ME QUIERO SUICIDAR, dijo el auditor con una voz gitana, y la conductora del programa, contestó: No lo hagas. Y él hizo caso: colgó el teléfono, cerró la llave del gas y dejó a su mujer tirada en la cama, como si fuera un cuerpo inerte. Salió a la calle y vio a la gente transitar por las calles y en ese transitar vio su vida, la de su mujer, la de ambos. La gente que caminaba como hormigas era la vida en común. Pensó en una posibilidad: detener ese tráfico de gentío con la esperanza de detener el tiempo. Con esa intención se detuvo en una esquina y con ambos brazos en alto comenzó a gritar: Deténganse, tengo una bomba. El gentío siguió su camino sin prestarle atención, a lo más lo miraban con extrañeza, como si fuera un loquito entre tantos que hay por las calles de cualquier ciudad. Dedujo entonces que, cambiando la expresión de su rostro, la actitud de la gente cambiaría, así es que gritó con el gesto severo: Deténganse, soy una bomba. Pero ahora la extrañeza fue reemplazada por risas. Sólo una persona, una mujer lo miraba en serio y detenidamente levantar una y otra vez los brazos, repitiendo la frase, sintiendo lástima por él; aunque al observarlo mejor, aquellos ojos con pestañas largas, aquella faz como de ido pero a la vez como de necesitado, la cautivó. A ella le gustaban las causas perdidas, todos sus novios habían sido causas perdidas, su padre también lo había sido, su abuelo en menor medida. Toda la imagen masculina que había querido y amado alguna vez podía ser catalogada de esa manera. Soy una bomba, la segunda parte de la expresión le sacó una sonrisa perfecta. Este tipo está loco, concluyó y enseguida: Pero es lindo. E hizo algo que nunca había hecho: tomó al hombre que gritaba de la mano y lo llevó hacia una calle aledaña, más tranquila que en la que estaban. Sorpresivamente se dejó conducir mansamente y dejó de gritar. Una vez en la calle aledaña, ella lo miró con ternura y se puso a gritar: Deténganse, él trae una bomba. El hombre tuvo ganas de escapar, pero se quedó en el lugar, en buena medida porque ella lo tenía tomado de la mano. Aún. Esa sensación le gustaba, así es que después de que ella levantó el brazo libre por segunda vez y repitió la frase, él sólo rió y se imaginó lo que hubiera pasado si no hubiera llamado a la radio aquella mañana. Tal vez estaría muerto junto a su mujer en aquel departamento de mala muerte y nada de esto estaría pasando. De pronto llegó un policía y todo terminó: los gritos de ella, las risas de él, la reacción del gentío que se dividía entre los que atravesaban la calle y los que seguían de largo.
Después de que el policía calmó a la parejita se fue al café de la esquina a conversar con el dueño, un español residente hace muchos años pero que todavía conservaba el acento. El policía no sabía de qué provincia de España era ni tampoco le importaba. Sólo iba al café a conversar con él, para evitar estar todo el día bajo ese sol abrasador. Pero el dueño de aquel café en donde al policía le gustaba ir a conversar tenía su pasado: durante el franquismo había apoyado el régimen con todo lo que eso significaba, desde la ejecución de Federico García Lorca hasta el incipiente Opus Dei de Monseñor Escrivá de Balaguer. El dueño del café no había sido propietario de un café en España, sino un tipo que se paseaba por las calles vigilando, redactando informes al aparato de inteligencia del general, denunciando a las células opositoras que observaba por los barrios. Todo eso bajo la apariencia de un vagabundo. Porque para muchos él no tenía casa, ni esposa ni hijos ni nada. Pero ésa era su fachada. Claro, no estaba casado, pero eso a su mujer le daba lo mismo, aunque a él, que seguía las enseñanzas de Monseñor Escrivá, no. Él y su familia no vivían en Madrid, sino a unos kilómetros, en Aranjuez. A pocos metros de su casa había un río, y hasta allí iba con sus hijos y mujer cuando el calor agobiaba. Se lanzaban al agua todos sus niños, y él permanecía como el salvavidas. Eso era él, para su familia y para la patria, pensaba, un “salvavidas”. El calor que hacía aquel día en esa otra ciudad le recordaron esos años, y a su familia, especialmente a su mujer. ¿Dónde estaría? Después de la muerte de Franco, él simplemente se marchó de España, sin pensarlo, dejando a los suyos a la suerte de Dios. ¿Cómo estarían sus hijos? ¿Los reconocería si entraran al café? ¿Y si ese policía vago fuera su hijo, estaría bien sacar el arma que guardaba debajo de la