ROBERTO BURGOS CANTOR -.
Se podría conjeturar que de las músicas de la tierra, las del patio y las del salón, el bolero es la más frecuentada para martirizar las heridas de la ausencia, del abandono, de la imposibilidad, de las distancias entre corazones. Se sienten más sus dejos de queja o de orgullo junto al mar.
Y el vallenato la más ofrecida para enamorar, para sobrevivir a los domingos en la hamaca, adormecido por el aire cálido de una llanura sin horizonte, mientras nada pasa afuera. Sus letras de declaraciones sencillas y cariñosas sorprenden el sentimiento de las muchachas primerizas en enamoramientos y traen, intacta, las sonrisas, picardías y acercamientos de la noche anterior. Ayudan a la falta de expresión de la timidez y se vuelven voceros de un corazón acoquinado. Noche (no te vayas) por desgracia vuelta ripio del recuerdo, añoranza sin repetición.
El bolero y el vallenato contribuyen a la tolerancia sentimental de los seres. Se puede escuchar solo, o acompañado. El uno y el otro, cuando juntos, permiten con un supuesto cómplice traer a la memoria un secreto, un anuncio desperdiciado, una caricia inolvidable de la cual nadie más se dio cuenta. Y, ¡claro! las dedicatorias implícitas que parecen llegar como esquela lacrada a alguien que las recibe. Ocurre, a veces, que eso fue todo, un todo grande. No se volverán a ver. Quizá no hace falta. Pero de estas complicidades discretas se alimenta la esperanza. Un día o una noche, tal vez, se sentirá que ese ser te sigue oyendo y tu pensándolo.
Llegué al vallenato tarde. Eso que llaman generación, los amigos, fuimos adictos a los Beatles y a los Rolling Stones, a las experimentaciones de Bartok y de Jarret, al jazz, a la locura de Dios con Bach y Pachebel, a la alegría desatada de los gregorianos y la compañía de los fados. Al diablo llamado por Stravinski.
Este gusto nos ayudó a entender la diferencia entre lo que viene y lo que está.
En alguna ocasión, Gonzalo Arango quien presidía un movimiento literario autoproclamado como fundación de la modernidad, con sus sermones atómicos, la Cocacola y los aparatos del espacio estelar, se quedó una semana en la aldea de La Boquilla. Oyó sin desfallecimiento, en un oxidado Wulitzer, moneda detrás de moneda, a Rafael Escalona interpretado por Bovea.
Puedo hoy percibir el hueco de las voces y las notas que se apagan.
Gina Ruz cuenta que viene del funeral de Enrique Díaz. Sin necesidad del acetato está otra vez su acordeón de dedos y fuelle ligeros y su voz estragada por los sentires distintos. Interpretó como nadie La caja negra, himno de los voluntariosos que reclaman los sosiegos de la comprensión para sus desmanes. El hombre que trabaja y bebe, hombe, como no: déjenlo gozar la vida.
Juglares como él recorrían los caminos de sus regiones y las sendas del alma. Sabían cuáles canciones interpretar. Huellas de existencia.
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