A Jorge Rulli
Experimentar distancia, disonancia y desapego por lo que no se conoce ni se siente no es extraño: es la naturaleza humana. Hay un dicho del desierto, de sus moradores: no clames que el cielo te abandona, si no alzas la mirada. Se vive exiliado de uno mismo, vivimos huérfanos de estrellas y de ríos y de montañas y de toda esa fascinante aspereza-belleza del mundo, simplemente, porque ya no conmueven la luz, las aguas, las piedras.
Esta ausencia no sólo desgarra el cuerpo, no sólo martiriza la piel y el sueño, sino que angosta tanto pero tanto el alma que ya no caben dentro nuestro, no sólo la conmoción nutritiva que procura la naturaleza, sino algo más definitivo, algo más totalizador y algo, en suma, que nos libera y redime: nuestra propia profecía, el hallazgo de nuestro propio destino y su desenlace, así sean su tragedia o su gloria.
Tal vez, la línea que divide la realidad tal cual se nos impone de esos paraísos íntimos –fragmentados pero nuestros; recobrados de esa vorágine implacable que llamamos historia- sea la audacia.
La carencia de audacia nos condena sin luchar, sin abrir los ojos: nos sumerge en la nada. La perdida de la audacia, o nos colisiona de manera brutal contra ese secuestro espiritual o debería signar el momento donde ya rozamos esa verdad interior que vinculamos con esa presencia exterior que todo lo devela y todo lo provoca. De ahí, el horror al vacío y el vacío mismo que acosa a las ciudades. De ahí, la eterna canción de los valles, el sudario de las nieves, la perpetua grandeza de los cerros.
La audacia es el combustible vital de los sueños, de las ilusiones. Frente a la hostilidad, la deshumanización y el desarraigo, se vuelve imposible lo profético, se congela el destino: si no hay audacia, si no somos capaces de abrir la ventana y, simplemente, volar.
* * *
Copio estas palabras de un poema chino del siglo XI (de una antología que seleccionó el mismísimo Ezra Pound):
¿Cómo es posible que aguante tanta desdicha?
¿Cómo es posible que yo no pueda abolir las torres, derribar los muros y salir a matar a esa desdicha?
¿Acaso no tengo manos para atraparla y hundirla en la grieta más profunda de las cordilleras del oeste?
¿Acaso carezco de pies y de lengua para arrojarla lejos de mí?
¿Acaso no puedo cambiar de piel como la cambia la serpiente roja y dejar que el calor derrita todas mis penas?
¿Cómo es posible que no me atreva?
Quizás este suplicio se debe a mi falta de audacia
Quizás la juventud me abandona
Quizás ya estoy muerto
Quizás ni siquiera lo sepa.
* * *
Las virtudes revolucionarias son la rebeldía, la imaginación, la tenacidad, la alegría y la confianza. Todas estas virtudes tienen algo en común: son hijas y devotas de la audacia. Esto lo escribió, más o menos así, un monje franciscano a quien las circunstancias lo llevaron a habitar los confines del mundo, mejor: los confines de su propio mundo. Fue a mediados del siglo XVII, y no importa el nombre de su finisterrae: lo cierto es que el monje apuntaba sus verdades en pergaminos mientras los nativos trataban de envenenarlo o de atravesarlo con sus flechas o de amarrarlo a un palo para que sea devorado por hormigas carnívoras. Ellos, los nativos, también tenían razón. La naturaleza humana y la condición humana: el hombre es más hombre frente a la adversidad. La comodidad es algo detestable. El progreso es la domesticación del hombre. El robot terminará por abolir a la audacia. Cultura de teclados: cultura de esclavos.
El ojo ve más de lo que el corazón sabe: eso sentencia un poema antiguo, muy antiguo. Pero si el ojo no ve más que ruinas, el corazón comienza a astillarse, el corazón se congela, se resquebraja y estalla.
¿Venera el cachalote[1] tus umbrales como el can famélico? –es una pregunta inquietante. William Blake la respondió así: ¡Aprovechad la bendición, hombres, que dulces serán vuestros paladares y dulces vuestras renovadas dichas infantiles! (en Visiones de las hijas de Albión, 1793) Perro come a perro, aulló una Joni Mitchell extraviada de si, lejos del azul: Perro come a ballena. Cachalote no come perro. Perro come a hombre. Hombre come a perro y a ballena. Niño no come ni ballena ni perro. Dice un cantar bretón del siglo IX:
La ballena siempre me dio de comer
Pero mi perro jamás me abandonó
Y cuando yo quería llorar
La ballena no estaba a mi lado
Pero mi perro sí
Yo se lo agradezco
Y tiene su tumba debajo de un álamo
Y tiene su hogar dentro de mí
Pero si hubiese tenido hambre
Si mis venas estuviesen a punto de estallar
Por no masticar sino desdichas
Me lo habría comido igual.
