ROBERTO BURGOS CANTOR -.
El doloroso hecho de los soldados muertos mientras acampaban en un campo deportivo, dormidos, hace pocos días, despertó un coro de protestas estridentes, de contenido silencio, de lágrimas rabiosas.
El sufrimiento no es clasificable, pero tal vez si sea posible, ahora que el estado de sobresalto nacional se desplaza hacia otras infelicidades, examinar las manifestaciones de los diversos alaridos. Los que expresan un padecimiento verdadero, los que esconden intereses inconfesables, los que razonan desde las tácticas militares, los que analizan las consecuencias de conversar para la búsqueda de la paz, en medio del tiroteo.
Pocos se han detenido a considerar la magnitud devastadora de la deformidad que han producido en los sentimientos humanos, tantos años de guerras intestinas, de muertes escandalosas, de ejercicios de odios y venganzas como formas de vivir, de mentiras.
Quizá lo primero que se pierde en una confrontación de más de medio siglo es el ideal. Para los levantados en armas el antiguo romanticismo de gestas de minorías que internadas en la selva encienden la inconformidad y la rebelión contra injusticias, la generosa entrega a formas precarias de lucha, se diluyen en la entrega a una supuesta eficiencia militarista. Y ¿por qué no? al deterioro implacable de del mundo vegetal sobre los empeños humanos. Para las fuerzas del Estado una guerra sin final es el fracaso del sentimiento de nación. El ánimo espiritual que logró Bolívar en los incipientes ejércitos del pueblo, desapareció en el letargo de una guerra sin sentido apenas conocida por su crueldad, su insania, y sin victorias morales. Esa ausencia condujo a la corrupción, a la locura de negocios ilícitos con los presupuestos públicos. Las viejas y dignas noblezas de los combatientes de otra época, fueron arrastradas por las mecánicas aciagas de las tecnologías de la muerte y la destrucción. La digna nobleza de los combatientes de uno y otro bando se volvieron una mecánica aciaga de tecnologías de la destrucción.
Aún se relee con la melancólica conformidad de lo perdido, el episodio del diario del Che Guevara, en Bolivia. La columna guerrillera está escondida en un paraje boscoso. Por el desfiladero viene un camión del ejército. Sin carpa, sobre la plataforma unos soldaditos acostados bocarriba miran el sol colándose entre el ramaje, algunos pájaros. El Che nunca dio la orden de disparar.
Los sentimientos predominantes en el rechazo a la emboscada del Cauca fueron el de venganza, el de intolerancia, el de acabar con todo.
Cuánta falta hace, en la pedagogía sobre lo que se habla en La Habana, más que loas a la paz, dibujos, insultos y sonetos, una mirada a nuestra historia desde la guerra que sufrimos. Muchos viven en la mermelada artificial de la indiferencia.
Si se estudia la guerra, conoceremos el monstruo que nos habita.
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