caja y pegarle un tiro? El policía, quizá leyendo esto, le preguntó qué le pasaba, y el español que había abandonado a su familia pero ahora tenía otra respondió: Nada, sólo recuerdo los días en que escuchaba el Concierto de Aranjuez. No sabía que le gustaba la música, replicó el policía. Sí, mucho. A propósito, señor agente, ¿usted qué haría si alguien sacara una pistola y lo apuntara directamente a la cabeza? El policía puso los brazos en jarra, como pensando la situación a la que nunca se había enfrentado, y dijo: Lo primero sería tratar de convencerlo de que tengo familia y de que lo peor que puede hacer es precisamente eso, dispararme. ¿Y si a la persona no le importara nada y estuviera decidida a…, bueno usted ya sabe? Justo en el momento en que el español con acento estaba por sacar el arma de debajo de la caja registradora, entró al café una vendedora de bombachas. El español, contrariado por la presencia, le dijo a la vendedora de bombachas que estaba prohibido el ingreso de vendedores ambulantes. Ella entonces hizo una prudente aclaración: Trabajo en la empresa que las hace, no soy ninguna vendedora ambulante, soy a domicilio, y me informaron que su mujer podría estar interesada. ¿Quién le dijo eso?, preguntó el español, molesto por la tarea de contrainteligencia. La gente, respondió la muchacha con naturalidad. ¿Qué gente?, insistió el español. Si supiera su nombre, no diría gente. No, no, yo estoy aquí para trabajar, no para responder preguntas ni menos para hacerlas, así es que le ruego que se marche, señorita. ¿Y usted, agente, no tiene novia?, preguntó la muchacha con coquetería. Señorita, se lo estoy diciendo por favor, remató el español.
La muchacha se marchó del café y volvió a mostrar su mercadería en otros cafés y en otros almacenes, a los que ella pensaba que podría interesarles. La muchacha era muy hermosa, por lo que captaba de inmediato la atención de los dueños de los locales; sin embargo, para ellos era más interesante ella que su mercadería. Cuando volvió a la casa de su madre, aún vivía con ella y el trabajo de vendedora era precisamente para emanciparse, sólo había hecho un par de ventas a dos abuelos que habían comprado un conjunto de encaje no para sus esposas, que ya habían muerto, sino para imaginarse cómo se vería la muchacha con esas minúsculas piezas. Su madre le preguntó cómo le había ido, y ella contestó: Dos. Su madre ensayó su típico discurso de que es hora de conseguirse un marido, o al menos un novio. Y ella escucharía más tarde ese rumor incesante en la cena, en la sobremesa y cuando entró al baño para ducharse. Además tú eres bonita, cualquiera estaría honrado de ser tu esposo. La muchacha no quiso responderle que ya no eran tiempos de sentirse honrada por un matrimonio, que ahora las chicas de su edad tenían relaciones; claro, menos ella, pero para eso trabajaba, para poder acostarse con un hombre en la tranquilidad de un departamento de un ambiente, pequeño, minúsculo como su corazón. Porque ella no era una mujer enamoradiza, su corazón era minúsculo y sólo podía entregar un poco de él, ese poco era sexo. Cuando se durmió, pensó en la dificultad que existía en aquel tiempo para encontrar sexo, y con eso se refería a chicos lindos, de su edad, banales, que excluyeran de sus vidas el compromiso y el amor. Un par de veces había tenido sexo con un par de chicos lindos, pero había huido al comprobar que no eran banales, sino todo lo contrario, pues querían volver a verla, a repetir el rito, y ella no estaba para repeticiones: quería una relación única, y la única forma que había para ello era teniendo una sola relación, casual, irrepetible pero satisfactoria. Varias veces le habían propuesto ejercer el comercio sexual, pero a ella no le gustaba el comercio, vendía prendas íntimas para tener sexo libremente, no para vender su sexo; si eso hubiera querido, lo hubiera hecho, porque ella era una mujer sin ataduras morales. Vender sexo para ella estaba mal, sencillamente porque no le gustaba vender. Su madre en cambio… Precisamente a la mañana siguiente hablaba con su madre de esto nuevamente: de conseguirse un buen novio o marido. Contraria a su costumbre, esta vez discutió con ella, y el tono fue subiendo, tanto que el vecino del tercer piso bajó para preguntar qué sucedía. Cuando la muchacha abrió la puerta se encontró con los reclamos del hombre, y lo encontró lindo. Él sólo miró las prendas de lencería que ella guardaba en un coqueto maletín.