La única autoridad deviene de la adversidad: uno sabe porque padece, uno padece porque siente, uno siente lo que padece y llega el momento donde uno se da cuenta que toda profecía –todo padecimiento es decir toda vida- es, en el fondo, silencio. Silencio frente al cosmos, silencio frente a su irremediable grandeza. Esa es, en definitiva, la verdadera alegría. Como budas que sangran, nos damos cuenta que ya no tenemos más nada que decir, más nada que escribir. Sólo el silencio nos cura, sólo el silencio nos calma. Decía Juan Domingo Perón, y lo siento desde el fondo de mi alma, que los únicos privilegiados debían ser los niños. ¡Cómo quisiéramos no tener que temer a los lobos y a los tiburones! ¡Cómo no quisiéramos vivir eternamente arropados, amparados, alejados de la maldad del mundo!
* * *
Un día peronista, un día de los nuestros: la diafanidad del día se extiende ante mis ojos. Miro a lo lejos, miro hacia adentro: veo lo mismo. Aquí se puede vivir sólo mirando al cielo y a los cerros. Aquí uno puede abandonarse a esa paz que transmiten las piedras, eternamente jóvenes, eternamente bellas. Aquí, uno puede, simplemente, volver a sentirse niño.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 6 de julio de 2014
[1] La ballena: ¡qué pez influyente! –digo pez, porque hasta hace cien años atrás seguíamos pensándola como icthus, como pez, como dios. Todos somos Jonás, desde la universalización de la Biblia. Y todos somos Ismael o Ajab o Queequeg desde que Melville escribió su Moby Dick, que es otra especie de libro sagrado. ¿Por qué la ballena ocupó ese lugar? ¿Por su tamaño? ¿Por su extraña belleza? ¿Por el miedo que podía causarnos? ¿Por su inconmensurable capacidad metafórica? Lo cierto es que la caverna platónica luce más impactante y fervorosa dentro del vientre del animal donde se hallaba el pobre de Jonás y sus plegarias. Dios mío: sácame de aquí que quiero volver a casa. No le pegaré más a mi mujer, no escupiré nunca jamás a mis hijos, ni los explotare como bestias de carga. El fondo insondable de las entrañas del cetáceo era el fondo oscuro y no negociable de nuestras culpas. Padece, Jonás, padece nomás: si sigues siendo la clase de hijo de puta que yo sé que eres –habla Jehová-, nunca te sacaré del fondo de los abismos intestinales de la bestia. Te vas a pudrir allí, cabrón. Nooooooooooooo, gritó Jonás desde la gruta más imposible de todas. Dios, ese dios vengativo y cruel de los antiguos, quería que el hombre aprenda. Le costó sangre y algo más a Jonás salirse de adentro de la ballena y volver a su aldea y anunciar: hola, Sara, desde ahora, seré un mejor hombre.
Ahora hay alucinados que ven en Moby Dick, una epifanía del futuro imperialismo. Casi. Casi le echen la responsabilidad a Melville por el destino manifiesto y por Irak y por Libia y por todas las cagadas y atrocidades que cometen los yanquis. Ni en pedo. Quien haya leído Moby Dick sabe que no es así.
Melville era un hombre pobre, casi un vagabundo, cuando escribió su saga magistral: la historia de las ballenas y sobre todo de una de ellas, la que titula el libro. Cuando lo publicó, hacia 1830 y pico, a nadie le importó semejante y tremenda obra. Melville siguió cagado de plata, y menos fue nombrado secretario de defensa.
La belleza de Moby Dick brilla igual que su audacia. Escribir las casi mil páginas de una de las novelas más admiradas de todos los tiempos, hay que escribirlas. Y la imponencia del hecho es, a la vez, su belleza, su grandeza eterna.
Melville es como Jonás. La diferencia es que el escritor no pidió perdón, ni quiso redimirse, y alucinadamente, se sentó en el hígado del cachalote y se puso a escribir.
Imagen: Rockwell Kent
Imagen: Rockwell Kent
4 Comentarios
Poderoso texto, amigo Pablo. Filosofía, crítica literaria y exposición del alma.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo.
Y mucho más, por cierto.
ResponderEliminarExcepcional, sin reservas
ResponderEliminarLas críticas al peronismo deben ocupar tantas páginas como sus elogios. Personalmente rescato del peronismo muchas cosas, entre ellas el sentimiento de heroísmo para los de abajo, los que nada tienen y nada somos. Bien por eso que se quedó arraigado en el inconsciente colectivo de muchos argentinos y la seguimos peleando.
ResponderEliminarBuen texto, saludos.