ENCARNA MORÍN -.
Señor que no me mira
mire un poco
yo tengo una pobreza para usté
limpia
nuevita
bien desinfectada
vale cuarenta
se la doy por diez
(Mario Benedetti)
mire un poco
yo tengo una pobreza para usté
limpia
nuevita
bien desinfectada
vale cuarenta
se la doy por diez
(Mario Benedetti)
Es
un nuevo pobre. Puede tener acceso a un teléfono móvil de
última generación, a un ordenador de tercera o cuarta mano, puede incluso
llevar calzado y ropa de última temporada con olor penetrante a sintético “made
in china” y hasta algún polo de “lacoste” que pilló en un ropero social, o que
simplemente es falsificado.
Sin
saber muy bien por qué, un buen día se encontró fuera del sistema. No entendía
nada de lo que explicaban en el instituto y se fue a recorrer las calles con
otros desesperanzados como él. Ahí lo dejó definitivamente, y en medio de los
porros, las pirulas y el alcohol barato, conoció a una chica con la que tuvo un
hijo. Ella deambulaba también por ahí, hasta que decidieron formar una familia.
Sin referentes dignos de imitar, se debatían entre discutir por quien es el que calienta la pizza o le cambia
los pañales al niño. A veces los gritos subían de tono y a las voces de ellos
se sumaban las del pequeño que, indefenso, lloraba sin consuelo. En una
esquina, el perro lamía los restos de comida.
Pronto
comenzaron a llegar las quejas del colegio, que si el niño no paraba quieto,
que si pegaba e incluso mordía a los compañeros. Esto no era más que una gota
de agua en el inmenso océano de sus desdichas. La única forma de olvidar
aquella vida miserable era tirar mano de las drogas. Una de tantas crisis de
ansiedad le había llevado a urgencias. El doctor, de forma comprensiva, hizo lo
único que estaba en su mano: recetarle algunos ansiolíticos y tranquilizantes.
A sus antiguas adicciones ahora añadía una nueva. Lo único que la hacía
diferente es que estaba al alcance de su mano.
Una
vez al mes debía pasar por el banco de alimentos. Unas señoras muy amables le
facilitaban todo tipo de comestibles no perecederos que estaban con la fecha
justita a punto de caducar. Hacía cola con varios vecinos del barrio y raro el
día que no había bronca por cualquier excusa insignificante. Un montón de
fideos, arroz, lentejas, judías, garbanzos, harina, azúcar, y latas de tomate,
apilados en su despensa, le venían a recordar que de hambre probablemente no
muriesen ni él ni su familia. Aunque no había verduras, cosas frescas, frutas,
queso, mermeladas…nada de eso se repartía en el banco de alimentos. Tampoco en
el cheque que una vez al trimestre le daba la trabajadora social. Con él podía
comprar provisiones de primera necesidad. Pero si en el ticket figuraba un
paquete de magdalenas que el niño había pedido insistentemente, la señora de la
ayuda social le recriminaba, recordándole que eso no era prioritario.
Conseguir
un trabajo era cada vez más difícil, por no decir imposible. Lo único que sabía
hacer era usar sus dos brazos y poco más. Ningún título con el que esconder su
baja autoestima.
Unos
cuantos tatuajes en sus brazos y espalda eran una especie de recorrido por la
historia de su vida. Su novia, la ex, el nombre de su hijo e incluso el del hermano que había terminado entre rejas por un
trapicheo de poca monta estaban estampados en su cuerpo serrano. Mientras tanto,
su propia madre había cerrado para él las puertas de su casa. Todo porque le
faltaron algunas pertenencias y estaba empeñada en que había sido él quien las
sustrajo. Posiblemente era el responsable, pero ni siquiera lo recordaba… todo
estaba en una nebulosa de conseguir una dosis diaria para no pensar en nada,
para darle espaldarazo a aquella miseria de vida en la que todo consistía
simplemente en no hacer nada, no tener nada, la nada más absoluta que el
llenaba con discusiones, broncas, enredos…. Tal era su furia, que a la mínima
saltaba como si le fuera la vida en ello.