El vecino del tercer piso era un fetichista en el amplio sentido de la palabra. Cuando murió el Papa, recorrió Varsovia, Roma y El Vaticano, recolectando chucherías y tierra, o más bien polvo al que él le puso “santo”, polvo santo, y que depositó en varios frascos bajo un crucifijo mediano que tenía en el mismo mueble donde abajo guardaba las copas, los platos, las fotos familiares y un sinfín de lencería. Cada una de sus novias descansaba ahí en forma de bombacha, sostén o pijama. Después del encuentro con su vecina, él salió a su trabajo. Era dependiente en una tienda de antigüedades. Y si bien le gustaban las cosas que vendía, hubiera preferido vender lencería de todos las épocas. Una vez leyó una historia de la lencería, y le pareció tan apabullante que terminó comprando muchas prendas que salían en aquellas fotos. Como los primeros sostenes, que eran usados por hombres. A veces se ponía uno de ésos y se miraba al espejo por largo rato. No soy un tipo raro, decía en estas ocasiones, soy un coleccionista. Y así pensaba él. Pero aquel día en la tienda de antigüedades no lo olvidaría, en especial cuando ingresó un tipo que aseguraba haber vivido en Toulouse y que quería de inmediato eso que está ahí. El dependiente, estupefacto, no le entendió a qué se refería y preguntó qué quería con exactitud. Eso, volvió vagamente a señalar el cliente. Sí, ¿pero qué es eso para usted, caballero? Eso, aquello, me da lo mismo como usted lo llame, pero lo quiero. ¿Cuánto cuesta?, dijo el cliente. No lo sé, replicó el dependiente. ¿Cómo que no lo sabe? Bueno, me llevo todo eso, y no diga más, anunció el hombre abriendo su billetera. El vecino transformado en dependiente, para no quedar como un idiota, respondió que eso era lo más costoso de toda la tienda. ¿Lo más costoso? Bueno, hoy ando de buen humor, agregó sacando muchos billetes, tantos, que al dependiente le pareció por un segundo estar inundado por una montaña de dinero. De pronto, imaginó, éste es el famoso hombre del saco, que en verdad es el hombre de la billetera; al momento de sacar sus billetes le dio la sensación de que estaba echando sacos y sacos de dinero y de que podía transformar cualquier habitación en una billetera. Cuando termina, continuó imaginando, sencillamente te echa ahí y tú te pierdes para siempre. La situación estaba por salirse de control. Y en ese instante apareció una niña repartiendo estampitas de santos: Padre Pío, Sor Teresita de Jesús, San Expedito. Todas eran hermosas, o eso le pareció al dependiente, que de un momento a otro dejó de poner atención en el hombre del saco de dinero.
