EMANUEL MORDACINI .-
Todo sucedió en 2013. Eran días complicados,
tenía a mi abuela a punto de morirse y mi vieja estaba más chiflada que nunca.
La casa era un continuo trajinar de cuidadoras, enfermeras y parientes. Yo
andaba sin rumbo; bebía cerveza como un camello, estaba excedido de peso y
vivía encerrado dentro de mi cráneo. En resumidas cuentas: todo mi universo se
estaba desmoronado. Me había vuelto adicto a Facebook y alejarme de la pantalla
me era prácticamente imposible. Mi vida social se reducía a mis amigos
virtuales; personas que no conocía ni conocería nunca. Tenía treinta y cuatro
años y estaba en el último peldaño de la escalera; era un fracasado en el más
amplio sentido de la palabra. Hacía mucho tiempo que no me acostaba con nadie y
las mujeres me rechazaban. Escribía y me masturbaba de manera compulsiva; tenía
un blog llamado Te veré en el infierno
donde publicaba por entregas una historia lésbica de vampiros. Una mierda de
relato, ahora puedo decirlo sin culpas, pero por entonces pensaba que era una
obra maestra. Escribía mucho, mis obsesiones se hallaban en carne viva. Escribir
era una evasión aún más potente que la bebida. No podía detenerme, las
historias brotaban de mí como ríos de sangre. Casi no salía de Las Rosas y me
había enamorado de una de mis amiguitas de la red social: Laura; una
veinteañera bisexual que vivía en Madrid. Sufrir de melancolía crónica trae
aparejado problemas que pueden parecer absurdos y hasta ridículos para el común
de la gente; enamorarse de personas absolutamente inalcanzables es (solo) uno
de esos problemas. Estos amores desmesuradamente imposibles fueron carcomiendo
mi estabilidad emocional al punto de convertirme en una parodia de mí mismo.
Voy a ejemplificarlo, aun a riesgo de que me crean loco: a los dieciocho años
me enamoré de la actriz Jennifer Love Hewitt y pasé meses encerrado en mi habitación
sufriendo por ella; la amaba y su ausencia estaba desangrándome, sentía que el
alma se me caía en pedazos. En los años que siguieron hubo varias chicas
“reales” que nunca pudieron satisfacer del todo mis expectativas. Ahora mismo
estoy perdidamente enamorado de Kristen Stewart y busco un rostro mínimamente
parecido entre todas las mujeres que cruzo por la calle; el sufrimiento sigue
siendo el mismo. En ese momento mi padecimiento era estar enamorado de Laura.
Pasaba horas espiando su Face;
conocía sus amigos, su novia, sus preferencias, incluso sus horarios. Estaba
escribiendo un cuento erótico inspirado en ella que se titulaba, simplemente,
Laura. Se lo envié una vez terminado, pero la homenajeada le restó importancia
al asunto.
El universo femenino siempre me obsesionó
seriamente; es una curiosidad inexplicable la que me arrastra a escribir todas
esas historias que imagino. Hubo un tiempo en que mi pene se transformó en una
carga; deseaba fervientemente sentir como ellas, experimentar la penetración
masculina y la ambigüedad de un romance lésbico, menstruar, orinar sentado,
todas esas cosas. Un rosario blasfemo de palabras se repetía en mi cerebro como
un mantra: vagina, clítoris, vulva, tetas, pezones, útero, ovarios. Estas
fijaciones poco tenían que ver con mi propia sexualidad, eran inquietudes que
solo podían satisfacerse teniendo un agujero entre las piernas; la
experimentación de la genuina femineidad me estaba por completo vedada. La
impotencia de no tener concha me llevó a escribir relatos en primera persona
femenina. Me transformaba en ellas a través de mis textos, era una criatura
andrógina que cambiaba constantemente de nombre. Podía llamarme Sara, Carla,
Isabelle, Carmen, Mía, Scarlett, Megan, Teresa, Graciela, Juliana. No existían
límites en mi universo literario, no había nada capaz de detenerme. Por
supuesto; todo resultaba insuficiente, además de inútil. No era mujer, nunca lo
sería. Entonces decidí cambiar de sexo a través de Facebook, escupir mi yo femenino al ciberespacio. Así fue que
otorgué vida a mi Alter Ego virtual: Luciana G. Comenzó como un sutil
experimento, pero pronto mi creación acabó por sobrepasarme. Pues bien, paso a
contarles.
Crear el perfil de Luciana no me resultó
difícil, lo que hice fue robar una veintena de fotos del perfil de Laura y
armarme unos cuantos álbumes ficticios. Acto seguido, ya desde la cuenta falsa
de Luciana, me puse a bloquear a todos aquellos contactos de Laura que pudieran
descubrirme: parientes, amigos, novia, madre, padre, etc. Tenía el perfil y
tenía los álbumes, ahora tocaba agregar gente; pasé un día entero enviando
solicitudes de amistad a diestra y siniestra. Nadie de España, desde luego;
quería que Luciana fuera una argentina de la más pura cepa. Agregué
mayoritariamente a personas de Las Rosas y ciudades aledañas. Los incautos
fueron cayendo uno a uno, en una semana contaba con más de cincuenta amigos;
Luciana ya tenía vida propia. Pero, ¿Quién era Luciana? ¿Dónde vivía? ¿A qué se
dedicaba? He aquí una escueta biografía:
Luciana G. nació el seis de
junio de 1986 en Reconquista, ciudad pujante a cuarenta y cinco kilómetros de
Las Rosas, conocida en la región como La Perla del Norte Santafesino.
