GONZALO LEÓN -.
Quizá lo más característico del inmigrante no sea su contraposición al cosmopolita, sino la conciencia de que está fuera de (su) lugar; pasado el tiempo esta conciencia puede atenuarse, pero no desaparecer. El inmigrante está entre el cosmopolita y el exiliado, que es el inmigrante forzado y que la poeta Juana Bignozzi define muy bien en su último libro: “sé que se dijo que hay exilios dorados /pero debo decirles no es así /el destierro o el exilio siempre es dolor”. Este fuera de lugar lo viví por primera vez cuando a pocos días de estar en Buenos Aires fui a comprar a una quesería. En mi país existe un tipo de queso blanco y blando, lechoso, al cual se conoce como “fresco”; después de esperar mi turno, la señorita detrás del mostrador me preguntó qué quería y yo, que por alguna extraña razón no había podido descifrar la oferta de quesos, contesté: Queso fresco. La señorita, arqueando la boca levemente, dijo: “Todos nuestros quesos son frescos, señor”. Traté de fijar la vista nuevamente en la oferta de quesos: brie, port salut, fontina suizo, Mar del Plata, cremoso. Me fue imposible.
Antes de seguir me presento: soy chileno, porteño de nacimiento, más precisamente de Valparaíso, viví casi veinte años en Santiago y llevo más de tres en esta ciudad, no tengo muchos lazos que me unan a mi país, salvo mis dos sobrinos, mi hermano, dos tumbas y... Y ahora retomo y digo que es fines de enero, el ministro de Economía acaba de anunciar una devaluación. Mientras camino por Retiro y me invade una promiscuidad de olores provenientes de los tubos de escape y de la comida al paso que se prepara aquí y allá, pienso que es la primera devaluación que paso en Buenos Aires. Hace dos años saqué la residencia temporal en el edificio de Avenida Antártida Argentina adonde ahora me dirijo, los trámites para obtenerlas consistían básicamente en demostrar que uno no ha cometido delitos ni aquí ni en tu país. La coincidencia indica que cuando sacaba la primera residencia terminaba de leer Diario argentino y cuando voy por la segunda estoy terminando Diario, ambos de ese otro inmigrante llamado Witold Gombrowicz: de estos libros Saer dijo que uno era la mutilación del otro. Y en eso es lo que pienso cuando me apresto a cruzar Antártida Argentina y observo pasar, a toda velocidad, los camiones hacia y desde el puerto: ¿Cuántos inmigrantes como yo han sido mutilados o muertos en su camino a las oficinas principales de la Dirección Nacional de Migraciones?
Dejo pasar la luz del semáforo para contemplar el Museo del Inmigrante, ubicado al costado de las oficinas que ya diviso de reojo, antes el Hotel del Inmigrante; construido entre 1908 y 1912, fue inaugurado previamente en 1911 por el Presidente Roque Sáenz Peña con estándares de calidad: todas las paredes estaban revestidas de mosaicos blancos traídos de Europa y las escaleras eran de mármol de Carrara. En los tres pisos donde funcionaban los dormitorios se hospedaron millones de extranjeros. Del hacinamiento del barco al hacinamiento del hotel y de ahí al hacinamiento del conventillo. Al menos para comenzar. En la planta baja estaban el comedor con grandes ventanales que daban al jardín, la biblioteca, lavaderos, sector de talleres e intendencia. No sé si hoy se atiende tan bien a los inmigrantes.
Para los gobiernos de la época la inmigración fue un tema: desde 1870 hasta 1929 llegaron al puerto de Buenos Aires seis millones de extranjeros, inmigración que hasta hoy se mantiene pero en una cifra inferior: entre 2004 (fecha en la que la ley de migraciones se flexibilizó) y 2013, dos millones de extranjeros hicieron su trámite de radicación, ya sea temporal o permanente. Por eso Argentina sigue siendo un país que se construye por inmigrantes, o eso quiero creer cuando por fin decido cruzar la avenida.