Luego de vender casi toda mercancía, la niña caminó de regreso hasta su proveedor, un diácono de una iglesia sin sacerdote. El diácono que recién en la mañana le había pasado la mercadería se extrañó al verla regresar sin nada. Pensó: a esta pelotuda la robaron. Y cuando se preparaba para escuchar la historia de cómo le habían quitado todo, la niña sacó de sus pantalones el dinero que había ganado. El diácono se sorprendió al ver y luego contar el dinero. Era bastante bueno para ser el primer día de trabajo de esta niña prodigio. Cuando estaba por rellenar la caja en donde la niña ofrecía las estampitas, algo pasó: la niña sorpresivamente dijo que no era el trabajo que esperaba, que la gente en la calle era muy amable y que le gustaría hacer algo más rudo, más salvaje. ¿Más rudo como qué?, preguntó el diácono. No sé, usted es el jefe, pero yo estaría dispuesta a vender lencería o a vender mi cuerpo, me da lo mismo. ¿Cómo te va a dar lo mismo, si eres una niña?, replicó el diácono. Precisamente por eso: los niños estamos abiertos a nuevas experiencias. El diácono dudó, con ese tipo de duda que esconde más bien una retórica de las suposiciones; en otras palabras, se puso a enunciar todas las situaciones posibles, hasta que llegó a una conclusión: ¿Te gustaría ser esclava? La niña miró al diácono con dulzura y le retrucó qué era una esclava. Una esclava, explicó el hombre de fe, es una persona que carece de voluntad propia y que es propiedad de alguien más. Ah, dijo la niña risueñamente, ser esclavo es una forma de ser niño. No exactamente, respondió el hombre de fe. ¿Pero dígame bien qué es?, gritó entonces en la iglesia sin sacerdote.
Luego de vender a la niña a un tipo que nunca había visto en su vida, el diácono se puso a llorar por todos aquellos niños que no tenían la fortuna de la niña, que ahora era esclava. Se va con un buen hombre, exclamó a los ojos del Señor y enseguida escuchó una melodía celestial. Había hecho su buena obra del día. Mientras tanto, en la casa del buen hombre, la niña estaba siendo desvestida e inspeccionada por una mujer. La niña se veía complacida con la inspección y reía a cada tanto por las manos frías de la mujer. El tipo que la había comprado había salido de casa y las mujeres habían quedado solas. La mayor también era esclava, pero trataba a la niña como si fuera de su propiedad, lo que a la niña le divertía. Estuvieron una tarde jugando al papá y a la mamá, a la mamá y a la hija, a las amantes. Jugaron a todo. Hasta que se aburrieron y durmieron plácidamente a la espera de que su amo llegara. Pero su amo nunca llegó. Lo último que hicieron esa noche fue bailar, así es que se quedaron con la radio encendida hasta el otro día.
A la mañana siguiente, la radio no sólo se escuchaba en la casa de las dos esclavas, sino en toda la ciudad, o al menos en los hogares en donde tenían sintonizado ese programa, conducido por una mujer con acento gitano, que en ese momento bostezaba e intentaba desperezarse. La locutora no había dormido bien. Su esposo, un ingeniero que había sido taxista en su juventud y que no paraba de sacarle eso en cara cuando la oportunidad aparecía, no la había dejado conciliar el sueño. Habían discutido, pero no recordaba sobre qué específicamente; sólo sabía que estaba malhumorada, no por la discusión en sí, sino porque ya estaba harta de los hombres. Hombres que no sabían vivir como adultos, hombres-niños que necesitaban a alguien mayor que los supervisara, y ese alguien era ella, pero ella estaba para grandes cosas, como ser la mejor locutora del país, o al menos la más escuchada, lo que la convertía en la mejor. Cuando pensaba en esto, llamó un hombre a la radio y, con la voz entrecortada, dijo: Me voy a suicidar. A no ser por el tono familiar de aquella voz, ella hubiera interpretado que se trataba de un déjà vu. Porque era inevitable relacionar aquel llamado con el de la mañana anterior, en el que un supuesto suicida le había dicho: Me quiero suicidar, es decir había manifestado un deseo, éste sin embargo anunciaba el suicidio como un hecho. Pensó en las maneras de disuadir a la voz de tono familiar: que la vida era hermosa y que valía la pena vivirla, que todo lo malo se va en algún momento, que lo importante son los afectos y el amor, sobre todo el amor de tu pareja y de tus seres queridos. Pero por algún motivo nada de esto le pareció efectivo o suficiente. Finalmente el auditor colgó, mientras la mujer todavía trataba de pensar en la inevitable manera de que aquello no ocurriera. Si al menos estuviéramos en Toulouse, pensó cuando anunció un espacio publicitario y llamó a su casa.
