CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.
Según el mapa extendido en los peldaños del Hemiciclo
Juárez, nuestro destino no se encuentra muy distante del centro cívico. Qué
son diez cuadras para patiperros aficionados como nosotros. Apenas nos
internamos por el barrio Lagunillas (Centro Histórico
de Ciudad de México, Delegación Cuauhtémoc), dejamos atrás la urbe cosmopolita del antiguo
Distrito Federal y nos introducimos en una barriada más a tono con el resto de Latinoamérica
(hablo sólo por mí, pero me siento como vagando en el mismísimo barrio Yungay
de Santiago de Chile, guardando las proporciones). Las grandes edificaciones
ceden su lugar a las casonas antiguas -algunas de la época del hiperactivo Presidente
Porfirio Díaz Mori y otras de los años cincuenta en adelante-, de pasado
esplendoroso, pero muy deterioradas con el avance de los años, en especial
desde el terremoto de 1985. Los bufetes particulares, las oficinas de servicios
públicos (que en México sí que los hay) y las grandes tiendas mutan ahora en
viviendas y conventillos de familias emigradas del sur,
pasajes mal iluminados, callejones mudos, negocios pequeños y comercio
callejero, en su mayoría de comida criolla. Después del desvío hacia la plaza Garibaldi, de
un par de talleres mecánicos y de mueblería, de bodegas y locales de ropa,
construcciones abandonadas, rallados murales incoherentes (una vergüenza para los
herederos de Rivera y Siqueiros), semáforos con ritmos de caminata lunar,
avanzando casi siempre por el medio de la calle por culpa de aceras cercenadas (en este aspecto, los
automovilistas se muestran comprensivos, pues se desplazan siempre a velocidad
prudente para evitar cualquier atropello), llegamos a nuestro destino: calle
República del Perú 77, entre República de Chile y República de Brasil. Aquí se
encuentra el Arena Coliseo, escenario donde se desarrollará, dentro de quince
minutos, la fecha correspondiente al 26 de diciembre de 2015 de la lucha libre
mexicana.
A pesar de verse abultada y temblorosa, la fila avanza
rápido frente a la boletería. En la entrada del recinto, unos cuantos uniformados
se ocupan de que todo fluya con normalidad. Apostamos a que así será, pues sólo
se divisan familias criollas y turistas extranjeros ansiosos de presenciar un
buen espectáculo, alejados de la furia y el descontrol del lumpen proletariado
y del pandillismo fascistón.
Dentro de una ventanilla enrejada, el vendedor de
boletos intenta con dificultad comunicarse con el exterior para responder las
preguntas del público. Voz en cuello repite que las tarifas varían de acuerdo a
la ubicación de las butacas, desde las numeradas del primer nivel a la galería
del segundo piso. Mientras más cerca del ring, mayor será el precio. En las
filas uno, dos y tres del primer nivel, está prohibida la presencia de menores
de edad para evitar accidentes, medida acertada como corroboraremos más
adelante. Malhumorada, Natalia le hace presente a sus frívolos
padres que el dinero de las entradas equivale a dos o tres tours por lugares
patrimoniales de México. Hecho los cálculos mentales, falsa alarma de la
muchachita.
Una vez cortadas las entradas por el recepcionista, aparece
un señor mayor, gordito, de chaqueta y canas peinadas con laca, que nos conduce
por un pasillo corto hasta el interior del anfiteatro. “Aquí es”, nos dice. Nos
corresponden los tres primeros asientos de la penúltima fila. Sin embargo, desde
cualquier ángulo, “El Embudo” -apodado así por su forma circular- resulta
óptimo para disfrutar del espectáculo. Financiado en su construcción en 1943
por el “padre de la lucha libre mexicana",
Salvador Lutteroth -gracias al dinero que ganó tras concursar en la Lotería
Nacional-, Arena Coliseo es el primer recinto de su tipo en contar con aire
acondicionado en este lado del continente. El mismo que hoy nos recibe con un intenso aroma a mantequilla derretida
(suponemos que acompañando la oferta de elotes calientitos), como intentando
suavizar el ramillete de violencia que se desplegará frente a nuestros ojos en
unos minutos.
El acomodador me entrega un folleto y le doy las
gracias. “Cómo que gracias –reclama-. ¿Y la propina?”. Mientras mi
entendimiento demora en su digestión, Lorena escarba en su bolso y saca la
primera moneda que encuentra. “Disculpe –dice entregándosela al acomodador-. No
conozco muy bien el dinero mexicano”. El hombre se retira poco convencido del
monto recibido y yo me dispongo a revisar el folleto. Fantasy versus Pequeño Olímpico; Flyer versus Metálico; Star
Junior versus Hijo del Signo;
Súper Halcón versus Nitro; Hombre Bala
Junior versus el Arcángel; Stuka y Stigma versus El Sagrado y Bobby Z
(encuentro doble); Máximo Sexy, Blue Panther y el Valiente versus Kráneo, el
Hechicero y Pierroth de Puerto Rico (encuentro triple).
Nuestros vecinos de la fila de adelante compran unas cuantas
cervezas Corona que, al beberlas, los vuelven más alegres, participativos y sobre
todo creativos en sus observaciones. Al otro lado del recinto,
unos niños eligen máscaras y muñecos esponjosos de sus ídolos. Lorena se
muestra expectante y lo noto en su mano apretando mi brazo. Natalia,
en cambio, advierte que no tolera la violencia gratuita. Su cara granítica
indica que será difícil convencerla de otra cosa y vaya que sabemos de eso con
su madre.
