ENCARNA MORÍN-.
El pibe era grandote. Irrumpió en
el hall del instituto dando bufidos mientras se sentaba en uno de aquellos
bancos de la entrada. El denso calor cargado de humedad que había en el
ambiente, no colaboraba en absoluto con su ofuscación personal.
La profesora de guardia, una joven treintañera vestida con ropa deportiva, le soltó un sermoneo en un tono tan cansino
como reiterativo, al tiempo que su dedo índice se movía inquisidor.
-Que no te consiento que me
hables en ese tono, no tienes ningún derecho, yo no tengo la culpa de tus
males. Tú solito te los buscas. Además estás en este centro porque tú quieres,
nadie te obliga a venir aquí. Si no estás a gusto dile a tu padre que te lleve
a otro sitio -se podía leer entre líneas que el chico allí molestaba
probablemente por su historia acumulada durante
varios años-
De todo ello el muchacho no
escuchaba nada. Con la mirada perdida en el suelo, ausente y aislado repetía
una y otra vez:
-Si yo no he hecho nada…es el
segundo día que vengo y me vuelven a mandar para casa. Estaba en el pasillo
buscando la clase, porque tampoco sé muy bien dónde es, y me puse la gorra para
sujetarme el pelo. Llega el profesor indignado y me manda para abajo y que
llamen a mi padre para que venga a recogerme.
Joder, si yo tampoco quiero estar aquí repitiendo curso. Quería hacer
mecánica, estuve a punto de entrar y a última hora me quedé sin la plaza.
En medio del rifirrafe, mientras
el chico quedaba solo en el banco, me
senté a su lado. Yo estaba allí por accidente, haciendo una gestión. Mientras
colocaba mi mano en su espalda, grandota y sudada, entablé una especie de
conversación con él. Le insistí en que pidiera disculpas al profesor por lo que
fuera que le había molestado tanto, ya que al parecer usar la gorra y además
deambular por los pasillos, no está permitido en el centro, sobre todo si uno
tiene a su espalda un historial algo complejo. En ese momento supe que tiene
diecisiete años y que está en su última oportunidad de terminar la secundaria.
Él solo quiere ser mecánico, pero parece que en el sistema educativo no hay un
espacio para que pueda realizar su sueño.
Pasó por allí otra profesora muy
amable que intentó conversar también con él de forma calmada. No era la
orientadora me dijo, aunque mucha gente le pregunta si lo es porque según ella,
debe tener cara de orientadora.
Al poco se acercó el empleado de
mantenimiento. Se sentó al otro lado del chico y comenzó a hablarle en tono
pausado y sereno. Como si fuera su amigo, su maestro y su consejero. No escuché
bien sus palabras, pero aquel grandote comenzó a derretirse y a llorar. Las
lágrimas le caían al suelo, los mocos destilaban por su nariz, apretaba la
gorra, motivo de la discordia, contra su
pecho tratando de esconderla. El subalterno del instituto, con cara
afable y serena, había sido el único capaz de conectar con el muchacho,
dándonos a todos los docentes regados por allí una gran lección de humanidad.
Sin saber muy bien que hacer en
esa situación le dije que se diera permiso para llorar, que sacara afuera su
dolor, que mejor no guardarlo dentro… y salí en busca de un poco de papel para
que se sonara ya que los mocos persistentes le incomodaban de manera evidente. Me dio las gracias por el papel y
siguió sumido en una queja. Sufría mucho, con una especie de dolor denso y
antiguo. Con todos los boletos para ser un marginado del sistema educativo. Uno
de tantos.
Al poco llegó un señor. Anunciaron que era el padre y yo me fui a
rastras con mi rutina. No sé cuál fue el desenlace, aunque puedo imaginarlo.
Llevo tres días con la estampa del chiquillo en mis pensamientos.
¿Qué es lo que ha ocurrido en el
camino desde aquel bebito balbuceante y gracioso hasta este adolescente cabizbajo,
resentido y sin espectativas?
Entregamos una criatura al mundo
y a la sociedad, con la única esperanza de que progrese y se desarrolle
plenamente. Pero ahí empieza la guerra, la gran carrera de obstáculos en pos de
un título y un lugar en el engranaje. Tras descifrar en apenas dos añitos el
código complejo del lenguaje, sin el más mínimo sufrimiento y de forma natural,
pasa al poco tiempo a descubrir que el aprendizaje puede tornarse aburrido y
complejo. En el curriculum escolar no existe la materia llamada felicidad.
Sobrevivir consiste en adaptarse a las normas y competir.
Quiero creer que conseguirá ser
mecánico. Para moverse entre tornillos y motores, no le van a ser de gran ayuda
la compleja sintaxis del libro de lengua castellana, ni las inecuaciones y
funciones matemáticas.
El día en que cumpliendo todos
los pronósticos, se convierta en un padre ejemplar, tampoco va a poder ayudar a
sus retoños para aprobar las asignaturas, ya que nada se llamará igual que
ahora, toda la teoría se habrá modificado. Cosas del sistema educativo: una vez
que tienes todas las respuestas, te
cambian las preguntas.
Lo que si puede que se repita, es
que algún día le llamen del instituto para que venga a recoger a su hijo
disruptivo… y en ese momento va a sentirse tan triste y desolado como ahora.
Probablemente le diga al profesor de guardia que él era igual cuando jovencito
y mira por dónde logró cambiar cuando encontró algo que realmente le
interesaba.
Repetirá la consabida frase de
que quiere que su hijo sea alguien en la vida y que no tenga que pasar por todo
lo que le ha tocado a su padre.
Fotografía: Kristhóval Tacoronte
4 Comentarios
Sencillamente precioso. Sencillo, real y abierto.
ResponderEliminarNecesitamos un cambio.
Un drama de la vida de muchos. Muy bien contado!! Encantada de leerla. Saludos
ResponderEliminarPanorama complejo, reiterativo. Excelente texto, querida Encarna.
ResponderEliminarMe ha dado mucho que pensar el tener que contratar a un profesor de Filología para que enseñe sintaxis a mi hijo adolescente. ¿Y todo el tiempo que invertí en aprender tanta teoría ya no vale para nada? Han cambiado los términos... eso no nos va a servir para manejar mejor el idioma y expresarnos de forma correcta, pero nos hace sentir un poco ignorantes, impotentes, incapaces...
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