GONZALO LEÓN -.
A finales de marzo hubo varias lecturas en distintas ciudades de Argentina: capital, Córdoba. Todas, con el lema “Ni una menos”, denunciaban los 277 asesinatos a mujeres en 2014 y los 1808 desde 2008. Estas cifras, entregadas por el Observatorio de Femicidios, si bien consignan una reducción de casi 20 asesinatos en relación al 2013, constituyen una mujer asesinada cada 31 horas. Pero la lupa no sólo ha estado en los asesinatos, también en la cantidad de mujeres que son obligadas a prostituirse año a año. Está demostrado que detrás de la prostitución está la trata de personas, con todo lo que eso incluye: privación de libertad (algunas veces secuestro, otras “reclutamiento”), condiciones de vida infrahumanas. Según la ONG Acciones Coordinadas Contra la Trata (ACCT) y una dependencia especializada del Ministerio Público Fiscal, entre 1990 y 2013 hubo más de 3000 mujeres desaparecidas, la mayoría de ellas entre 12 y 18 años.
Selva Almada publicó el año pasado Chicas muertas, tres crónicas sobre tres chicas que encontraron la muerte no ahora, ni hace diez o quince años, sino en los años 80. La autora del libro dijo en una entrevista: “Las víctimas son chicas jóvenes y humildes –Andrea Danne, María Luisa Quevedo, Sarita Mundín– que vivían y encontraron la muerte en tres pueblos ínfimos del interior de la Argentina, cuando nadie hablaba todavía de ‘femicidio’”. Desde esos años la conciencia y la voz de alarma han crecido, especialmente gracias a los casos de Marita Verón y María Cash, desaparecidas en 2002 y en 2011, y a la lucha de sus familiares por que aparezcan con vida, o al menos por saber qué pasó con ellas.
Trata, desaparición y muerte se unen en una inevitable secuencia de hechos tanto en la realidad como en la literatura argentina, donde pueden rastrearse perfectamente. Roberto Arlt, hace casi noventa años, contaba la historia de un delincuente de poca monta, cuya novia, que trabajaba como prostituta, quería irse a vivir con él. Hasta aquí una historia tierna, pero el hombre entonces le preguntó si estaba dispuesta a darle una prueba de amor, “y cuando la meretriz le preguntó en qué consistía la prueba de amor, él le contestó: dejarse atravesar la mano con un cuchillo, y como ella accedió, le clavó la mano en la tabla de la mesa”. Después de eso el hombre se marchó, es decir “la dejó clavada”.
Todos saben que Argentina terminó de construirse como nación gracias a la inmigración; sin embargo, esto no significa que la inmigración estuviera exenta de crímenes y mafias que los practicaran. Hace cien años dos grandes mafias se repartían el mercado de la trata: la de los marselleses y la judía conocida como Zwi Migdal. Una de las historias que reconstruye en su primera novela Edgardo Cozarinsky (El rufián moldavo) es precisamente la historia de esta mafia: “En 1929 se estima que la Zwi Migdal tenía unos quinientos socios, controlaba en el país dos mil prostíbulos y treinta mil mujeres. En la sede central de la organización funcionaba una sinagoga donde rabinos cómplices, que quién sabe si eran realmente rabinos, hacían casamientos sin valor legal ante la ley argentina”. Estos casamientos tenían la función de atar, religiosamente, a la prostituta con su rufián, a la puta con el cafiolo o cafiche. Muchas de esas mujeres fueron traídas con engaños desde Europa, ¡y más encima eran judías! Una vez llegadas, si se portaban bien, se quedaban en prostíbulos de la capital; de lo contrario eran enviadas a provincias, con el objeto de “disciplinarlas”.
Cozarinsky plantea el problema de la identidad y de sus orígenes (él es hijo de inmigrantes de una familia judía), y en qué medida puede sentirse responsable por crímenes que fueron cometidos por los dirigentes de la colectividad, quienes estaban tan al tanto de esta mafia al punto que la mantuvieron hasta que les fue posible. Esto mismo ocurrió con el famoso Rubro 59, que era el código por el cual los prostíbulos hacían publicidad en los diarios de circulación nacional. La Presidenta Cristina Fernández lo eliminó un año después de que se dictara la ley de matrimonio igualitario en 2010, lo que deja en evidencia cuáles eran las prioridades del gobierno y también del Parlamento. Pero la prostitución se las arregló inmediatamente eludir la prohibición de hacer publicidad: hoy hombres jóvenes y de mediana edad se reparten las manzanas de Buenos Aires pegando papelitos publicitarios en los postes o muros. Los vecinos los quitan, pero vuelven a aparecer.
Gabriela Cabezón Cámara escribió una nouvelle llamada Le viste la cara a Dios, donde basándose en el clásico La bella durmiente relata la experiencia de una mujer en un prostíbulo de Buenos Aires. A casi un siglo de distancia entre la mafia denunciada por Cozarinsky y las actuales (responsables de las desapariciones de Marita Verón, María Cash y miles más) parece que nada hubiera cambiado en Argentina. Lamentablemente, para detener la trata y los femicidios no son necesarios más libros sobre el tema, sino mayor decisión política de parte de los poderes del Estado.
Publicado en revista Punto Final y en el Blog del autor.
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