Cruzo y recuerdo que decidí tramitar mi residencia temporal en 2011 cuando se venció mi visa de turista. Entre mis planes no estaba la radicación, pero una chilena que conocía me dijo que era fácil, expedito, sacarla y me mandó un correo electrónico muy instructivo con los pasos a seguir. El primero de ellos era venir hasta acá y solicitar un certificado de antecedentes penales. Hice una cola pequeña. Un funcionario repetía en voz alta y muy despacio, como para que todos en-ten-dié-ra-mos, que sin la fotocopia de la cédula de identidad no seríamos a-ten-di-dos. Al lado había una fotocopiadora y al lado de ésta un bar. El funcionario recorría la cola repitiendo su letanía a un senegalés, a una paraguaya, a un par de peruanos y a mí. En ese momento me di cuenta de que en esa cola todos éramos iguales: había una cierta democracia en eso, y de nada valía, por ejemplo, tener educación universitaria completa. El funcionario promedio de Migraciones cree que el extranjero es idiota. Por eso ante ellos yo era un idiota más de la familia. En-tien-de es su pregunta más habitual. Bueno, a decir verdad motivos para creer que el extranjero es un idiota no faltan: recuerdo que la persona que estaba adelante mío en aquella cola llegó sin la fotocopia requerida y no sólo no fue atendido, sino que humillado. Yo mismo después de eso he cometido errores como ése.
Asumamos entonces que soy un idiota, pero hoy dejaré de serlo. Quizá en eso consistan todos estos trámites: certificado de antecedentes penales en Argentina, el mismo certificado en tu país, certificado de domicilio, toma de huellas dactilares y fotografía, solicitud de DNI y los correspondientes abonos, que es otro cuento, ya que una persona pobre no puede dejar de ser idiota. Hay que tener 350 pesos para la residencia temporal o permanente y su correspondiente DNI. Y aquí no hay ayuda estatal. Hoy vengo con todos mis papeles en regla. Ansioso, sé que esto toma su tiempo: cinco horas. Y no es que uno salga de aquí con un papel de residencia o con el DNI, uno sale con una precaria, que es un documento que señala que uno hizo el trámite de residencia y que en tres meses obtendrá el documento, pero sirve para entrar y salir del país sin tener que pagar una multa.
Hay dos alternativas que a cualquier inmigrante le quedan para este trámite final: leer o contemplar las horas, con la mirada fija, extraviada, odiando a las personas que salen aliviados, con la precaria en la mano como si fuera un trofeo de guerra. Y estaba leyendo, cuando me di cuenta de que los comentarios de mis vecinos de asiento, creo que eran peruanos (ya saben de la rivalidad que hay entre ellos y nosotros, ¿no?), interrumpieron esa lectura. Eran comentarios sobre sus vecinos y parientes, de lo que habían dicho o hecho, de una noticia policial o de farándula que vieron en Intrusos, del clima. Escuchándolos, el tiempo empezó a transcurrir lento, tan lento que comencé a mirar a cada rato el reloj de mi celular y cuando uno está así, está al borde del abismo. Así que mejor cambiarse de asiento, ponerse de pie o ir al bar a tomar un café y comer algo. Opté por todas esas alternativas.
En el bar recordé el libro Inochi wa takara (la vida es un tesoro), de Ariel Bermani, que consigna la historia de los japoneses que arribaron en la década del 30 y se instalaron en Florencio Varela, escapando de la Segunda Guerra Mundial. Uno de sus protagonistas es Jiru y sus primos quienes, como aclara Bermani, si bien no escapaban de la guerra, la adivinaban y llegaban a Brasil, gracias a un convenio que esa nación tenía con Japón y que permitía viajar a ese país e incorporarse como fuerza de trabajo en el campo. El proyecto, como en todo inmigrante de esa época, era juntar dinero y volver a su patria. En el caso de Jiru y sus primos debido al escaso dinero que ganaban pronto se trasladaron a Machado, cerca de San Pablo, donde trabajaron en la plantación de feijao, papa y algodón; sin embargo volvieron a emprender viaje, esta vez a la capital de Paraguay, donde comprobaron los efectos de la Guerra del Chaco. De vuelta al tren: esta vez se dirigieron a Buenos Aires, pero justo en esa época, el asesinato de un japonés estaba en la primera plana de los diarios porteños, por lo que, llevados por su instinto de sobrevivencia, continuaron camino a Gutiérrez y de ahí a José C. Paz, donde Jiru pasó de peón a patrón, para finalmente recalar en Florencio Varela, donde hoy hay una colonia importante de japoneses, casi todos de Okinawa.
