ENCARNA MORÍN -.
Era una niña de cuatro o cinco años, con dos largas trenzas y una rebeca roja, cuando me aventuré a cruzar la huerta que separaba nuestra casa de la escuela. Siempre despertó mi curiosidad aquella escuela de niñas a la que asistí antes de tener la edad precisa. Al llegar hasta allí fui amablemente acogida por todas ellas y por la maestra, así que me quedé un buen rato. Incluso me buscaron un espacio en uno de aquellos singulares bancos de madera.
Me coloqué con ellas en la fila de la leche, a la hora del recreo. Eran los excedentes de Plan Marsall que llegaban, por entonces, a nuestras escuelas y pueblos. Hoy le llamaríamos “ayuda humanitaria”. Había venido desde los Estados Unidos a la Europa desolada, y de rebote a la España franquista hambrienta y maltrecha, no obstante ya estábamos entrando en los años sesenta.
Mi madre me buscaba angustiada, temiendo lo peor: que me hubiera caído en el aljibe, que por casualidad quedó abierto. Se llevaron un buen susto en casa, aunque yo desde mi inconsciencia de niña no fuera capaz de prever que debía avisar. Era un espacio de absoluta libertad donde jugaba bajo una higuera o saltaba por la huerta sin peligro alguno.
Aprendí a leer mucho antes que el resto de las niñas de mi edad porque la maestra me propuso volver cuando quisiera. Me sumé a la vida de la escuela sin miedos, sin horarios y sin traumas. Tuve por entonces un trato preferente al ser la benjamina y la invitada, lo cual vino a servirme en el futuro para ayudarme a crecer con un poco más de seguridad. Fui tratada con respeto. Aprendí a leer y leí muchos cuentos. Ahí se salvó mi vida, en ellos encontré los espacios necesarios para desatar la fantasía y para viajar por el mundo sin moverme de la isla.
No me había caído por el brocal del aljibe, obviamente. En lugar de eso aprendí el camino hacia la escuela, que aún hoy emprendo bien temprano cada día aunque con una ruta muy distinta. Quizá por emular a doña Melitona soy maestra. La evoco con cariño porque era íntegra y serena. Me enseñó a amar los libros, abriéndome una puerta hacia la libertad.
Mi abuela cortaba sus mejores rosas y yo se las llevaba a la maestra. Ella las colocaba en su mesa, en un jarrón de porcelana, y el característico olor del aula se suavizaba con el aroma de las rosas. Fuera de ahí, nadie pudo tener en un jarrón las flores de mi abuela. Se quedaban en la planta hasta que terminaban su ciclo.
Recuerdo que limpiaba el polvo de la casa cuando me encomendaban esa tarea. Y siempre creí que andaba moviendo muertos de un lado para otro. “Eres polvo y en polvo te convertirás”, le escuché una vez al cura, y lo apliqué de forma literal. Desempolvaba sillas, mesillas de noche y mesas, con un trapo, pensando que de muertos se trataba. La ventaja fue que me acostumbré a convivir con ellos en mi fantasía de niña. Actualmente desde mi realidad adulta, les recuerdo con cariño, les pongo una velita y me comunico con mis ancestros de corazón a corazón.
Me tocó vivir muchas ausencias. Nuestras vidas andaban plagadas de ellas. Las mías propias y la de mis abuelos. Pasé mi primera vida con mi abuela. En realidad le debía prestar compañía, pero era ella quien cuidaba de mí. Ni bien puse los pies en el suelo, oía hablar de gentes que no estaban, que eran mi familia, pero que nunca habría de verles porque estaban fuera o porque habían muerto.
Por aquel entonces ocurrió el incidente del hombre que me manoseó y que no tengo ganas de volver a recordar, pero que me cambió la vida. A mis seis años todo era un lío para mí entre los cuentos de castillos encantados, donde imperaba la magia y la parte de la realidad que me generaba desconfianza.
