre los cientos de pacientes del hospital. Solo le pregunté su nombre.
Mientras tanto, mamá desvariaba en medio de analíticas y pruebas, viajando a su niñez para llamar en sueños a una madre que perdió siendo muy niña y la llamaba a voces: -¡Madre, madre, maaaa!
Cuantas veces mi madre clamaría por la suya sin obtener respuesta. Cuando mi abuela murió, ella tenía catorce años, pero desde hacía nueve, la tuberculosis se había cebado en el joven cuerpo de mi abuela, una mujer llena de vida que finalmente murió consumida en su propia tristeza.
El paciente del “box” de enfrente estaba aburrido y solito, al no ser un niño ni un anciano, no tenía derecho a acompañante permanente. Así que solo le quedaba la opción de observar a sus compañeros. De vez en cuando llamaba a la enfermera: -¡Rubia! Y la rubia o morena no aparecía, estábamos en el mundo de las urgencias donde no existen los timbres para llamar a la enfermera. Solo quedan dos posibilidades: esperar pacientemente, o aliarse con algún acompañante que haga de portavoz autorizado como un gesto de humanidad.
Por fin tenemos un diagnóstico y hemos abandonado las urgencias. Mi madre no se va a morir en esta ocasión. Una vez más la ha salvado su fuerza y la tecnología punta de un hospital moderno. La inestimable ayuda del cardiólogo le ha aliviado sus molestias y le ha hecho un cheque al portador del tiempo de su vida. El personal del hospital ha demostrado que hay un mundo de humanidad más allá de las salas de las urgencias.
Una semana más tarde nos vamos a casa. Llamaron a la ambulancia que fue inusualmente puntual. Mi última odisea consistió en debatir con tres señoras, parapetadas tras un mostrador, acerca de que mi madre necesitaba acompañante en la ambulancia y que la acompañante en ese caso era yo. Ellas insistían en que el papel que había llegado desde la planta decía que NO, y me mostraron un NO con mayúscula bien clarito. Y no se movieron del NO, ni manera de que entendieran que mi madre necesitaba a alguien que fuera con ella. Acataban órdenes decían, lo cual me trasladó por un instante al mundo cuartelario o policial, aumentando mi enfado por momentos.
Con las orejas gachas me dirigí a la parada de taxis. Le di la dirección y le solté mi enfado. El taxista me escuchaba pacientemente al tiempo que no dejaba de sonreír. Era amable y sereno. Haría falta gente de su talante en muchos lugares públicos. Aprovechando la conversación me hizo un breve resumen de sus andanzas laborales. Un experto en turismo que ahora explotaba su propio taxi. Y el lado amable del día fue su última disertación:
-Pero señora, tiene usted una cara muy expresiva, me gusta su sonrisa. Fíjese que no lleva maquillaje y debe estar cansada, pero su expresión es muy vital. Consigue transmitir con cada gesto, lo que dice con palabras -y me miraba por el retrovisor- Tiene usted una edad indefinida, sería incapaz de poner edad a esa niña que usted lleva dentro. Yo… tengo cincuenta y nueve, ya más de veinte años divorciado y no siento cabeza con ninguna mujer, no tengo intención de hacerlo. Pero la última mujer de mi vida, me gustaría que se pareciera a usted. Que tenga buen día. Mire, si la ambulancia no la hubiera dejado en tierra, yo no habría alcanzado a conocerla.
No me preguntó mi nombre ni me pidió mi número de teléfono, no había frivolidad en sus palabras. De pronto el mal rato se tornó en anécdota. Puede llegar un subidón de optimismo desde algo tan simple como unas palabras de reconocimiento. Quizá ahí se desenreda el nudo del conflicto eterno en el que a veces nos movemos. Todo es mucho más simple: es una cuestión de afecto, buscar la humanidad perdida en los pasillos de la vida, decir las cosas buenas que nos inspiran nuestros hijos, amigos, nuestra pareja o nuestros vecinos. Decimos algo agradable a un niño, y rápidamente sale el maravilloso ser humano que lleva dentro. Hoy he hecho consciente una vez más, que se trata de repartir amor a raudales para no terminar recalando en la sala de urgencias del hospital de los afectos.
Fotografía: Kristhóval Tacoronte
3 Comentarios
Pues me alegro muchísimo. Por tu madre y por ti.
ResponderEliminarY si te voy a ser sincera, lo que más me ha gustado es lo que te dijo el taxista de la niña que llevas dentro.
Y para que veas que las cosas nunca pasan por casualidad. Si no te hubieran pasado todas esas cosas en el hospital, nunca hubieras conocido al taxista en esas circunstancias, y nunca te hubiera dicho lo de la "NIÑA QUE LLEVAS DENTRO".
Un besito fuerte para tu madre y otro para tí, princesa.
En la fragilidad, en la soledad o cuando se nos acaba la calle, el sendero o el último foco, recurrimos a esa imploración, a ese llamado a una madre resguardada en la memoria o a un dios ausente.
ResponderEliminarEmotiva historia, querida Encarna
Realmente es así, Jorge. Mi madre llamando a la suya, fue algo que me dejó perpleja. De pronto tomé conciencia de que ella fue hija y su madre era un refugio seguro.
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