De
su paso por la escuela recordaba algunas cosas. Una vez fue en barco hasta la
isla vecina y lo pasó fatal por el mareo,
pero en el trayecto pudo ver unos delfines juguetones que saltaban cerca, muy
cerca y esa experiencia quedó grabada en su memoria para siempre. En otra
ocasión fueron todos de acampada para despedir el curso, y por poco se queda en
tierra ya que la familia no disponía de los cincuenta euros que debían aportar.
Pero la seño le dijo que ya estaba todo resuelto, que preparara su mochila.
Pese a que era un alumno revoltoso y travieso, en el cole no terminaban de
tirar la toalla, y le daban clases de refuerzo. Algunas veces se quedó penado
sin recreo, y eran estos momentos en los que se sentía un verdadero pez fuera
del agua.
Especialmente
los lunes, después de un fin de semana agitado, sentarse en uno de aquellos
pupitres, callado y atento, era un esfuerzo sobrehumano para él. Y buscaba la
manera de salir de la clase como fuera, aunque para ello tuviera que decir
“gordo seboso” al compañero de al lado para ser expulsado al despacho de la
directora.
Una
vez se convirtió en adulto, llevaba a su espalda una trayectoria de centros de
menores, vida nocturna, peleas callejeras…fuera de eso en su vida todo era la
nada más absoluta. Lo mismo que sus eventuales amantes o amigas, con las que
compartía palabras rotundas de amor eterno a sabiendas de que eso era tan falso
como el resto de su existencia.
Si
fuera tan fácil morir de repente, seguramente ya habría desaparecido. Pero le iba a
tocar una larga agonía a fuego lento. A salto de mata, hoy aquí y mañana allí…
se le iba la cabeza y era capaz de cometer cualquier fechoría, para luego arrepentirse.
Alguna
vez había ido a parar a urgencias por algunos de sus excesos. Casi entró en
coma etílico cuando aún no tenía la mayoría de edad. Como todos los ciudadanos,
tenía entre comillas el derecho a la salud. La abuelita llevaba casi dos años
esperando por una radiografía, y otros tantos para ingresar en un centro de
mayores. El pequeño necesitaba renovar las gafas y también llegar al oculista
se estaba convirtiendo en una larga espera. El ambulatorio era un lugar
deprimente en el que se juntaban enfermos que habían conseguido una cita
previa, pero la mayoría se quejaba, invadiendo el ambiente una gran
desesperanza. Había anécdotas de todo tipo: desde la joven que estuvo casi tres
días en paritorio, antes de que por fin se decidieran a hacer “ el gasto” de la
cesárea, hasta el enfermo de cáncer que recibía la quimio previo viaje en bus
ya que las ambulancias había que pagarlas.
Tenía
un techo de puro milagro. Su novia estuvo varios años en lista de espera hasta
que le asignaron, por sorteo, una de aquellas viviendas sociales. El vecindario
compartía toda su pobreza. A veces se escuchaban gritos en mitad de la noche, y
nadie se inmutaba. El respeto consistía en vive y deja vivir. La nada más
absoluta deambulaba por muchas de
aquellas calles junto con la desesperanza, el miedo, la soledad y el vacío
inmenso. Tenía la sensación de que el alma salió disparada de su cuerpo cuando
aún era un niño. Todo eso conformaba su pobreza, que no era suya en exclusiva
ya que además auguraba con ser la pobreza de sus hijos y probablemente la de
sus nietos.
Fotografía: Kristhóval Tacoronte
2 Comentarios
Una historia que representa a muchas historias, una postal tan realista como triste de esta época injusta.
ResponderEliminarMuy bien narrado. Abrazos, querida Encarna.
Época injusta... esa es la definición. La vivimos tan de cerca, que nos damos de frente con ella en cada instante. Hasta nos hemos acostumbrado a mirar sutilmente para otro lado. Bregar con estas historias cada día, es muy triste.
ResponderEliminarAbrazos Jorge