El auditor metió la cabeza en el horno, sin saber que el tipo del día anterior había hecho lo mismo, y cuando estaba todo preparado para que encendiera el fósforo, alguien de la nada le cortó la cabeza de un hachazo. La sangre espesa, como si fuese óleo, se esparció por el piso, salpicó la cocina y sus hornallas, pintando un sol de sangre alrededor del horno. La cabeza quedó ahí adentro, quién sabe cómo, mientras el cuerpo decapitado miraba cómo una gota de sangre bajaba por la única ventana de la cocina e intentaba salir a disfrutar de ese día soleado. La gota brilló a la luz, en el momento exacto en que la persona que había aparecido de la nada desaparecía por una puerta blanca, inmaculada.
La investigación de la policía, de hecho el agente del café fue el primero en llegar a la escena del crimen, tuvo a varios sospechosos en los primeros días: al diácono, al amo, a las esclavas, a la vendedora de lencería, al fetichista, al español del café. Todos fueron investigados, pero hasta hoy no se encuentra al responsable. Una de las líneas de investigación fue el crimen por encargo. El sujeto en cuestión no tenía amigos ni enemigos. Es más, su identidad sólo pudo establecerse muchos días después. El agente especuló que se podría tratar de un suicidio inducido, sin embargo nada de esto pudo ser comprobado, ya que jamás se identificó a la persona que entraba y salía de la nada ni se encontró el arma homicida. Tampoco huellas.
Después de que el policía calmó a la parejita se fue al café de la esquina a conversar con el dueño, un español residente hace muchos años pero que todavía conservaba el acento. El policía no sabía de qué provincia de España era ni tampoco le importaba. Sólo iba al café a conversar con él, para evitar estar todo el día bajo ese sol abrasador. Pero el dueño de aquel café en donde al policía le gustaba ir a conversar tenía su pasado: durante el franquismo había apoyado el régimen con todo lo que eso significaba, desde la ejecución de Federico García Lorca hasta el incipiente Opus Dei de Monseñor Escrivá de Balaguer. El dueño del café no había sido propietario de un café en España, sino un tipo que se paseaba por las calles vigilando, redactando informes al aparato de inteligencia del general, denunciando a las células opositoras que observaba por los barrios. Todo eso bajo la apariencia de un vagabundo. Porque para muchos él no tenía casa, ni esposa ni hijos ni nada. Pero ésa era su fachada. Claro, no estaba casado, pero eso a su mujer le daba lo mismo, aunque a él, que seguía las enseñanzas de Monseñor Escrivá, no. Él y su familia no vivían en Madrid, sino a unos kilómetros, en Aranjuez. A pocos metros de su casa había un río, y hasta allí iba con sus hijos y mujer cuando el calor agobiaba. Se lanzaban al agua todos sus niños, y él permanecía como el salvavidas. Eso era él, para su familia y para la patria, pensaba, un “salvavidas”. El calor que hacía aquel día en esa otra ciudad le recordaron esos años, y a su familia, especialmente a su mujer. ¿Dónde estaría? Después de la muerte de Franco, él simplemente se marchó de España, sin pensarlo, dejando a los suyos a la suerte de Dios. ¿Cómo estarían sus hijos? ¿Los reconocería si entraran al café? ¿Y si ese policía vago fuera su hijo, estaría bien sacar el arma que guardaba debajo de la caja y pegarle un tiro? El policía, quizá leyendo esto, le preguntó qué le pasaba, y el español que había abandonado a su familia pero ahora tenía otra respondió: Nada, sólo recuerdo los días en que escuchaba el Concierto de Aranjuez. No sabía que le gustaba la música, replicó el policía. Sí, mucho. A propósito, señor agente, ¿usted qué haría si alguien sacara una pistola y lo apuntara directamente a la cabeza? El policía puso los brazos en jarra, como pensando la situación a la que nunca se había enfrentado, y dijo: Lo primero sería tratar de convencerlo de que tengo familia y de que lo peor que puede hacer es precisamente eso, dispararme. ¿Y si a la persona no le importara nada y estuviera decidida a…, bueno usted ya sabe? Justo en el momento en que el español con acento estaba por sacar el arma de debajo de la caja registradora, entró al café una vendedora de bombachas. El español, contrariado por la presencia, le dijo a la vendedora de bombachas que estaba prohibido el ingreso de vendedores ambulantes. Ella entonces hizo una prudente aclaración: Trabajo en la empresa que las hace, no soy ninguna vendedora ambulante, soy a domicilio, y me informaron que su mujer podría estar interesada. ¿Quién le dijo eso?, preguntó el español, molesto por la tarea de contrainteligencia. La gente, respondió la muchacha con naturalidad. ¿Qué gente?, insistió el español. Si supiera su nombre, no diría gente. No, no, yo estoy aquí para trabajar, no para responder preguntas ni menos para hacerlas, así es que le ruego que se marche, señorita. ¿Y usted, agente, no tiene novia?, preguntó la muchacha con coquetería. Señorita, se lo estoy diciendo por favor, remató el español.
