CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
Alejado de una declaración de principios –principios que, por lo demás, van a ser traicionados más de una vez por las eventualidades del bolsillo-, estas palabras se acercan más a un testimonio sobre gustos y preferencias. Ha llegado el momento de asumir mi predilección inclaudicable por la ropa vieja. Aquella que, de tan gastada por el uso, adquiere la transparencia de una cáscara de cebolla, cierta fluorescencia en sus remiendos y alargadas hilachas en sus terminaciones. No pretendo posar de libertario, existencialista, proletario, hippie, marginal, punk ni grunge. Tampoco hacerme cargo de las coincidencias que arrastre consigo ese eufemismo que el siglo XX ha denominado moda. Aún más, el resultado de la imagen exterior poco importa si lo comparamos con el bienestar del espíritu (tan solo pensar en mejorar la fachada de acuerdo a los cánones actuales es, para quien escribe, una pérdida de tiempo). Mi único afán es confirmar el placer supremo de ir por la vida más holgado que los meteoritos que cruzan la galaxia, hecho que resulta imposible de dimensionar en términos de materialismo histórico, no así con visiones esotéricas de primera, segunda y hasta de tercera mano.
Partamos con las poleras. Llamadas también sudaderas, camisetas, remeras, playeras o polos. Prendas de vestir que cubren buena parte del tronco y que son usadas por el personaje de Don Ramón en la vecindad del Chavo o por los jugadores de Santiago Wanderers en el campeonato de 1958. No estamos hablando de cualquier engendro de la media y baja costura, sino de telas ligeras, confeccionadas en tiempos pretéritos con hilo de algodón o sacos trigueros. Pero, por sobre todo, aludimos a prendas de dimensiones amplias (ojalá uno o dos números por sobre el usado habitualmente en la esclavitud diaria), pues su papel es hacer más llevadero el efecto del sol implacable de 35 grados a la sombra en Santiago de Chile. O bien cualquier otra clase de problema existencial que nos circunde.
Un aspecto que jamás debe descuidar toda polera que se precie de tal es su relación de tiempo - distancia con el cuello y los brazos. Éstos jamás deben ser alterados en su circulación sanguínea, sino solo puestos en aviso que el torso no anda por ahí exhibiéndose a plena luz del día. Piezas de gran calidad han sucumbido por el detalle de la estrechez y quedado relegadas al olvido en closets, roperos, cajones, cajas (pláticas y de cartón), maletas y hasta botes de basura.
La prenda debe resultar tan cómoda que poco y nada importará que el uso les haya ocasionado un pequeño o gran piquete en su estructura. Mucho menos si está borroso el estampado original con alguna frase dicha por un filósofo de la cotidianidad o con el retrato de un ícono pop del siglo XX y siguientes. Liberar un cuerpo atolondrado no requiere sellados al vacío ni lugares comunes, sino sólo la voluntad de frenar las pretensiones de modistos y diseñadores de volver más accidentado nuestro andar por este valle de lágrimas.
Este honesto panegírico no se agota con las poleras, sino que se extiende a otras prendas añosas como pantalones (bluyines, vaqueros o tejanos), camisas, chalecos con puntos idos, chaquetas de cuero (ideales, amplias, anárquicas, eternas y protectoras), ternos (como los que heredara Don Ramón de su tío Jacinto), pijamas, batas y pantuflas (como los usados en sus días finales por el escritor Juan Carlos Onetti), alpargatas, calcetines, sombreros y hasta el tan menospreciado calzoncillo. Mientras el elástico se mantenga firme en la inestable cintura, poco importa que todo lo demás quede al capricho del viento, lejos de la coacción y el agobio de la vida moderna.
Dejar constancia de la realidad de estos objetos entrañables es una forma de combatir la acción destructora que ejercen sobre ellas madres, madrastras, hermanas, novias, esposas, hijas, amantes, abuelas, maestras, jefas, periodistas, vecinas, compradoras compulsivas, modelos, diseñadoras y tantas otras emisarias del capitalismo que buscan la desaparición de estas reliquias atesoradas durante años por la humanidad.
5 Comentarios
Como el uniforme de Ron Ramón. Comparto el gusto por la comodidad de las prendas añejas. Y por la frescura de este texto.
ResponderEliminarSaludos cordiales, estimado amigo.
Estoy con ud! Pero qué difícil es para una mujer aliarse con estas causas sin perder terreno de conquista o retener a su hombre. La competencia es dura y sin dudas las mejor vestida gana aunque el fin del macho siempre sea desvestirla.
ResponderEliminarIgual, buen texto! Saludos
¿Apología del malvestir? Qué extraño discurso, Rodríguez. Me deja en suspenso.
ResponderEliminarjajajaja excelente y absolutamente de acuerdo. Las poleras "tela de cebolla" son lo mejor para hacer frente al calor del verano.
ResponderEliminarjajajaja excelente y absolutamente de acuerdo. Las poleras "tela de cebolla" son lo mejor para hacer frente al calor del verano.
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