EMANUEL MORDACINI .-
No tuve una juventud lectora, vuelvo a remarcarlo, y eso me diferencia de mucha gente. Es casi un complejo, una carga que llevo adosada. Todos leyeron en la niñez, todos leyeron en la adolescencia, yo no, yo no lo hice. Más allá de un par de relatos de Poe y alguna novelita de Agatha Christie, no leí absolutamente nada durante mis años mozos. Recién a los dieciocho, ya liberado del yugo de la secundaria, leí mi primer libro, entero, a consciencia. Siempre había escuchado a mi vieja hablar de él, de su historia truculenta y al mismo tiempo fascinante. El libro estaba ahí, en la biblioteca de la casa de mis abuelos, era de mamá, uno de los tantos que le quedaron de sus años de estudio (no sé si les dije que mi vieja hizo un año de literatura). El retrato de Dorian Gray era el libro, de Oscar Wilde. Lo devoré en una semana, lo viví página a página, lo disfruté lujuriosamente. Mierda que era lindo leer, realmente había magia en esas hojas escritas, sin dibujos, sin viñetas, sin nada que distrajera la atención del hechizo de esas letras, de esa pura y maldita magia. Y eso me llegó recién a los dieciocho ¿Dónde mierda había estado antes? ¿Cómo nunca se me había ocurrido? Fue entonces cuando me enamoré por primera vez de un personaje literario, de ella, Sibila Vane, el interés erótico de Dorian. Leí varias veces la novela de Wilde, hace ya muchos años, recreé a Sibila en mi cabeza durante meses, ahora la tengo bastante olvidada, no podría precisar si es rubia, morena, pelirroja. Sí la recuerdo joven, bella, lánguida, siempre inolvidable. Creo que sigo enamorado de ella. Mi vieja se deshizo de toda su biblioteca, incluido ese libro. Una pena.
No tuve una juventud lectora, vuelvo a remarcarlo, y eso me diferencia de mucha gente. Es casi un complejo, una carga que llevo adosada. Todos leyeron en la niñez, todos leyeron en la adolescencia, yo no, yo no lo hice. Más allá de un par de relatos de Poe y alguna novelita de Agatha Christie, no leí absolutamente nada durante mis años mozos. Recién a los dieciocho, ya liberado del yugo de la secundaria, leí mi primer libro, entero, a consciencia. Siempre había escuchado a mi vieja hablar de él, de su historia truculenta y al mismo tiempo fascinante. El libro estaba ahí, en la biblioteca de la casa de mis abuelos, era de mamá, uno de los tantos que le quedaron de sus años de estudio (no sé si les dije que mi vieja hizo un año de literatura). El retrato de Dorian Gray era el libro, de Oscar Wilde. Lo devoré en una semana, lo viví página a página, lo disfruté lujuriosamente. Mierda que era lindo leer, realmente había magia en esas hojas escritas, sin dibujos, sin viñetas, sin nada que distrajera la atención del hechizo de esas letras, de esa pura y maldita magia. Y eso me llegó recién a los dieciocho ¿Dónde mierda había estado antes? ¿Cómo nunca se me había ocurrido? Fue entonces cuando me enamoré por primera vez de un personaje literario, de ella, Sibila Vane, el interés erótico de Dorian. Leí varias veces la novela de Wilde, hace ya muchos años, recreé a Sibila en mi cabeza durante meses, ahora la tengo bastante olvidada, no podría precisar si es rubia, morena, pelirroja. Sí la recuerdo joven, bella, lánguida, siempre inolvidable. Creo que sigo enamorado de ella. Mi vieja se deshizo de toda su biblioteca, incluido ese libro. Una pena.