La muchacha se marchó del café y volvió a mostrar su mercadería en otros cafés y en otros almacenes, a los que ella pensaba que podría interesarles. La muchacha era muy hermosa, por lo que captaba de inmediato la atención de los dueños de los locales; sin embargo, para ellos era más interesante ella que su mercadería. Cuando volvió a la casa de su madre, aún vivía con ella y el trabajo de vendedora era precisamente para emanciparse, sólo había hecho un par de ventas a dos abuelos que habían comprado un conjunto de encaje no para sus esposas, que ya habían muerto, sino para imaginarse cómo se vería la muchacha con esas minúsculas piezas. Su madre le preguntó cómo le había ido, y ella contestó: Dos. Su madre ensayó su típico discurso de que es hora de conseguirse un marido, o al menos un novio. Y ella escucharía más tarde ese rumor incesante en la cena, en la sobremesa y cuando entró al baño para ducharse. Además tú eres bonita, cualquiera estaría honrado de ser tu esposo. La muchacha no quiso responderle que ya no eran tiempos de sentirse honrada por un matrimonio, que ahora las chicas de su edad tenían relaciones; claro, menos ella, pero para eso trabajaba, para poder acostarse con un hombre en la tranquilidad de un departamento de un ambiente, pequeño, minúsculo como su corazón. Porque ella no era una mujer enamoradiza, su corazón era minúsculo y sólo podía entregar un poco de él, ese poco era sexo. Cuando se durmió, pensó en la dificultad que existía en aquel tiempo para encontrar sexo, y con eso se refería a chicos lindos, de su edad, banales, que excluyeran de sus vidas el compromiso y el amor. Un par de veces había tenido sexo con un par de chicos lindos, pero había huido al comprobar que no eran banales, sino todo lo contrario, pues querían volver a verla, a repetir el rito, y ella no estaba para repeticiones: quería una relación única, y la única forma que había para ello era teniendo una sola relación, casual, irrepetible pero satisfactoria. Varias veces le habían propuesto ejercer el comercio sexual, pero a ella no le gustaba el comercio, vendía prendas íntimas para tener sexo libremente, no para vender su sexo; si eso hubiera querido, lo hubiera hecho, porque ella era una mujer sin ataduras morales. Vender sexo para ella estaba mal, sencillamente porque no le gustaba vender. Su madre en cambio… Precisamente a la mañana siguiente hablaba con su madre de esto nuevamente: de conseguirse un buen novio o marido. Contraria a su costumbre, esta vez discutió con ella, y el tono fue subiendo, tanto que el vecino del tercer piso bajó para preguntar qué sucedía. Cuando la muchacha abrió la puerta se encontró con los reclamos del hombre, y lo encontró lindo. Él sólo miró las prendas de lencería que ella guardaba en un coqueto maletín.
