MANUEL GAYOL MECÍAS -.
No voy a definir el amor, porque si hay una palabra que posee infinidad de respuestas, de definiciones y de relaciones con todas las cosas conocidas es la del “amor”. En este sentido el primer sinónimo, y al mismo tiempo significado, del verbo amar es Dios Creador. Lo que sí quiero establecer es la diferencia entre lo que viene a ser el amor clásico, imbuido del tiempo humano, y el amor metafísico o cuántico, que es todo misterio: salto y no trayectoria.
Bueno, el amor de este mundo, el clásico, que se reproduce en un estado doméstico y también en el cotidiano en su relación con todas las cosas, digamos que sí cuenta con una gradación y una trayectoria. Es el amor que viene del afecto, debido al acercamiento filial y de amistad, al roce y a las vibraciones positivas en las identificaciones entre los seres y los seres, y entre los seres y las cosas. Aprendemos, y hasta de una manera espontánea, a querer lo bueno y noble que nos rodea o a todo aquello que nos hace ser mejores: un familiar, una amistad, animales que nos ayudan, una fe, un proyecto, un lugar, una profesión, una institución, los recuerdos y los valores humanos, entre tantas cosas, que nos permiten darnos cuenta de la necesidad del prójimo, de que hay una supranaturaleza que nos espera al final de nuestra consabida evolución hacia el punto Omega; que hay una infinidad de senderos que nos hacen llegar al destino común para todas las almas, aquellas que sentimos y sabemos que en el principio de todos los principios el origen que tuvimos fue divino.
Pero entre todas estas relaciones se suscita la gradación o la degradación, según sea el comportamiento de esas relaciones. Lo que quiero decir es que este amor doméstico, cotidiano y del mundo, se construye y reconstruye… o se destruye y desaparece; o peor, se convierte en la contrariedad del odio, porque está sujeto al tiempo que rige al ser humano; y porque puede estar afectado también por esa Nada que todos llevamos dentro.
Por otra parte, aun cuando el amor sea de una manera cuántica, de una manera espontánea, intensamente misteriosa, podría aparentar correr el riesgo de perderse; simplemente por el hecho de estar inmerso en las coordenadas del mundo, podría verse imbuido en un sistema de relaciones negativas y así correría el riesgo de transformarse en tedio, en odio incluso y aparentar languidecer; pero aun cuando esto sucediera —debido a una influencia humanamente diabólica—, al final de todo, en última instancia, el amor cuántico volvería a su redil divino, a su destino del origen si es que se quiere ver de una manera popular, para no decir populista, es el happy end de todas telenovelas rosa. Pero que en la realidad entre las coordenadas corpóreas e imaginarias, este tipo de amor supuestamente “rosa” existe y hay que tenerlo en cuenta, porque puede ser otro revestimiento más del amor divino. Este fin en sí mismo que tienen las novelas rosa no es lo malo ni lo mediocre que casi siempre se les critica y por lo que esas historias son rechazadas por una crítica seria. Y es que el triunfo —a pesar de todos los avatares— del amor cuántico resulta perfectamente justo y válido en este contexto del que hablo para la relación entre lo humano y lo divino. El fin del amor, por encima de todo, no es lo criticable, y hasta podríamos decir: lo que hay que rechazar, sino que lo mediocre de esas historias rosanovelescas radica en su trayectoria, en su “cómo” la hacen, en los elementos que emplean, los mensajes torpes y estúpidos que le dan a los receptores y la violación constante de la verosimilitud imaginativa, entre muchas cosas más.
Insisto, el amor cuántico, el amor en un clic de luz, surge sin explicación alguna, sin descripción de experiencia alguna; es un chispazo del que se prende un fuego que a pesar de ser nuevo, ha estado con uno siempre desde los tiempos más remotos, porque viene incluso de mucho más allá del tiempo humano. Es un amor de almas, que se impone incluso por encima de la belleza corpórea, porque ante todo tiene la belleza y la seducción de lo divino, del misterio, que solo trasciende y se conoce a través de la intuición. El amor cuántico es todo intuición. Es la fórmula paradojal de lo efímero con lo perenne —y en este sentido es imagen y poesía; es Imago—; es la posibilidad y potencialidad de las coincidencias, del azar profundo; de la atracción de lo divino por lo divino; es la mística de las almas en su necesidad de reencontrarse para seguir en su evolución hacia el Gran Espíritu de Omega.
De aquí que la inmensa diferencia entre el amor humano y el amor divino esté delimitada por el tiempo humano (y digo Tiempo Humano aun cuando sería una redundancia, ya que el “tiempo” como tal entraña lo humano; y viceversa: lo “humano” implica el “tiempo”, pero es un énfasis que recuerda una separación, el hecho de que el “tiempo” también se da en las relaciones entre lo orgánico y lo inorgánico). El tiempo humano, aunque pueda aparentar ser eterno en su sucesión a la hora de referirnos al hombre como especie, es por naturaleza de la evolución hacia lo divino (que termina en Omega), es, repito, perecedero. El Tiempo Humano termina en Omega. Pero ya en una evidencia más próxima tenemos que el tiempo personal es evidentemente perecedero (el ser humano nace, se desarrolla y muere). La especie continúa —como se dice— hasta el final de los tiempos.
El amor humano está condicionado entonces por las relaciones, como ya dije, entre los seres y los seres, los seres y los animales y los seres y las cosas. Por eso este tipo de amor puede parar, terminar, desaparecer… ¡pero cuidado!... hay afectos que han tenido una relación humana tan intensa que se rehacen en sí mismos como divinidad, como un sortilegio de la divinidad. Por así decirlo, se ganan el mérito de entrar en la eternidad. Y ello podría haber sido una amistad o un cariño filial, y hasta la sensibilidad desplegada por una persona durante su vida hacia determinados aspectos y lugares de su existencia.
Esta es la belleza de la vida física, corpórea, en su relación intrínseca con la creación divina; o sea, es una oportunidad más con que cuenta lo material, y en específico, lo humano, de reivindicarse como transformación de amor; me refiero a las relaciones humanas, claro, que, desde su origen, no venían programadas como categoría divina, pero que se la ganaron en el desarrollo de su sensibilidad. Esta categoría de lo divino (este sello o código genético, digámoslo así) lo trae consigo todo ser humano, en diferentes dosis, también podríamos añadir. Pero las relaciones entre los seres con los seres y los seres con los animales y con las cosas no tienen que tener un origen divino, sino que en la medida en que el hombre avanza en su evolución y le otorga a sus identificaciones una enorme profundidad sensible, entonces esas comuniones devienen actos de fe y alcanzan la divinización. Por qué no pensar, por ejemplo, que el perdón y la ayuda a alguien que haya sido un enemigo es algo que rebasa las acostumbradas y hasta rutinarias relaciones de lo cotidiano. Por qué no creer en las posibilidades divinas que pudiera tener el cariño de un perro (o de otro animal, cualquiera sea) por su dueño. Por qué no pensar en las ayudas diarias a los colegas de trabajo: el amor de amistad que le pudiera profesar uno a un colega específico. Quizás se diera una gran cantidad de ejemplos en que lo humano —por bondad propia— puede obtener la calificación de lo divino. Valgan por ahora estos ejemplos que he citado.
[Este ensayo forma parte del libro inédito La penumbra de Dios (De la Creación, la Libertad y las Revelaciones). Intuiciones I]
Imagen: Tute
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