En un ensayo de Antonio Nariño, en los albores de la independencia de la Nueva Granada, aparece una frase referida a nuestra manera de estar en el mundo. Más parece una maldición. Se refiere a una enfermedad que padece la Nación: el desprecio a la constancia, el no querer a la paciencia que salva inconvenientes.
Es una apreciación documentada con muestras de realidad y que los siglos parecen mostrar que no se ha curado y estamos desprovistos del antídoto.
En enfrentar un pasado así, donde el fracaso se volvió insignia, y lo peor, la negación de él con artilugios de mago de feria en Honda, constituye quizás un elemento de incalculable valía en las conversaciones para terminar el conflicto en La Habana.
Es apreciable la voluntad del gobierno y de la insurgencia. Atravesar dificultades durante dos años en un país entregado a la espera de los milagros sin invocación, después de cincuenta años de muertos y palabrerías huecas, es toda una enseñanza ejemplar de inteligencia, tolerancia, y fundación del diálogo para oir y para responder que nunca hemos aprendido.
Aquí todos gritamos un dogma personal que se vuelve incuestionable. Nadie oye. Y gritamos al tiempo, la algarabía tiene el tono de los loros mojados.
Esa falta de constancia y paciencia que observó Nariño habría que examinarla en los anteriores intentos de paz. El esfuerzo de Belisario por mostrar a una sociedad el rostro del conflicto, encaramando con tacones y gabardinas a sus representantes conspicuos para que oyeran a Arenas y Marulanda, en las alturas de neblina y boñiga fresca. Hoy pienso que ese Presidente apostó por cambiar una sensibilidad y consideró que era posible desde las artes. Recuerdo a Manzur contándome del muchacho guerrillero con pulso de prodigio para los paisajes. Él le había prometido estudios en artes plásticas. O el empeño de Pastrana Arango con las expediciones semanales donde los visitantes exponían sus reclamos bajo la carpa con guerrilleros armados. Recordaban las audiencias de Zalamea. ¿Habrán recogido el memorial de voces?
En conversaciones nocturnas sin semáforo, de Panamá, Jesús Bejarano me relataba su experiencia como Comisionado. Entre el rosario de dificultades me explicaba lo que había producido la selva en jóvenes universitarios de su generación, ahora sus interlocutores.
Esta vez, se observa una especie de instalación en el presente. La generación de De La Calle es la del movimiento literario Nadaísta. La de Sergio Jaramillo es la de los humanistas modernos, precisos, rigurosos. A él es el único a quien he escuchado: no sólo construimos la paz; estamos acabando una guerra, y todas las guerras se finalizan con dignidad. Y no quiere ser Presidente. Los de la FARC ya no son muchachos pero tienen unas mujeres listas y reflexivas. Y lo mejor: empieza a aparecer un lenguaje común que desentraña la realidad.
1 Comentarios
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ResponderEliminarSaludos cordiales, estimado Roberto.