El vecino del tercer piso era un fetichista en el amplio sentido de la palabra. Cuando murió el Papa, recorrió Varsovia, Roma y El Vaticano, recolectando chucherías y tierra, o más bien polvo al que él le puso “santo”, polvo santo, y que depositó en varios frascos bajo un crucifijo mediano que tenía en el mismo mueble donde abajo guardaba las copas, los platos, las fotos familiares y un sinfín de lencería. Cada una de sus novias descansaba ahí en forma de bombacha, sostén o pijama. Después del encuentro con su vecina, él salió a su trabajo. Era dependiente en una tienda de antigüedades. Y si bien le gustaban las cosas que vendía, hubiera preferido vender lencería de todos las épocas. Una vez leyó una historia de la lencería, y le pareció tan apabullante que terminó comprando muchas prendas que salían en aquellas fotos. Como los primeros sostenes, que eran usados por hombres. A veces se ponía uno de ésos y se miraba al espejo por largo rato. No soy un tipo raro, decía en estas ocasiones, soy un coleccionista. Y así pensaba él. Pero aquel día en la tienda de antigüedades no lo olvidaría, en especial cuando ingresó un tipo que aseguraba haber vivido en Toulouse y que quería de inmediato eso que está ahí. El dependiente, estupefacto, no le entendió a qué se refería y preguntó qué quería con exactitud. Eso, volvió vagamente a señalar el cliente. Sí, ¿pero qué es eso para usted, caballero? Eso, aquello, me da lo mismo como usted lo llame, pero lo quiero. ¿Cuánto cuesta?, dijo el cliente. No lo sé, replicó el dependiente. ¿Cómo que no lo sabe? Bueno, me llevo todo eso, y no diga más, anunció el hombre abriendo su billetera. El vecino transformado en dependiente, para no quedar como un idiota, respondió que eso era lo más costoso de toda la tienda. ¿Lo más costoso? Bueno, hoy ando de buen humor, agregó sacando muchos billetes, tantos, que al dependiente le pareció por un segundo estar inundado por una montaña de dinero. De pronto, imaginó, éste es el famoso hombre del saco, que en verdad es el hombre de la billetera; al momento de sacar sus billetes le dio la sensación de que estaba echando sacos y sacos de dinero y de que podía transformar cualquier habitación en una billetera. Cuando termina, continuó imaginando, sencillamente te echa ahí y tú te pierdes para siempre. La situación estaba por salirse de control. Y en ese instante apareció una niña repartiendo estampitas de santos: Padre Pío, Sor Teresita de Jesús, San Expedito. Todas eran hermosas, o eso le pareció al dependiente, que de un momento a otro dejó de poner atención en el hombre del saco de dinero.
Luego de vender casi toda mercancía, la niña caminó de regreso hasta su proveedor, un diácono de una iglesia sin sacerdote. El diácono que recién en la mañana le había pasado la mercadería se extrañó al verla regresar sin nada. Pensó: a esta pelotuda la robaron. Y cuando se preparaba para escuchar la historia de cómo le habían quitado todo, la niña sacó de sus pantalones el dinero que había ganado. El diácono se sorprendió al ver y luego contar el dinero. Era bastante bueno para ser el primer día de trabajo de esta niña prodigio. Cuando estaba por rellenar la caja en donde la niña ofrecía las estampitas, algo pasó: la niña sorpresivamente dijo que no era el trabajo que esperaba, que la gente en la calle era muy amable y que le gustaría hacer algo más rudo, más salvaje. ¿Más rudo como qué?, preguntó el diácono. No sé, usted es el jefe, pero yo estaría dispuesta a vender lencería o a vender mi cuerpo, me da lo mismo. ¿Cómo te va a dar lo mismo, si eres una niña?, replicó el diácono. Precisamente por eso: los niños estamos abiertos a nuevas experiencias. El diácono dudó, con ese tipo de duda que esconde más bien una retórica de las suposiciones; en otras palabras, se puso a enunciar todas las situaciones posibles, hasta que llegó a una conclusión: ¿Te gustaría ser esclava? La niña miró al diácono con dulzura y le retrucó qué era una esclava. Una esclava, explicó el hombre de fe, es una persona que carece de voluntad propia y que es propiedad de alguien más. Ah, dijo la niña risueñamente, ser esclavo es una forma de ser niño. No exactamente, respondió el hombre de fe. ¿Pero dígame bien qué es?, gritó entonces en la iglesia sin sacerdote.