Pasábamos los veranos en la playa. La abuela conocía bien el ciclo de las mareas, sabía cuando tocaba luna llena, entonces el mar bajaba mucho, así que era buen tiempo para el marisco que guardábamos en botellas con ajos y vinagre, previamente cocinados, y que aguantarían parte del invierno. Nos despertábamos con el rumor de las olas susurrando en los oídos. La música más melodiosa que conozco.
Es difícil explicar que el mar no es un abismo azul, sino por el contrario, una ventana de libertad. Viajar al continente y no ver el mar, es asfixiante. No saber donde se termina la tierra y empieza el mar, es desconcertante. Una sensación de inmensidad absoluta que me hace sentir una hormiga en medio del mundo, salvo si en el horizonte se vislumbra el mar.
Me sentaba en los escaloncitos de la entrada de la casa. Era el reloj de la abuela, por la sombra podía decir la hora precisa del día. Aferrada a mi muñeca, dejaba volar mi fantasía. Aún me siento allí de tarde en tarde. En el escalón que solo existe en mi memoria, junto al olor de los rosales injertados de la abuela. Me gusta ese lugar sagrado al que solamente yo puedo entrar. Me visualizo con mis piernas flacas y mis dos largas trenzas mientras la sombra cae en el tercer peldaño avisando que ya es mediodía. Con muchas preguntas, pocas respuestas y un alma curiosa e inquieta…tal cual soy de adulta.
12 Comentarios
Qué agradables relatos de nostalgias de niña, de escuela, de trenzas(ahora las niñas ya no quieren hacerse trenzas ni ·colitas), a mí me hacía mi madre unas tan tirantes que me dolía el cuero cabelludo, con elástico primero y sobre ellos unas cintas con grandes moños...(en mi facebook un tiempo armé un álbum con niñas y muchachas con trenzas) luego te lo paso...un gusto siempre leerte ,un abrazo ,pat.-
ResponderEliminarPorfa Patricia, envíame las fotos... me costó dar con una que se ajustara a lo que buscaba.Yo tengo algunas fotos con trenzas, ya mayor y con dos hijas.
ResponderEliminarQuizá evoco mi inminente vuelta al trabajo. El lunes vuelvo a mi escuela de adulta.
Un abrazo
Es curioso, Encarna, como siendo de dos lugares tan distantes tengamos tanto en común. Yo también usé trenzas hasta los trece años y aprendí a leer tempranamente . Mi primer poema lo inventé a loa 4 años . Somos hermanas de letras y parece que en otra vida fuimos hermanas de carne y sangre ya que nos perecemos
ResponderEliminarSin duda Kika... nuestros vínculos vienen desde atrás. Además coincidimos en otras muchas cosas. Me gusta tenerte como hermana. Un abrazo.
ResponderEliminar-hermosa historia, me gustó mucho. Saludos
ResponderEliminarUno de los textos más bellos que he leído de tu pluma, querida Encarna.
ResponderEliminarLa evocación es narrativamente precisa, exacta.
Abrazos
Siempre he pensado que el tiempo tiene muy poco de absoluto aunque lo percibamos de forma lineal, siempre fugaz como el correcaminos y nosotros el loco coyote persiguiéndolo.
ResponderEliminarEn realidad pienso, o mejor, creo, que una vez sucedido es eterno. Por lo tanto aquellos recuerdos nunca dejan de suceder.
Esa niña de trenzas sigue allí hasta que se apaguen las estrellas inmortales.
Un saludo ;)
La adoro a esa niña... es una superviviente y sigue viva. Gracias amigos por sus comentarios. Ella sonríe cuando los lee.
ResponderEliminarAbrazos.
A mi me peinaban con limón. Aunque no fui tan precoz.
ResponderEliminarUn gusto leerla, Encarna.
ME EMOCIONA LEER LO QUE ESCRIBES Y DESCRIBES, YO NO LLEVABA TRENZAS, PERO SI EL FLEQUILLO Y LA MELENA LARGA, HASTA QUE MI PADRE ME LO CORTO PORQUE DECIA QUE ME ESCONDIA DETRAS DE EL....
ResponderEliminarBESOS.
MARIA BETANCOR
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Linda niña; qué lido relato.
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