Albergo la secreta esperanza que el espectáculo tenga algo
de la vieja lucha libre conocida en Chile como “cachacascán” –derivación del
inglés “catch as a catch can” o “agarra lo que puedas agarrar”- que tanto emulé
en mi niñez a través del ya extinto programa de televisión “Titanes del ring”, donde
la Momia, mi luchador favorito, transitó de campeón invicto a villano indiscutido.
Sin embargo, se trata de una actividad recreativa que se remonta a varias
décadas atrás, con jornadas en vivo en el Teatro Caupolicán de Santiago y o en
el Fortín Prat de Valparaíso. Por cierto, hablo de algo completamente distinto de
la actual competencia World Wrestling Entertainment (WWE) de Estados Unidos, demasiado yanqui
para mi gusto, sin la picardía, el colorido y la precariedad de nuestra
subdesarrollada industria cultural. Y México, no pudiendo ser de otra forma, cuenta con personajes legendarios como Blue Demon y El Santo, quienes trascendieron el cuadrilátero para incursionar en el cómic y el cine.
A las 19.30 horas en punto comienza la función. Lamento
desconocer las biografías de los protagonistas, pues pienso que me impedirá
comprender los detalles de los combates a cabalidad. Lorena, en cambio, asume
de muy buena gana su primer acercamiento a las luchas, aplaudiendo con
entusiasmo cada pirueta realizada. Natalia, por su parte, no abandona su mirada escrutadora
de todo lo que la rodea. Temo que en cualquier momento ponga su pulgar hacia
abajo y sea el fin del espectáculo.
Apenas
trascurridos unos minutos de la pelea entre Fantasy y el Pequeño Olímpico, me
doy cuenta que mis preocupaciones carecen de sentido. La genial dinámica de los
enmascarados ha sido, es y será siempre la misma: montar un conflicto de unos
minutos sobre el ring donde -además de milimétricas coreografías de bofetadas,
empujones, nudos, llaves, planchas, contorsiones, puntapiés, acrobacias, sobreactuaciones,
saltos dentro y fuera del cuadrilátero, pasando a llevar muchas veces a los
espectadores de las primeras filas, lo que requieren la intervención de
mocetones de seguridad para evitar posibles enfrentamientos- ambos representan
las fuerzas del bien y del mal en pugna. Pero no de manera unívoca sino de
acuerdo a la preferencia del público. Cualquiera puede ser el bueno y el malo
por algo tan subjetivo como el color de la máscara, la malla o la capa, salvo
el excesivo antagonismo que presente alguno de estos actores, con faltas al
reglamento, malas artes, oportunismo, abuso del tiempo fuera del ring y
descalificaciones.
Una mención aparte merecen los personajes a cara
descubierta. Gracias a la ausencia de una máscara que oculte sus facciones, estos
luchadores pueden montar su propia comedia, interrogando y desafiando a su
contendiente, al árbitro y al propio público, ganándose casi siempre la
simpatía de este último, como ocurre con el paternal Metálico y el exuberante Máximo Sexy. Gracias a ellos, Natalia acaba disfrutando lo ocurrido desde su asiento como una más de los cientos de fanáticos que decoramos el Arena Coliseo ese anochecer post
navideño. No contentos con ese minuto de fama, los luchadores desenmascarados
plantean retos futuros, duelos con corte de cabello incluido. Se niegan a
abandonar el escenario con discreción, sino que prefieren hacerlo recostados
sobre una camilla y fingiendo dolores inimaginables, para luego salir caminando
por el costado, bebiendo un refresco o bromeando con el mismo colega que hasta hace
unos minutos era su enemigo mortal.
La lucha libre mexicana, sin duda, mantiene la esencia
del espectáculo del antiguo "cachacascán" chileno que yo andaba buscando, por lo que me doy
por satisfecho. Finalizado el encuentro, en una puerta del costado del Arena
Coliseo, uno a uno van saliendo los luchadores con sus ropas de civil, pero con
su respectiva máscara (los que la tienen), para fotografiarse con decenas de
fanáticos que se agolpan frente a ellos. Se trata de familias completas dominadas por la impulsividad, en especial niños pequeños y gritones. El caos reinante no es muy diferente en la
vereda contraria, donde una improvisada feria ofrece productos relacionados con
el espectáculo, desde muñecos esponjosos, máscaras y figuras articuladas de
gladiadores de todos los tiempos, además de cinturones brillantes de campeón del mundo, entre otros artilugios. Mientras un pequeño logra con su llanto
testarudo que su madre le compre dos figuritas articuladas (la oferta inicial de
ésta era sólo una), yo logro llevarme una que me recuerda a un antiguo luchador
de los “Titanes del Ring” chilenos, alguna vez campeón nacional, llamado Black
Demon.
Nos retiramos del barrio Lagunilla desviándonos hacia la Plaza Garibaldi. Demasiada emoción en tan sólo hora y media.
1 Comentarios
Estupendo relato,leerlo es como estar en las galerías del Arena. Gracias por los recuerdos que nos trae de "Los Titanes del Ring"
ResponderEliminarSaludos.