Nuestro mapa del Mosojhuaico

Por Pablo Cingolani

Fue un momento: abrir la bolsa, repartir la hoja para compartirla, cuando dos de ellas ya estaban volando en dirección al suelo. Sebastián Duran las examinó con ojo clínico y dijo:

—Mira, Pablo: la coca dice que vamos a viajar bien…

Las dos hojas de coca estaban mostrando su mejor cara, de frente: podíamos empezar el pijcheo, el mascado colectivo de las hojas, y la ch’alla, las libaciones que lo acompañan y que, a la vez, celebran y honran a la Madre Tierra, a la sagrada Pachamama de los pueblos de los Andes. 

Me hallaba en el segundo piso de una casa de piedra de la comunidad originaria de Puina, en medio de la cordillera. En Puina, como quería Ezra Pound, todas las casas eran de piedra y eran bellas. Alrededor de la casa, al sur, al este y al oeste también había piedra, moles de piedra, cerros como el Palomani que trepaba hasta los seis mil metros de altura. 

Desde allí, desde sus glaciares que cuelgan desafiando la gravedad, casi todos los días del año baja un frío que no tiene clemencia pero ese día estaba despejado por los cuatro costados y por eso los hielos de la montaña resplandecían y se veían nítidos, los podías tocar con la mirada. 

El día era tan inusual —era octubre, al borde de la temporada de las lluvias en una región donde eso sólo significa que llueve más que el resto del año ya que en Puina siempre llueve— que hasta en dirección norte, donde la piedra se va desbarrancando en pajonales y donde luego aparece la selva y la cuna de las tormentas, la situación estaba en calma. Cosas de un día de ch’allas: el ritual, como siempre, estaba funcionando.

* * *

Cuando el fecundo Rodolfo Kusch se preguntó qué cosa era la filosofía americana, no tuvo mejor respuesta que referirse al “Mapamundi de las Indias” que había trazado el cronista Guamán Poma de Ayala. 

Lo tengo delante de mí: es un curioso huevo, cerrado por arriba por una temible cordillera en cuyas faldas crece un bosque tupidísimo, donde no faltan tigres y unicornios. Por la parte de abajo, el huevo se deshilacha en las costas de un mar donde también fueron puestos monstruos y prodigios: ballenas, manatíes y hasta una sirena. Presidiendo el cuadro: un sol, la luna, estrellas. En el centro, están los “cuatro reyes, (las) cuatro partes”. Guamán las explicó así: “Chinchay Suyo a la mano derecha al poniente del sol; arriba a la montaña hacia la Mar del Norte Ande Suyo; da donde nace el sol a la mano izquierda hacia Chile Colla Suyo; hacia la Mar del Sur Conde Suyo”. En el centro del centro, “la cabeza y corte del reino”: Cusco y diseminadas por ahí, ciudades, puertos, ríos, lagartos, serpientes, indios de guerra (Chunchos, Arauquas), minas de azogue (Guanca Bilca/ Huancavelica), minas de plata (Potosí), minas de oro (Callauaya/Carabaya). Agregó el cronista con una envidiable y maravillosa ingenuidad: “En todas las partes hay mucho más”. Tal el mapa. 

Kusch se juega con esta definición: “Lo dibujado por Guamán Poma no concuerda con la realidad, pero encierra toda su herencia india e incaica y quiérase o no es su mapa, casi diríamos el hábitat real de su comunidad”. 

La “realidad” en la cultura dominante la determina la ciencia: los mapas son hechos a partir de fotografías tomadas por satélites y hoy, si uno paga una fuerte suma, hasta puede disponer de las cartas geográficas más sofisticadas de todas (o se supone): las que traza la agencia espacial de los Estados Unidos, la NASA. Pero, siguiendo a Kusch, ese mapa científico y por más perfecto que sea, nada tiene que ver con lo piensa quien vive dentro de esos territorios cartografiados, “no es mi país, ése que cada uno vive cotidianamente”, al decir del pensador argentino. 

* * *

Allí estábamos en Puina, pijchando y tejiendo nuestro propio mapa. Hacia el norte, hacia el Mosojhuaico, los caminos que conocían los comunarios de Puina se bifurcaban. Algunos iban hacia el Perú, la frontera oeste, a sitios tan cautivantes como Pablobamba, en la antigua ruta de las mulas que transportaban el caucho explotado en las selvas del Tambopata. Otros iban a ninguna parte, entiéndase bien: a ninguna parte que figurase en las cartas geográficas, y sencillamente porque eran sitios que sólo existían en sus mapas, en la persistencia de sus mitos y de su visión del mundo. Allí también había tesoros ocultos y peligros.

