ENCARNA MORÍN -.
Manuel de joven fue un hombre alegre y robusto. Trabajaba de sol a sol y los domingos no se perdía una parranda. Como buen padre de familia se encargaba de que a sus hijos no les faltara la comida. Luego llegaron los nietos, y un triste día enviudó. Su compañerita del alma se fue delante. Muchos hijos, muchos partos y toda una vida de trabajos. Ahora que les tocaba descansar un poco, su cuerpo no pudo continuar.
Unas repetidas molestias al orinar terminaron con sus huesos en la sala de urgencias del hospital. Después de una semana de pruebas y análisis, aquellos jóvenes doctores concluyeron que su enfermedad había sido cogida a tiempo, pero que debería visitarles a menudo para un control periódico.
Le colocaron una incómoda y humillante sonda urinaria. Lo único bueno de todo aquello era la cara alegre y amable de María, la guapa enfermera que se ocupaba de estos menesteres. Ella fingía que él no estaba enfermo y no parecía percatarse de que era un anciano. Él se sentía seguro entre sus manos y a salvo ante su mirada. Nunca había reparado, hasta ahora, en lo bien que le sentaba a las enfermeras la bata blanca.
Aquellas visitas al hospital dejaron de ser un calvario gracias a María. No le importaba someterse a pruebas y ecografías. Incluso soportaba la sonda con estoicismo. Ella bromeaba constantemente con él aumentando el tono de las chanzas.
-Manuel, tiene que mejorarse y ponerse bueno. Me han dicho que usted es viudo, cuando se ponga mejor se va a tener que casar conmigo.
Don Manuel tenía ojos de joven y se sentía un joven. Estaba optimista con las propuestas de María. Así que un día, con muchos rodeos, abordó el tema con su hija camino del hospital.
-Elena… oye, que si esta chica insiste en casarse conmigo y yo acepto porque todavía estoy de buen ver… ¿Qué hago si ella quiere que le cumpla la noche de la boda? ¿Cómo puedo cumplirle con la sonda puesta? Esto va a ser un problema…
-Padre, usted tranquilo, María sabe cómo funciona esto de la sonda. Se la quita, le cumple y luego ella misma se la coloca de nuevo.
Con esta explicación sencilla don Manuel continuó su terapia, sin que el humor le abandonara ni un instante. No tuvo que encararse al reto de casarse con María porque efectivamente mejoró y, por tanto, las visitas al hospital se espaciaron hasta desaparecer. Lo único que ahora le preocupaba era no haberse podido despedir como dios manda de aquella chica tan guapa que olía a rosas.
En el patio de la casa pasa las tardes al sol, peleándose con el viejo timple ya quebrado y que él quiere reparar a toda costa. Mientras, los biznietos juegan y la hija hace las tareas de la casa. Recuerda aquellos días en los que se comía el mundo, cuando tocaba y cantaba a la luz de la luna en las fiestas de los pueblos vecinos. Fue juerguista, y su alma de parrandero le sigue acompañando. Solo se para a mirar televisión cuando hay algún partido. El resto del tiempo se abraza a su timple y mientras le arranca isas y folías, vuelve de forma intermitente, el suave olor a rosas y a él se le ilumina la cara.
Fotografía: Kristhóval Tacoronte
3 Comentarios
La chica que olía a rosas alentaba en Manuel, consciente o inconscientemente, los deseos de vivir, pues el amor o la posibilidad del amor siempre rejuvenece a los involucrados. ¿Por qué no se concretaron las cosas? La narración lo silencia, pero al menos deja en claro que en lo posterior a Manuel se le iluminará el rostro cada vez que recuerde a María.
ResponderEliminarExcelente narración, querida Encarna.
Un gran abrazo
La parte que no se cuenta es que en realidad se trataba de una de esas bromas que el personal hace a los ancianitos. Ella todo el tiempo bromeba, aunque de alguna apoyó su recuperación...
ResponderEliminarUn abrazo Jorge.
Muchos aromas quedan pegados a recuerdos, suelo recordar el aroma a jazmines como el de mi juventud libre y eterna. Tiempos que no volverán.
ResponderEliminarBuena historia, saludos