Esta mañana acabé de corregir las últimas páginas de El Botín,
la novela-crónica-ensayo (artefacto literario) en la que he venido
trabajando estos últimos meses: algo de lo sucedido en la retaguardia
navarra entre septiembre de 1936 y junio de 1937. Es la segunda parte de
El Escarmiento, publicada en 2013: el golpe del general Mola
desde Pamplona, en julio de 1936, y la feroz represión que le siguió. Me
comprometí a escribirla y he cumplido con mi compromiso, a duras penas,
muy a duras penas, todo hay que decirlo. Tal vez hubiese sido mejor no
escribirla. El tiempo lo va a decir enseguida; pero yo, que lo he
escrito, no quiero volver a hablar de este libro, reciba elogios o sea
despreciado. Temo defraudar a la gente que lo esperaba y esperaba que en
él hiciera revelaciones que me ha sido imposible aportar. Temo
defraudar sobre todo a la gente que da el callo en la práctica diaria de
la memoria histórica, a pie de fosa, como suelo decir, la que ha hecho
suya la memoria y la herencia de las víctimas, y solo eso, en su honor y en
su recuerdo.
Ahora me quedan abiertos, eso espero, otros caminos. Como digo en las primeras y últimas páginas de El Botín,
no volveré a escribir sobre ese asunto, más que nada porque todo lo que
tenía que decir ya lo he dicho –en el primer volumen publicado en 2013 y en La sombra de El Escarmiento, el año pasado–,
y lo que no, otros lo hacen mejor que yo y a diario. No puedo aportar
más de lo que he aportado. Ha sido una escritura urgente, obsesiva,
sobre asuntos muy turbadores que no te pueden dejar indiferente, frente a
los que la objetividad y la distancia me parecen imposibles: tanta
barbarie, tanta saña, tanto odio, tanta mala fe en el presente... No
sales indemne. ¿Un negocio esto? Escritura sectaria es posible que sí
sea la mía, pero no negocio, como dijo Cercas hablando en general de la escritura de la memoria histórica.
¿Cuándo terminas de escribir una «novela» como esa? No lo sé. Tentado estoy de decir que cuando la novela termina contigo.
Empecé
a escribir esa novela en enero del año 2005, aquí al lado, en Sutegia,
una casa de Lekaroz, barrio de Arrazkazan, donde vivía entonces, en el valle de Baztan. La
acabo ahora, diez años después y un par de kilómetros más lejos. Entre
medio ha habido viajes, otros empeños y otra forma de encarar el relato
porque lo que empezó siendo un montaje novelesco en torno a los diarios
robados del general Mola –lo que de verdad ocurrió el día de su muerte–
y a la venta del «volante» del avión en el que se mató, ha acabado
siendo una crónica más airada que otra cosa de lo sucedido, no de todo
desde luego, sin excesivas concesiones a la invención novelesca y a las
mandangas modianescas, que las hubo, sí, pero sobre un dechado de dolor
cierto, que tiene nombres y apellidos, reconocibles, como los de los
escenarios donde ocurrieron los hechos.
«Decía
Arana que cuando lees a Dostoievski los nombres que aparecen en sus
novelas son rusos, pero cuando escribes de o desde Pamplona o San
Sebastián, o Logroño, los nombres de los verdugos, de sus cómplices, de
sus encubridores, de los que nada dijeron, nunca, ni ahora mismo, son
los de tu familia, tus amigos, tus vecinos, tus compañeros de trabajo...
eso lo cambia todo. Sí, eso decía Arana.».
Esto escribo en El Botín,
pero eso me lo dijo una persona en cuya familia hubo fusilados,
exiliados y represaliados. Nadie me ha preguntado por las consecuencias
que para mí ha tenido escribir El Escarmiento. No tenían por qué. Sabía los riesgos que corría cuando lo empecé. ¿Tabula rasa pues? No se ponen de acuerdo los tratadistas sobre qué quiere decir exactamente la expresión, así que a capricho.
Cada
cual tiene sus ritos de cocina literaria y yo tengo uno, que no sé si
copié a Georges Perec: despejar mi mesa de trabajo antes de empezar con
otra cosa, retirar libros, papeletas, documentos... y fregar la
superficie con jabón de Marsella, y volver a poner las cosas en su
sitio. ¿Lo tenían? Es igual. No voy a echarles versitos a los objetos de
escritorio. La mesa, ya lo conté en otra parte, es muy vieja, era de
las que servían para la matanza del cuto y el mondongo, y es lo único que me queda
de Gorritxenea, una casa en la que viví unos cuantos años. Le tengo apego, me
gusta el tacto del pino relavado, las vetas como pentagramas, las
manchas de tinta que han ido quedando, me recuerda otras mesas, de otras
casas, perdidas en el pasado, en la infancia. Tabla rasa. [8.8.2015]
1 Comentarios
Enjundioso epílogo narrativo para celebrar el fin de una etapa y el comienzo otra. A un verdadero escritor no se le acaba nunca la cuerda. Seguimos hasta quemar el último cartucho.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, querido amigo.