CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
De los amigotes que me van quedando, Fritz es con quien comparto la afición por los juguetes antiguos. Jiménez, si bien también tiene este interés, además colecciona antigüedades varias, datos sueltos, libros, discos, esposas y problemas. El tercero de esta categoría es Muzam, quien por haberse formado con la lógica espartana en la Precordillera, su acercamiento a estos afanes es más bien tardío. Esto le ha brindado cierta sabiduría de observador distante, aquel que sabe que no es recomendable obsesionarse demasiado con esta clase de insignificancias.
Tanto Fritz como yo carecemos de este sentido práctico. De hecho, con su habitual desesperanza, Fritz suele comentar que el acto de coleccionar algo, lo que sea, es una manera de suplir una carencia. El problema, al menos en mi caso, es determinar cuál de todas esas carencias estoy supliendo. ¿No haber sido rockero, futbolista de Santiago Wanderers o galán de culebrones? ¿No vivir en Valparaíso ni ser ingeniero de la Universidad Federico Santa María?
Tal vez sean todas estas razones juntas.
Hacía un tiempo que Fritz tenía la intención de que realizásemos una visita a la casa de su madre para revisar las cajas guardadas en la parte alta de su armario. El argumento más utilizado por él para sacarme de la apatía, radicaba en la posibilidad de conocer “tesoros” que reposaban hacía más de veinte años junto al techo.
-Al llegar a esa casa en 1989, decidí guardar todo y dejar esa etapa de mi niñez atrás. No los boté porque pensé en mis hijos y en mis nietos –comentó Fritz con los ojos entrecerrados, como hablándole a la posteridad, a la manera de un prócer de la República- Aún no tengo hijos ni nietos, pero igual quiero desempolvarlos para el niño que llevo adentro.
Lamenté no haber hecho el ejercicio de Fritz. Hubo un momento de mi adolescencia en que decidí cortar con todo el pasado y así me deshice de muchas cosas valiosas.
-Al final, he podido rescatar muy poco, ni siquiera un cuarto de todo lo que tuve –precisé- Aquello que no ha dado de baja mi madre en sus aseos profundos.
-Entonces, con mayor razón vas a alucinar con lo que yo tengo guardado –aseguró Fritz-. Tenemos que ir temprano, eso sí, para aprovechar la luz natural, porque esa pieza no tiene electricidad.
Cerca de las dos de la tarde del domingo, estacionamos el automóvil de Fritz en la primera cuadra de Francisco Cook. Ingresamos a ese caserón donde pasé tantas horas de mis años universitarios calentando pruebas, bebiendo cerveza, comiendo chatarra, diciendo bromas pesadas, dando risotadas, recuperándome de estocadas al pecho con duchas de agua helada e intentando hacerle el quite a ciertos abismos que, de igual forma, pronto me darían alcance.
De la pieza de Fritz sólo quedaban aquellas cosas pegadas en las paredes y algo de las repisas. La modelo Angélica Castro animando un evento con look de chica gótica (“esa foto la tomé y la revelé yo mismo, por eso está tan oscura”, comentó Fritz), portadas de revistas clásicas de Superman y Batman, un diploma de la graduación de cuarto medio, dos posters del club de fútbol Universidad de Chile y unos cinco libros llenos de polvo. El resto eran cajas embaladas, las partes de un catre y cosas puestas allí por la madre de Fritz para recuperar un poco más de espacio dentro de la casa, convirtiendo en una suerte de improvisada bodega la pieza de su retoño. Acarreamos un par de sillas y las ubicamos donde quedaba un poco de suelo liso y pusimos manos a la obra.
Los primeros minutos las expectativas fueron mutando a la perplejidad. Subido en una silla, Fritz fue sacando desde lo alto del armario una serie de objetos inesperados: el mango de un paraguas, un espejo de un Peugeot 404, una bocina de bicicleta, cintas de casetes, cajas de fósforos, botones, plumas de paloma, pedazos de pelucas, máscaras, reglas, compases y escuadras rotos, gomas de borrar y sacapuntas, lápices de grafito dados de baja, trozos de metal de origen desconocido. A medida que aparecían más "reliquias" de este tipo, acompañadas siempre de mucho polvo, más eran las risas nerviosas de mi amigo.