Cuando regresé a la sala de espera, me senté a metros de quien parecía ser una japonesa y al lado de una uruguaya, que de inmediato empezó a hablarme. “Es increíble lo que hay que esperar, ya no aguanto más”, dijo y, como era linda, le presté atención (insisto: sin el documento uno da sobradas pruebas de idiotez). Con el relajo que me dio el café, le empecé a contar una historia, pero casi de entrada me interrumpió. Señalando con la mirada a un par de mulatos que en ese momento estaban siendo atendidos, preguntó: “De qué nacionalidad pensás que son”. Le dije que, según datos oficiales (saqué pecho de periodista), la mayor inmigración en los últimos diez años es la paraguaya con casi 800 mil radicaciones iniciadas, luego la boliviana con poco más de 500 mil radicaciones iniciadas y más tarde… No me dejó seguir. “Para mí son colombianos y dominicanos”, dijo arrugando la nariz y enseguida preguntó de manera cómplice: “No te parece a vos que si esos ‘negros’ no estuvieran aquí, saldríamos mucho antes”. Le dije que un par de personas habían creído que era colombiano. “Pero sos chileno, ¿no es cierto?”, inquirió con espanto.
La uruguaya era una chica joven, de veintipico años, repito, linda, pero su edad mental era como la de cualquiera de esas señoras grandes que se quejan por la cantidad de negros que hay en Buenos Aires. Ella no era igual que el resto de los inmigrantes; ella no se veía como inmigrante, pese a que estuviera haciendo el trámite para la residencia temporal. Hasta ese momento, tal vez motivado por el carácter del Presidente Pepe Mujica y ese libro que leí en mi adolescencia de Eduardo Galeano, creía que todos los uruguayos eran progres. Cambié de tema para ver qué tan progre era esta chica. Hablamos de la ley de marihuana, y ella estaba en contra: “Nos deja a todos como drogadictos, y la sociedad uruguaya no es así”. Le pregunté por qué…, pero justo la llamaron para ser atendida. Suerte para mí: hay historias que es mejor saltarse.
Paraguayos, bolivianos, peruanos, colombianos y chilenos conformamos el 85% de las radicaciones tramitadas desde la nueva Ley de Política Migratoria Argentina que entró en vigencia el 21 de enero de 2004. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Perú tiene una guía especial para el inmigrante reciente; allí destaca la legislación que establece el ingreso igualitario a los inmigrantes y sus familias, “ya sea con radicación temporaria o permanente, en las mismas condiciones de protección, amparo y derechos de los que gozan los ciudadanos argentinos, en particular los referidos a servicios sociales, bienes públicos, salud, educación, justicia, empleo y seguridad social”. Además advierte que esta legislación también cobija al inmigrante ilegal en salud y educación. Es como un matrimonio: “en enfermedad y salud”. Sin embargo, la colonia que más creció en el 2013 fue la senegalesa que, de sólo unas decenas de radicaciones resueltas durante los años anteriores, pasó a tener 1.579 radicaciones aprobadas, lo que dejó al 20% de todas las personas de esa nacionalidad como legales. Y eso que Senegal no cuenta con representación diplomática. La mayoría de estos inmigrantes proviene de Dakar y por lo general viajan sin familia; una vez en Buenos Aires, se hospedan en Once y se dedican al comercio callejero, a la venta de chucherías que ofrecen dentro de un maletín.
Las horas pasaron y, después de una caída del sistema, llegó por fin mi turno. Después de cinco horas salí con la precaria sin alardes ni gestos. Pero después de caminar unas cuadras, sentí el calor de aquel atardecer de verano, los vapores de la humedad, aquella mescolanza de olores, y en un momento de relajo respiré hondo y festejé, pero no por tener ese papel conmigo, sino por el hecho de que no volvería nunca más ahí a hacer ningún trámite.
Lo que quedaba de aquel verano y el inicio del otoño viajé por trabajo a Chile y luego a Montevideo. Quedaba poco para que se cumplieran esos tres meses, cuando de regreso a Buenos Aires la funcionaria de policía internacional de Aeroparque me dijo que había algo mal con mi precaria. Me sobresalté, pensé que tendría que pagar una multa, pero ella me tranquilizó y me dijo que consultara.