Luego de vender a la niña a un tipo que nunca había visto en su vida, el diácono se puso a llorar por todos aquellos niños que no tenían la fortuna de la niña, que ahora era esclava. Se va con un buen hombre, exclamó a los ojos del Señor y enseguida escuchó una melodía celestial. Había hecho su buena obra del día. Mientras tanto, en la casa del buen hombre, la niña estaba siendo desvestida e inspeccionada por una mujer. La niña se veía complacida con la inspección y reía a cada tanto por las manos frías de la mujer. El tipo que la había comprado había salido de casa y las mujeres habían quedado solas. La mayor también era esclava, pero trataba a la niña como si fuera de su propiedad, lo que a la niña le divertía. Estuvieron una tarde jugando al papá y a la mamá, a la mamá y a la hija, a las amantes. Jugaron a todo. Hasta que se aburrieron y durmieron plácidamente a la espera de que su amo llegara. Pero su amo nunca llegó. Lo último que hicieron esa noche fue bailar, así es que se quedaron con la radio encendida hasta el otro día.
A la mañana siguiente, la radio no sólo se escuchaba en la casa de las dos esclavas, sino en toda la ciudad, o al menos en los hogares en donde tenían sintonizado ese programa, conducido por una mujer con acento gitano, que en ese momento bostezaba e intentaba desperezarse. La locutora no había dormido bien. Su esposo, un ingeniero que había sido taxista en su juventud y que no paraba de sacarle eso en cara cuando la oportunidad aparecía, no la había dejado conciliar el sueño. Habían discutido, pero no recordaba sobre qué específicamente; sólo sabía que estaba malhumorada, no por la discusión en sí, sino porque ya estaba harta de los hombres. Hombres que no sabían vivir como adultos, hombres-niños que necesitaban a alguien mayor que los supervisara, y ese alguien era ella, pero ella estaba para grandes cosas, como ser la mejor locutora del país, o al menos la más escuchada, lo que la convertía en la mejor. Cuando pensaba en esto, llamó un hombre a la radio y, con la voz entrecortada, dijo: Me voy a suicidar. A no ser por el tono familiar de aquella voz, ella hubiera interpretado que se trataba de un déjà vu. Porque era inevitable relacionar aquel llamado con el de la mañana anterior, en el que un supuesto suicida le había dicho: Me quiero suicidar, es decir había manifestado un deseo, éste sin embargo anunciaba el suicidio como un hecho. Pensó en las maneras de disuadir a la voz de tono familiar: que la vida era hermosa y que valía la pena vivirla, que todo lo malo se va en algún momento, que lo importante son los afectos y el amor, sobre todo el amor de tu pareja y de tus seres queridos. Pero por algún motivo nada de esto le pareció efectivo o suficiente. Finalmente el auditor colgó, mientras la mujer todavía trataba de pensar en la inevitable manera de que aquello no ocurriera. Si al menos estuviéramos en Toulouse, pensó cuando anunció un espacio publicitario y llamó a su casa.
El auditor metió la cabeza en el horno, sin saber que el tipo del día anterior había hecho lo mismo, y cuando estaba todo preparado para que encendiera el fósforo, alguien de la nada le cortó la cabeza de un hachazo. La sangre espesa, como si fuese óleo, se esparció por el piso, salpicó la cocina y sus hornallas, pintando un sol de sangre alrededor del horno. La cabeza quedó ahí adentro, quién sabe cómo, mientras el cuerpo decapitado miraba cómo una gota de sangre bajaba por la única ventana de la cocina e intentaba salir a disfrutar de ese día soleado. La gota brilló a la luz, en el momento exacto en que la persona que había aparecido de la nada desaparecía por una puerta blanca, inmaculada.
La investigación de la policía, de hecho el agente del café fue el primero en llegar a la escena del crimen, tuvo a varios sospechosos en los primeros días: al diácono, al amo, a las esclavas, a la vendedora de lencería, al fetichista, al español del café. Todos fueron investigados, pero hasta hoy no se encuentra al responsable. Una de las líneas de investigación fue el crimen por encargo. El sujeto en cuestión no tenía amigos ni enemigos. Es más, su identidad sólo pudo establecerse muchos días después. El agente especuló que se podría tratar de un suicidio inducido, sin embargo nada de esto pudo ser comprobado, ya que jamás se identificó a la persona que entraba y salía de la nada ni se encontró el arma homicida. Tampoco huellas.
Publicado en el blog del autor el 23 de marzo de 2012.
1 Comentarios
Leído, fue como leer una película. Muy interesante!
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