Sobre un mapa mental que trazamos en un papel (que conservo), tratábamos de ubicar Llaullimayu, “el río de las espinas”: su nombre ya lo decía todo. De la última referencia conocida, el cerro Ichucorpa, el Hito 26 del límite internacional, “quedaba más allá”, según Sebastián, en dirección siempre hacia el este, a esa imprecisa frontera cultural que existió siempre entre las tierras altas y las tierras bajas del continente, hacia el Ande Suyo de Guamán Poma, hacia el misterio.

—¿Qué hay en Llaullimayu?

—Oro, mucho oro— eso sí sonaba a certeza, aunque se sabe: siempre hay más, mucho más, como aseguraba Guamán. 

—¿Y podremos llegar?

—Tal vez, dicen que hay muchos zambos protegiendo la mina…

—¿Zambos? ¿Qué son?— pregunté intrigado, imaginando un desconocido ejército de quilomberos, refugiado en la selva desde hace siglos.

—Tigres negros, panteras— y esto también sonaba a lo mismo: más allá del mundo conocido, como en el mapa del cronista, vivían los monstruos que cada uno se procura. En medio de las montañas, y aunque el día resplandecía, todo cuajaba para transportarnos a ese sitio del cual nunca deberíamos salir: la esencia de nosotros mismos.

* * *

Esa subjetividad trasladada a los mapas hechos por nosotros mismos, a la percepción de la geografía, a la valoración del territorio, Kusch la trasladó a la filosofía: lo americano hasta el presente vendría a ser esa misma sensibilidad pensante que nos afecta a todos pero que, al no poder canalizarla, la encubrimos bajo la rigidez de la mirada científica o filosófica occidental, una mirada, por cierto, importada. 

Hay autores —Gabriel García Márquez, entre ellos— que han dicho que lo específicamente nuestro, en los andariveles de la cultura formal, sólo está volcado en la poesía y en la novelística que producimos y donde nos liberamos de ataduras: ese es también, sin dudas, parte del bagaje cultural americano. 

El resto, salvo muy honrosas excepciones, es la búsqueda de habitar modelos extraños a nuestra sensibilidad, modelos nacidos al empuje de las necesidades de otras gentes en otros territorios (la burguesía europea de los siglos XVIII y XIX) y escurrir lo nuestro en dogmas o consignas que, en el fondo, no comprendemos porque nos son impuestos: reforma educativa, reforma agraria, sufragio universal, ecologismo, catolicismo, marxismo, liberalismo, democracia.

Pero hay solución, porque al decir de Kusch, “he aquí que el pueblo existe. No es mía la culpa”. Y la remata con una de esas frases gloriosas: “Tampoco lo es el hecho de que su pensamiento va llenando infatigablemente al país hasta que seamos realmente una nación”. ¿Será? 

* * *

El día quería terminarse y comenzaba a soplar el viento gélido de las cumbres: Puina rejuntaba sus llamas, la gente caminaba hacia sus casas, encendimos una vela para que nos acompañe.

Los trabajadores de la mina Warawarani —un nombre poético como pocos, que traducido significa algo así como “mina del cielo estrellado”— fijaban una cita para esa travesía inédita al territorio desconocido del Mosojhuaico, a la “quebrada nueva”, la quebrada que se abría hacia el norte, donde sería posible encontrar prodigios y acechanzas por igual.

Sebastián se incorporó y de un rincón del cuarto, tomó una mandolina —tallada y de una belleza pura, sin barroquismos, sin atenuantes— y empezó a tocar un huayño pulsando una púa con destreza inusual. La música era tan sugestiva que nos sumergió a todos en un torrente imparable de fraternidad: claro que llegaríamos al otro lado, claro que cruzaríamos el Mosojhuaico.

De pronto, como para dejar claro de qué se trataba la cosa, Sebastián me miró y me dijo algo maravilloso:

—Lo que ves es lo que hay…

Nuestras miradas se sostuvieron una eternidad, cortando el aire…

—Pero todo hay— remató con una carcajada. Guamán Poma, el narrador de las historias de la gente antigua, había regresado: estaba ahí sentado, a mi frente, tocando la mandolina y compartiendo sus ilusiones. El pueblo existe.

Pablo Cingolani
Notas
Las citas de Rodolfo Kusch están tomadas de El pensamiento indígena y popular en América. Ed. Hacchette, 3ª. Ed., Buenos Aires, 1977.
Las citas de Guamán Poma de Ayala están tomadas de El primer Nueva Crónica y Buen Gobierno, 3ª. Ed., Siglo XXI, México, 1992.
Este texto fue escrito inicialmente el 2004. Sólo agregué algunos datos geográficos más a su versión original. (PC, septiembre de 2013)

Publicar un comentario

2 Comentarios

  1. Nuestros mapas subjetivos. Valioso escrito, querido amigo. Finalmente el único centro posible del mundo está en nuestro metro cuadrado, desde ahí extendemos la mirada y las prioridades contextuales.

    Un abrazo afectuoso

    ResponderEliminar
  2. Muy buen relato, como siempre es un placer leerte.
    Saludos.

    ResponderEliminar