Cuando llegué a mi casa se me olvidó todo. Volvieron a pasar los días. Una mañana me di cuenta de que habían pasado más de tres meses, así que decidí ir a preguntar a una oficina ubicada en Jujuy con Venezuela. Allí una amable señora tecleó mi DNI y, sonriente, me informó que había algo mal con mis huellas digitales, que tendría que volver a tomármelas. ¿Dónde?, le pregunté, sintiendo que el mundo se derrumbaba. “En Retiro”, dijo ella. Mi reacción fue como la del Tano Pasman cuando River Plate descendió a la B. En ese momento volvía a ser indocumentado. Miré la hora de mi celular, y ya no alcanzaba a ir a Retiro. Así que opté por emborracharme. Era lo más sano.
A los dos días nuevamente estaba en las oficinas de la Dirección Nacional de Migraciones. Allí otra amable señora, ahora todas me lo parecían quizá porque yo andaba excesivamente amable, me dijo que tenía que ir a la oficina de Hipólito Yrigoyen. No podía creer que me estuvieran paseando por la ciudad. Kafkeano sería un lugar común. Volví a mirar la hora de mi celular y me dio fiaca o “lata”, como decimos en Chile, y me fui a beber unas cervezas a un bar. A esa altura no me explicaba por qué Retiro había sido un refugio tan querido para Witold Gombrowicz. Cuando va a cenar con Borges, Bioy Casares y las hermanas Ocampo, él consigna en su diario la impresión que le causaron ellos: “A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París”. Retiro es horrible, pensé entonces, y no quiero volver nunca más.
El día que fui a la repartición de Hipólito Yrigoyen era miércoles y llovía elefantes. Bajo techo, es decir guarecido, tuve que pedir un número en un mostrador y esperar mi turno, que puede ser un estado mental en el que te enajenas y vuelas por otros mundos; sin embargo en mi caso era todo lo contrario. Por eso quiero que me tomen las huellas digitales y olvidarme de estos trámites que se iniciaron en diciembre. Me puse de pie y le pregunté a la señorita si nos iban a atender o qué, que hoy llevaba esperando dos horas, que la espera es un estado mental pero que en mi caso… Creo que la señorita se compadeció, porque a los cinco minutos empezamos a ser atendidos. No por ella, pero eso no importaba, porque “algo” a esa altura era “todo” para mí.
Me tomaron las huellas dactilares. La otra funcionaria hizo un gesto. “Vuelva a poner los dedos por favor”, me pidió. “Mmmm”, agregó. Y yo: ¿Pasa algo malo? “Es muy raro, hay siete huellas que salen perfecto, pero las otras tres salen borradas”. Cómo que borradas, repliqué. “Sí”, dijo ella encogiéndose de hombros, “¿quiere saber cuáles son?”. No, gracias. Eran casi las cuatro de la tarde: tenía hambre y sólo pensaba en un plato de comida. Y cuando ya me iba, la señorita me advierte: “Bueno, si en treinta días no recibe el DNI, es porque hay una objeción con sus huellas; de ser así deberá presentar un certificado médico que diga que no se está borrando las huellas”. Pregunté: Es una broma, ¿no? La señorita, muy seria, dijo no.
Pasaron los días, las semanas, los meses y cuando eso pasa, habitualmente se abandona toda esperanza, a no ser que el concepto de tiempo desaparezca, que es una cosa mucho peor. Fue así que a principios de julio la selección Argentina llegó a una final de la copa del mundo después de veinticuatro años y fue por esa misma fecha en que me enteré de que cuando me decían (y me lo dijeron en mayo y luego en junio) que el documento estaba “en la fábrica”, se referían a Ciccone Calcográfica; ese día puteé a Amado Boudou, a Florencio Randazzo, a Ciccone, a Lanata, porque asumí que sin escándalo Ciccone, mi DNI habría llegado meses atrás. Ese día perdí efectivamente toda esperanza. Sin embargo, a fines de mes me llegó un sms que decía: “El nuevo DNI ahora es tarjeta. Lo tiene el correo y en los próximos días llegará a tu domicilio. Ministerio del Interior y Transporte. Presidencia de la Nación”. Ha pasado una semana de eso, y sigo esperando.
Publicado en revista Brando y en el blog del autor.
3 Comentarios
Cuando se me venció la visa de turista en Chile un funcionario de la PDI me retuvo en el aeropuerto y me mandó a Migraciones donde los funcionarios me miraron con extrañeza y respondieron mis preguntas con monosílabos. Recibí mi amonestación y me dejaron regresar a la Argentina. Volveré :)
ResponderEliminarPida queso cremoso y ya! Interesante anécdota, me re.entretuve por sus periplos en Argentilandia.
ResponderEliminarQue entretenido relato!!
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