PABLO CINGOLANI -.
A Ramón Rocha Monroy,
por la inspiración.
Cuando era un
vagabundo de estampa y méritos —de alma, vagabundo uno es o no es, aunque a
veces no se ejerza— Camiri me seducía como una palabra mágica, algo mítico, como decir liquidámbar o
percebes. Camiri era mito porque fue teatro de sucesos que tuvieron que ver con
el foco guevarista, con la guerrilla del Che Guevara, allá el 67. De allí que
para un chango andariego y argentino como era quien suscribe, llegar a Camiri
era parte de una peregrinación por esa piel donde se había escrito la historia,
y no cualquier historia.
Fue entonces que
blindado de esas ilusiones, cargando una de esas mochilas de mierda que usábamos en los ochenta (eran de armazón
de fierro y te rompían literalmente la espalda) y un aparatito de música donde
tenía metido un casete de Caetano Veloso y que escuché cien mil veces porque
era el único que tenía, llegué por primera vez a Camiri.
La canción que más
recuerdo de ese único casete se titulaba, simplemente, Peter Gast. Era un homenaje a ese músico alemán que fue muy amigo
de Nietzsche. Caetano apenas pulsa su guitarra, apenas se oye de fondo, cuando
canta con voz de gato, con voz de duende, con una voz que no podés olvidarla
jamás “la música silenciosa de Peter Gast”, y te aseguraba que él es “un hombre
común, que vivirá y morirá como un hombre común”.
Era alucinante
escuchar la voz felina de Caetano rasgando el aire de la selva por donde el
camión traqueteaba rumbo a Camiri, y más cuando decía que su corazón de poeta
lo lanzaba a tal soledad, “que às vezes assisto /A guerras e festas imensas…” y
era así, sencilla y simplemente así cómo nos sentíamos nosotros —Fabián, el
amigo que me acompañaba y yo— en la travesía, mientras avanzábamos cómo se
podía —en camión multitudinario o en un jeep desvencijado de Yacimientos,
caminando, vadeando ríos, durmiendo en pleno monte— desde que habíamos
ingresado a Bolivia, desde Yacuiba.
Sucedía esto: esos
años, una crecida del Río Grande —el mismo río donde la habían emboscado y
destripado a la Tania, a Joaquín y al resto de su columna de guerrilleros—, se
había llevado el puente, el turbión se lo había llevado puesto con las vías del
ferrocarril y la trocha para que crucen los carros… entonces, lo que ahora —carretera
pavimentada mediante— se hace en horas, nosotros demoramos en concretarlo 12
(sí, doce) días. Eso nos demandó enlazar Yacuiba con Santa Cruz de la Sierra,
el año del Señor de 1986.
Se imaginan el
clima de irrealidad real que se vivía en Villa Montes o en Tigüipa, por anotar
dos pueblos de los que íbamos dejando atrás, con este semi aislamiento forzado del
resto de Bolivia. Para cruzar el Río Grande, se usaban unos botes de morondanga
que había que ser muy capo o muy temerario para pilotearlo en esas aguas de
marzo, donde la corriente era todavía muy fuerte y restos del antiguo puente
creaban olas y remolinos que te daban miedo, de verdad te asustaban, pero esas
eran las guerras y las fiestas que nos prometía Caetano y si estábamos allí era
para celebrarlas y librarlas una por una.
Antes de eso, un
día, cualquier día, llegamos a Camiri. Hacen ya casi tres décadas, Camiri es
obvio que no era lo que ahora es: una ciudad intermedia que crece. Camiri el 86
era un pueblo perdido entre el Chaco y la serranía, donde se respiraban aún los
ecos trágicos de la saga de los alzados. A nosotros nos pasó lo que contaré,
que pinta bien esa atmósfera.
Encontramos una
librería de colegio y entramos sin muchas esperanzas de hallar lo que andábamos
buscando: un mapa. Pero lo increíble es que nos vendieron uno: era el mapa
político oficial de Bolivia pero de 1958, cuando gobernaba Siles Zuazo. El
mapa, ahora, tiene cumplidos sus primeros 55 años, pero ya era una joya cuando
lo tuvimos en nuestras manos, aquella vez en Camiri. Es una carta hermosa, de
edición cuidada, como se hacían antes, porque los mapas en ese mundo pasado,
solían ser útiles, y si no servían para nada —como prueba Graham Greene en su
magistral crónica africana titulada Viaje
sin mapas—, al menos, solían ser bellos. Este lo sigue siendo, ya que no
sólo lo conservé, ajado y dañado un poco, sino que lo siento así: reliquia al
fin y al cabo, el primer mapa que tuve de Bolivia.
Resulta que los
dos changos andábamos deleitándonos con la lectura cartográfica, admirando los
nombres de tantos lugares desconocidos pero tan evocativos ellos —a mí, y es
sólo un ejemplo, me sigue sonando a música, a pura música, un topónimo tan
repetido como Cochabamba, ¡queríamos ir hasta esa música!—, cuando fuimos
rodeados (sic) por una patrulla militar, encabezada por un capi-tan pero tan
acucioso que de lo que más quería saber era porqué andábamos con un mapa, con
ese mapa. Que íbamos a hacer con el mapa. De dónde habíamos sacado ese mapa.
Defendimos nuestro
derecho a portación de mapas, y tras haber sido requisados y anotados en un
libro del día del lugar a donde nos condujeron los milicos —un puesto de
guardia, supongo—, nos dejaron ir. Nos fuimos hasta el río a bañarnos, luego el
día se fue disolviendo y esa sinfonía maravillosa que componen grillos y
chicharras empezó a sonar en esa playa, frente a esas aguas, donde de yapa y
para que el goce sea infinito, apareció una luna entera, por detrás de esos
árboles que se habían convertido en una muralla negra, misteriosa y eterna en
el recuerdo.
Ya de noche
profunda, nos volvimos al pueblo a ver si encontrábamos alguna cerveza para
celebrar tanta fiesta experimentada y sentida, cuando encontramos a uno de los
milicos del puesto, un suboficial, atacando a un anticucho. De puro zarpados,
nos arrimamos con un par de botellas ambarinas y comenzó la conversa, la típica
fraternidad entre “hombres comunes” como cantaba y cantaba Caetano.
El “zumbo”, ya en
confianza, nos contó porque el capi-tan pero tan intrigado estaba por el
bendito mapa. Forasteros viendo mapas en Camiri aún era sospechoso. Aún olía a
foco y a guerrilla. Nos cagamos sanamente de risa con nuestro nuevo amigo
uniformado de la paranoia del capi-tan pero tan decidido de volver a los
combates contra los invasores rojos. Cuando nos despedimos del milico, Camiri
dormía profundamente mientras la luna llena besaba las tejas de los techos, la
plaza abandonada y las alas de los murciélagos que eran los únicos que se
habían quedado allí, tomando el fresco de la noche.
Pablo Cingolani
Río Abajo
1 Comentarios
No me aguanto las ganas de expresar lo emotivo, refrescante y bello que me resulta este escrito.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, querido Pablo.