-Parece que yo tenía el Mal de Diógenes. Espero que con todas estas tonteras que estamos sacando, no te hayas arrepentido de venir –dijo mientras hacía equilibro parado en la silla con una caja sobre su cabeza.
-Sí, es cierto, como que me estoy arrepiento un poco –contesté con algo de malicia.
-Pucha, pero no es necesario que seas tan sincero –protestó-. Ten paciencia, ya vendrá lo mejor.
Tuvo toda la razón. Pasado unas horas y cada vez con menos luz natural, el saldo de esta empolvada visita fue tremendamente provechoso para nuestras ansias de coleccionistas. Fritz encontró una serie de juguetes añosos para adornar algún rincón de su hogar: un robot cuadrado, un tren de hojalata, y varios autos en miniatura de colección. El principal tema a dilucidar era el espacio que le daría en el interior del departamento, de manera de no incomodar demasiado a su esposa.
Yo, en una situación más que similar, me llevé una bolsa repleta de soldados, vaqueros, pieles rojas, autitos, camiones, aviones, figuritas, robots, monstruos, seres del espacio, revistas, libros de cuentos y láminas coleccionables. Además, un muñeco de Batman y otro de Superman magullados pero nostálgicos, junto con dos enormes naves espaciales casi inmaculadas por el paso del tiempo.
-Casi ni jugué con eso –comentó Fritz-. Algunos juguetes los encontraba tan bonitos que me daba pena usarlos. Yo creo que saliste ganando con lo que te di de regalo. Espero no arrepentirme más adelante. Je, je, je…
Una de las cajas que ocupaba mayor espacio y que a Fritz le costó mucho esfuerzo bajar del armario contenía en su exterior la foto de una cara bastante tosca y que llevaba por nombre “Monkey”. Le pregunté a mi amigo en qué consistía algo que necesitaba un embalaje tan ampuloso. Tras revisar su contenido, respondió:
-Es una especie de luz que se pone en la parte delantera de una bicicleta y se conecta a un micrófono. Parece que la idea era emular la película ET El Extraterrestre, pero para no pagar los derechos le pusieron de nombre Monkey. ¡Qué chanta!
-¿Y la usaste? –pregunté.
-Se la puse a la bicicleta sólo una vez, pero se veía tan ridícula que se la saqué.
Quisiera detenerme en un par de aspectos que volvieron este viaje en el tiempo mucho más acontecido de lo esperado. Del interior de las bolsas de hacía dos décadas, fueron saliendo infinitas pilas y baterías de energía, algodones, tiras de remedios, una nuez (Fritz no fue capaz de explicarme qué hacía una nuez junto a piezas armables de juguetes Lego), además de dos tiras de vitaminas C de colores que en nuestra infancia asociábamos a caramelos dado su dulzor y el pegajoso estribillo de un comercial de televisión. Al sabernos lejos de las luces del ridículo, lo tarareamos con Fritz al unísono: “Vitac naranja, Vitac Limón y también de Piña, la más rica vitamina ceeeeeé…”.
No pude resistirme. Apreté con los dedos una de las tiras y saqué una pequeña tableta de un color amarillento lleno de pintas negras como si tuviera viruela. La probé con la lengua y aún conservaba su dulzor.
-¡Huevón, te vas a enfermar de la guata y capaz que te mueras! –protestó mi amigo-. ¿Cómo le entrego después un cadáver a tu familia?
2 Comentarios
Dos mocosos en cuerpos de adultos. Me sumo gustosamente a esta manía acumuladora. La reniñez diría Gonzalo Rojas.
ResponderEliminarBuen texto, estimado amigo.
Ameno, entretenido, divertido. Me insta a revisar cualquier cajón de mi escritorio y sin ser coleccionista ni mucho menos, seguro que aparecerán miles de tonteras y nada que valga la pena. Por de pronto me preparo a encontrar:un elástico cortado, un clip roto, un clavo pequeño, un carnét vencido, muchas llaves sueltas y el infaltable trozo de pitilla. No menciono las migas de pan, porque ellas forman parte de la vida donde quiera que uno esté.
ResponderEliminarSaludos.