ROBERTO BURGOS CANTOR -.
A las 6 de la tarde, cuando la jaula de la democracia no sesiona, las oraciones y las campanas de la catedral cesan, el golpeteo de teclas, sellos, bultos de papeles contra el suelo en la guarida de la justicia callan, y han recogido las banderas; el gris de plomo viejo del cielo de Bogotá D. C. arropa el ánimo. La plaza de Bolívar cubierta de porquería y plumones de palomas. Es la hora en que un malta protege del desconsuelo y fortalece contra el escalofrío mientras llegan las ballenas de Gustavo Zalamea y lo llevan a uno a las estrellas.
En ese espacio desangelado hablábamos con Germán Espinosa de la ida de Óscar Collazos para Cartagena de Indias. Nos había confiado que requería alejarse de los inacabables almuerzos santafereños y los interminables cocteles. Sus rituales decadentes, con los años, se tornaban insoportables.
Cuando Óscar viajó nos dijo a Eligio García Márquez y a mi, que se adelantaba para cuidarnos el puesto. Y la verdad es que se integró a la vida cartagenera con el entusiasmo de un muchacho. Retornó pronto a la tiranía de escritor; afinó su virtud de polemista; y entre la universidad del Norte y la Tecnológica de Bolívar, descubrieron sus talentos de docente.
Nos encontrábamos en los seminarios internacionales del Caribe. Alfonso Múnera nos invitaba, con Rómulo Bustos, a leer inéditos, la obra en marcha. Así conocimos Rencor y Tierra quemada, dos espléndidas novelas.
Eligio, cada domingo de nuestra amistad me preguntó: ¿cuándo nos vamos para Cartagena de Indias? y agregaba el ejemplo de Collazos.
Yo hacía trampas, le contestaba que en la cangrejera sobreviven mejor los caracoles ermitaños, lo que no nacieron allá. Y me moría de ausencia.
Sin guías, pronto hizo amigos entrañables, Alberto Abello, Pedro Luis Mogollón, Gustavo Tatis, María Elsa Ábaco, el teatrero permanente y barman de ocasión, don Eparquio Vega. Me retaba a descubrir el lugar de la mejor sopa de mondongo. Por supuesto ya la había probado con nuestro goloso ilustrado, Lácides Moreno Blanco. Y mantenía trato con Pedro Medrano, importador de licores y comentarista adivino de las series mundiales de béisbol.
Se hizo un experto en el noble rincón de mis abuelos y aportó a la vida local el elemento crítico, acompañado de Héctor Hernández Ayaso. Participó en la mayoría de los debates sobre elecciones y Alcaldes, obras públicas, la contratación sin objeto distinto al enriquecimiento ilícito.
Cuidaba la relación de los humildes orgullosos con el azar: jugar la lotería.
Sin embargo, contrariando las leyes de la suerte, el azar le trajo el amor. En la mejor tradición literaria lo halló en una librería. Al amparo de Ximena Rojas se quedó en la estación Cartagena de Indias, como los cristianos viejos, con amor, amigos, un notario, un médico, un cura. Escribía una novela y unas memorias cuando lo sorprendió el final de partida.
Fotografía: Óscar Collazos
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