GONZALO LEÓN -.
Es relativamente común que para los feriados de nuestras extensas festividades patrias vengan compatriotas a Buenos Aires. En lo personal, siempre me alegro cuando viene –ya se ha hecho una sana costumbre– un compañero de colegio: comemos en una parrilla, luego en una tratoria y vamos a algún lugar. Por lo habitual son sólo una noche y una tarde en la que nos juntamos: hablamos de nuestras vidas, de algunos compañeros de colegio que han asumido funciones públicas, del fútbol chileno y argentino, de algunos proyectos, en fin. El resto del tiempo, él recorre la ciudad por su cuenta y yo hago mis cosas, porque acá, cosa que cuesta entender desde el otro lado de la cordillera, para el 18 y 19 de septiembre se trabaja con normalidad.
La percepción que tengo de los compatriotas y de las festividades de la colectividad residente ha ido cambiando: primero me molestaba encontrarme con ellos, porque siempre estaban extrañando la cazuela (pese a que aquí hay cazuelas de todo), las empanadas (pese a que aquí abundan las empanadas, pero claro son más chicas y no hay de mariscos), el pisco (brebaje horripilante que nunca pude tragar), el terremoto (nadie debería extrañar una bebida con ese nombre) y los completos. Esa añoranza la fui entendiendo, sin compartirla, porque detrás de la cazuela estaba la mano materna y que detrás del completo los amigos que quedaron en Chile. Por esta comprensión decidí ir, por primera vez este año, a las celebraciones que la colectividad organiza en Buenos Aires. Y mi amigo y compañero de colegio fue mi cómplice en esta aventura.
Fue justo después de comer en una parrilla que propuse que podríamos a una de esas fiestas. Busqué en Facebook y di con la celebración en San Telmo. Como estábamos en Congreso, es decir relativamente cerca, mi amigo dijo que fuéramos en taxi, aunque yo en un principio quería llegar en colectivo para hacer intrépida aquella aventura. Al final llegamos en taxi al restaurante El Jefe, a metros del Parque Lezama. Eran las once y media de la noche y, por lo que nos avisaron al entrar, ya no quedaba comida. No importa, dijo mi amigo, venimos a “chupar”. Y claro, había olvidado mencionarlo, pero la razón que había movido a mi amigo había sido el pisco que de seguro encontraría allí. Piscola es su trago preferido; bueno, el de él y el de muchos compatriotas.
El local estaba lleno: algunos bailaban cueca, otros observaban al conjunto folclórico de jóvenes que la entonaba, había también un grupo en el patio de al fondo conversando y fumando y nosotros, ¿dónde estábamos nosotros? En una minibarra que salía de un pilar que tenía un espejo, desde donde teníamos una vista privilegiada de lo que ocurría detrás de nosotros. En un momento nos quedamos callados: él bebiendo su piscola y yo mi cerveza de litro. “Esto es que como Valparaíso”, soltó de pronto, y yo coincidí con su apreciación y agregué que era muy extraño esa costumbre nuestra de llevar a Chile a todas partes; de algún modo en cualquier rinconcito donde hay mayoría de chilenos se termina convirtiendo en la patria. Recordé un cumpleaños de una compatriota en un departamento de Caballito en 2011 donde se habló de Chile, de noticias chilenas, de la televisión chilena, con modismos chilenos, chistes… en fin. Fui a la barra y la dueña del bar, que lleva viviendo en Buenos Aires treinta años, dijo que se estaba acabando el alcohol y que tendría que mandar a comprar más cerveza. “Para la próxima vez”, amenazó, “esto lo organizo yo”. Le conté esto a mi amigo, y él me comentó que había descubierto que las piscolas y el vino chileno lo vendían los organizadores, mientras que la cerveza, el fernet, es decir lo no chileno, el bar.
Jamás pensé que pasaría mi mejor “18” en mucho tiempo no solamente desde que estoy en Buenos Aires, sino desde hace mucho tiempo. Cuando uno piensa este tipo de cosas, se corre el riesgo de que al minuto siguiente esa sensación se arruine. Y así pudo haber sucedido, cuando un chico joven se acercó para decirnos algo ininteligible. Era un chapurreo de borracho, pero mi amigo pensó que el chico era francés. Cuando le hice ver su error, mi amigo se puso a reír. En ese instante empezamos a seguir con la mirada al chico que vagaba o mejor naufragaba por todo el bar sin que ello lo disuadiera de entablar conversación con las personas, que acercaban su oído para entender bien. En la barra, frente a la dueña, levantó el dedo y señaló la heladera donde estaban las cervezas, sin resultados. Pero a él no le importó, siguió naufragando, hasta que encalló con una chica que estaba sola y que estuvo feliz en acogerlo durante varios minutos en una conversación. Intuí que ella era francesa.
Cuando me volví a acercar a la barra, la dueña me volvió a decir que se había tomado mucho, mucho, mucho. En el otro extremo de la barra, los chilenos en Buenos Aires anunciaron que ya no quedaba más vino y que el pisco que quedaba lo empezarían a rematar. Ahí mi amigo sintió que estaba en el paraíso. Sin embargo, detrás de ese anuncio no había bondad, sino una cuestión práctica: el bar cerraría en menos de una hora y, como ya habían ganado suficiente, había que deshacerse de algunas botellas para motivar a la gente a abandonar el bar. La estrategia era muy similar a la de aquel dueño de bar en Estados Unidos que para echar a los parroquianos les invitaba una ronda gratis, pero no una ronda de cualquier trago, sino de Long Island Ice Tea, que es una mezcla de varios licores: ron, tequila, vodka, ginebra, cointreau, bebida cola, limón. Como en Estados Unidos, aquí la estrategia funcionó. Y así todos fuimos felices.
Al otro día reincidí y fui a la celebración “oficial” en un bar en Parque Centenario, donde durante el Mundial los chilenos en Buenos Aires se juntaban a ver los partidos de la selección, pero la experiencia no fue como la del Jefe. Y por eso no merece ni contarse.
Publicado en revista Punto Final y el el Blog del Autor.
0 Comentarios