ENCARNA MORÍN-.
Madre, mamá, maaaa. Hoy he pensado mucho en ti. He escuchado que
han acusado a una familia de padecer esta enfermedad terrible, ya erradicada y
que te tocó sufrir tan cerca hasta dejarte sola en el mundo cuando apenas
tenías catorce años. Lanzan este bulo al aire, sin caer en la cuenta que es
casi un delito, que hay niños de por medio, que en cualquier caso, ya se ha
avanzado tanto en medicina, que difícilmente se contagiaría, suponiendo que
existiera. Y yo me he estado acordando todo del día de la abuelita Encarnación, que fue capaz de sobrevivir nueve años sin ningún medicamento a aquella
bronquitis que degeneró en pulmonía y terminó en tuberculosis. Era fuerte mi abuela.
Recuerdo, como si estuvieras presente, tu
voz cansada y ya muy enferma, aquella tarde en que me contaste lo que ahora transcribo.
-“Mira Encarna, todo empezó con un catarro
que cogió mi madre el día que fue a la huerta a aventar las arvejas. Era Semana
Santa y había llovido. Las arvejas, recogidas y amontonadas, corrían el peligro
de pudrirse, perdiendo así la cosecha. Tu abuela se fue, por más que le
avisaron de que la tormenta estaba cerca. Después de mojarse, con las ropas
empapadas durante casi un día, cayó enferma de una pulmonía que nunca llegó a curar del todo. Nueve años desafió a la enfermedad. Aguantó todo ese tiempo sin
medicinas de ningún tipo. La tuberculosis la consumió por dentro. Pero mientras
pudo trabajó sin tregua. La recuerdo empeñada en que aprendiera aunque nunca
pude ir a la escuela. Desde su cama me
enseñó a leer y las cuatro reglas. Me
mandaba a trabajar al campo con un pizarrín y a la vuelta me pedía las tareas.
¡Pobre de mí si no las tenía hechas! Me levantaba al alba, con el canto del
gallo, para llevar a las cabras al campo. Con frío y con sueño. Sin zapatos.
Espantaba las palomas con un palo y una
lata haciendo ruido. Tenía que llegar al campo antes de que saliera el sol. Las pobres
palomas, muertas de hambre, escarbaban en la tierra pasa sacar las semillas
antes de que crecieran. Allí me mandaban todos los días, quisiera o no, a
espantarlas. No había domingos ni festivos. Si me distraía un rato jugando,
cuando crecieran las plantas, iban a saberlo, porque aquella zona quedaba
pelada.
Para acarrear el agua caminaba hasta un
manantial, El Chafarí, que estaba lejos del pueblo. Un año, hubo una sequía tan
grande que había que hacer cola para coger al agua y llenar los barriles.
Primero había que sacar un vale en el ayuntamiento por treinta litros de agua a
la semana, y luego mostrárselo a la gente que cuidaba aquello. Siempre salía,
permanentemente, el mismo chorrito de agua y la que se perdía, se recuperaba en
un estanque. Llegaba de día y de allí se
salía a veces de noche. Para lavar la ropa podías ir al estanque donde estaba
el agua empozada.
También
iba hasta un pozo que había en el pueblo vecino y en el que mi abuelo
tenía una acción. Yo iba a buscar dos barriles de agua para la casa. Amarraba
la burra al lado del pozo con los barriles puestos, así los llenaba, porque
luego no los podía subir de lo que
pesaban. Para que el balde llegara con agua, dando tumbos por aquel pozo tan profundo,
había que hacer mucho esfuerzo. Luego, con un fonil, llenaba los barriles.
Tardaba media tarde para llenarlos. La falta de agua, más que un
problema, era una tremenda angustia.
Lo mismo con el gofio. Tenía que ir con el
burro y el millo y la cebada tostados hasta el pueblo de Guatiza, donde estaba
el molino de viento. Varias horas de camino, con el costal encima del burro,
para luego llegar y que no hubiera viento. En ese caso, vuelta para casa a
desandar el camino y volver mañana a ver si había suerte. Todo era con grandes
esfuerzos, a veces para nada.
No me ha sido fácil repartir abrazos.
Recibí pocos cuando niña. Jugaba poco, no había tiempo para jugar. Mi
madre era una mujer dura. No se podía ser de otra forma si quería sobrevivir
entonces. La recuerdo tanto, que a lo largo de mi vida ha sido un referente.
Cuando ella murió, yo tenía catorce años y un panorama incierto.
Tu padre, trabaja en la tienda de Salvador,
al lado de casa. Siempre nos trató con cariño. Venía siempre bien vestido, para
lo que era la vida entonces. Su madre lo tenía de punta en blanco. Le hacía
jerséis con algodón del campo, que hilaba y tejía ella misma. Cuando íbamos a
comprar a la tienda, siempre nos ponía un poquito de más en el azúcar porque le
dábamos pena. Nadie iba a pensar entonces que terminaría casándome con él años
más tarde.
Yo siempre pensé que si ella, mi madre,
desde la cama, se preocupó de que yo estudiara, que yo no iba a ser menos, y más
estando sana, así que lo fundamental en mi vida fue que mis hijas estudiaran. La libertad de una mujer empieza, cuando es capaz de ganarse la vida sin que nadie la
mantenga. He leído mucho en mi vida, y han sido esas lecturas las que me
empujaron a salir de la isla, a buscar más allá, a no conformarme con lo que
tenía. Sé que en los libros hay muchas respuestas y que la cultura es el primer
paso hacia la libertad.
Mi madre, mi hermana y yo, éramos unas
apestadas. Imagina lo que fue el sida cuando no se sabía mucho de esa
enfermedad, y podrás hacerte una idea de lo que era entonces tener
tuberculosis. Y eso que mi madre era lista, no dejaba ni subir a su cama, ni
usar sus cosas, ni nada”-
Hasta aquí parte del relato que narraste
entonces, madre. Tu inteligencia natural y tu sabiduría inherente te hicieron
sobrevivir a tales desgracias. Anécdotas miles me contaste de tu vida de niña
allá en el pueblo, de tu cansancio acumulado desde que pusiste los pies en el
suelo y de tu lucha permanente hasta derribar tantas barreras. También fuiste
feliz, sobre todo porque alcanzaste la mayor parte de los retos que te trazaste
en la vida.
Hoy he decidido dar la cara por ese niño
que no tiene tuberculosis, pero aunque la tuviera, yo lo abrazaría igual cada
mañana. Les voy a proteger de la mentira, del rechazo y de cualquier
marginación. Esta pequeña batalla va por ti ¡maaaa!.
1 Comentarios
Tremendo, admirable, universal.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, querida Encarna.