Así comenzó mi
historia con la lectura. No cambié demasiado desde aquellos lejanos 18. Soy un
lector desordenado, incompleto, caótico. En las casi dos décadas que siguieron
a El retrato de Dorian Gray logré poner bien en claro mis gustos. Mi cultura
literaria está hecha de distopías a lo J.G.Ballard, de erotismo furioso a lo
Henry Miller, de delicadas ambigüedades a lo Anaîs Nin, de compadradas a lo
Roberto Arlt, de melodramas arrebatados a lo Manuel Puig, de místicas
alienígenas a lo H.P.Lovecraft, de brujerías paganas a lo Washington Irving, de
aventuras borrachas a lo Charles Bukowski, de tropelías gansteriles a lo James
Ellroy, de encamadas rosa a lo Corin Tellado. Tengo, a mis casi cuarenta,
omisiones que escandalizarían a cualquier lector acérrimo. Nunca pude asimilar
los universos de Borges y Cortázar (y eso que lo he intentado), a Bioy Casares
no lo leí jamás lo mismo que a Juan Carlos Onetti y a Gabriel García Márquez,
tampoco leí a Dostoievski ni a Goethe. Enloquecí, en cambio, con Giovanni
Boccaccio, Truman Capote y Jorge Amado. El uruguayo Ercole Lissardi también
está en el panteón de mis preferencias.
Con respecto a
Ballard, pues llegué a él hace unos quince años a través
de una película basada en una novela suya: Crash, de David Cronenberg (1996)
¿la vieron? Generó mucha polémica en su momento, trata sobre un grupo de
fetichistas de los accidentes automovilísticos. Ya era fanático de Cronenberg,
pero esa película terminó de obsesionarme. La miré infinidad de veces y luego
compré el libro, de ahí a leer las demás obras de Ballard hubo un solo paso.
Comencé a amar a este escritor, comencé a amarlo al borde de lo enfermizo. Me
asumo ballardiano, incurable, irredento. Su perversión, su nihilismo, su
tratamiento gélido y científico de la sexualidad, su morbo sin límites. No es
autor para cualquiera Ballard, es demasiado chocante, demasiado letárgico,
demasiado enfermo. Hay en su novela Crash un personaje, Vaughan, con el cual me
identifico peligrosamente. En la película está interpretado por el actor greco
canadiense Elias Koteas. La psicopatía de Vaughan está magistralmente reflejada
en la novela, he aquí un fragmento a modo de ejemplo:
“En
Vaughan la sexualidad y los choques de autos habían consumado un matrimonio
último. Lo recuerdo de noche, acompañado por jóvenes crispadas en los
compartimentos traseros de coches aplastados, abandonados como chatarra, y en
las fotografías que los retrataban en las diversas posturas de unos incómodos
actos sexuales. El flash polaroid iluminaba caras contraídas y muslos tensos
que evocaban a los perplejos sobrevivientes de un desastre submarino. Estas
prostitutas incipientes, que Vaughan encontraba en los cafés nocturnos y en los
supermercados del aeropuerto de Londres, eran primas hermanas de las pacientes
que aparecían en los textos quirúrgicos. Cuando premeditadamente cortejaba a
mujeres heridas, Vaughan continuaba obsesionado con los bubones de las
bacterias infecciosas, las deformaciones faciales y las heridas genitales.”
Salvando ciertas
diferencias (los autos no me interesan en lo más mínimo, y mucho menos los
accidentes), mis obsesiones son muy parecidas a las de Vaughan; el erotismo,
ciertas vetas de la sexualidad, las perversiones, las mujeres, su sexo, la
forma que tienen ellas de relacionarse íntimamente con su propio género. De la
misma manera que Vaughan funde mujeres con coches colisionados, yo fundo
mujeres con otras mujeres; el lesbianismo como metáfora de la erótica femenina
¿Perverso, retorcido? Sí, puede ser. La culpa es de Ballard, la culpa siempre
fue de Ballard. Pero, de nuevo, me estoy yendo por las ramas.
2 Comentarios
Y qué bien que has aprovechado tu tiempo literario desde entonces, estimado Emanuel. Crash la vi hace muchos años y también reparé en el papel de Koteas. Aunque a decir verdad, siempre reparo en Koteas. En Exótica interpreta a otro retorcido entrañable.
ResponderEliminarExcelente narración. Saludos cordiales.
Muy bien por Ballard si te ayudó a escribir tan expresivamente, fue el impulsor de un buen escritor.
ResponderEliminarMe gustó tu relato aunque debo decirte por mis amigas lesbianas que los machos no están convidados a sus placeres.