Inteligente, cínica, lectora voraz y amante del cine, obtuvo un título de
Profesora de inglés que nunca utilizó por considerar la docencia “demasiado
aburrida”. Como escritora publicó de forma independiente un libro de cuentos
titulado Noches de Lesbos, y otros tantos relatos en diversas antologías y
revistas virtuales. Bisexual con tendencia al lesbianismo, narcoléptica,
maníaca, frágil y aguerrida en iguales dosis, reflexiva, desatada, promiscua,
se encuentra a la fecha escribiendo su primera novela, un proceso, según sus
propias palabras, “tan tortuoso como inevitable”. Luciana sufre continuos accesos
de llanto, es adicta a la pornografía y está carcomida por el odio.
Así la imaginé, así la vomité al mundo. Luciana
arrastraba mis fobias y manías y tenía el rostro de Laura; sus mismos pechos,
sus mismas caderas, su misma cintura, su mismo cabello pelirrojo, sus mismos
ojos oscuros y lascivos, su mismo tatuaje en el abdomen, su mismo piercing en
la ceja derecha, sus mismos labios pintados de violeta, su misma palidez
vampírica. Luciana era la chica de mis sueños, la que se alimentaba de mis
fantasías, la que esperaba encontrar en mi camino. Llevaba consigo la gracia,
la sensualidad y la melancolía de las pinturas de Malcolm Liepke; esas féminas
perturbadoramente lánguidas que parecen provocarte desde su universo de ensueño
y angustia, siempre bellas, seductoras y plenas de manso erotismo. Y fueron
justamente esas imágenes las que empecé a publicar como Luciana, llené mi
espacio femenino de oscuridad y chicas Liepke, acompañé todo eso con frases
cínicas y fragmentos de mis historias. Dejé de ser Emanuel para transformarme
en Luciana; mi pene había dejado de ser una carga. Muy pronto me volví
fascinante; cada una de mis publicaciones era comentada y puesta a prueba. Ya
no tuve que agregar amigos: eran ellos los que venían a mí como moscas a un
plato suculento. Facebook se había convertido en mi trinchera, el motor desde
el cual se disparaban mis obsesiones. Más de cien amigos coseché en menos de un
mes, Luciana G. se había hecho carne en mí, todos deseaban a la doncella nacida
de mi cerebro, la chica con el cuerpo y el rostro de Laura. Mi abuela se moría
devorada por el Alzheimer, mi familia se derrumbaba y la economía de la casa
pendía de un hilo, y a mí nada de eso me interesaba, solo quería seguir siendo
Luciana, terminar de darle vida a través de mis letras, hacerla real,
arrancarla de la virtualidad de Facebook tanto como me fuera posible.
Un día encontré (como Luciana, se entiende) una
solicitud de amistad de Ciro, la acepté y comenzamos a chatear. Ciro es un
muchacho de Las Rosas, fuimos bastante compañeros entre 2003 y 2006, luego
dejamos de frecuentarnos y por esos días ni siquiera nos hablábamos. Él tenía
treinta años y era guitarrista de una banda punk llamada La Amante del Jefe.
Ellos se definían en la red social de esta manera:
La Amante del Jefe es una
banda de rock barrial. Voces ásperas y desprolijas, shows donde no siempre la
armonía se pone de manifiesto, letras duras, claras y concisas. Su objetivo es
luchar contra este sistema imperialista y decadente desde las trincheras de la
música ¡Hasta la victoria siempre!
En realidad, todo lo que hacían como banda me
resultaba muy básico. Musicalmente eran mediocres, y sus letras ostentaban esa
rebeldía inocua propia de los adolescentes. Hablaban de políticos corruptos, de
curas pederastas, de minitas punk proclives a ir a la cancha, de oligarquías y
ricos desalmados, en fin, todo eso. Se decían anarco comunistas, pero no eran
más que unos zurditos de manual. Ciro me abordó con una frase patética:- No sé si
me gustás más que el rock. Yo
respondí alguna estupidez, él retrucó convenientemente, yo retruqué a mi vez, y
así se fue dando. Me sorprendió su inteligencia, al decir verdad, lo recordaba
como un pibe bastante limitado. Quise humillarlo preguntándole sobre escritores
y títulos de novelas; el tipo sabía demasiado, me sedujo al instante. Hablamos
mucho esa primera vez, y volvimos a hablar días después, y los días que
siguieron. Siempre era Ciro quién me abordaba, yo solo me dejaba cortejar,
permitía sus avances usando mi cerebro como barrera, como si le dijera: - ¿Así que querés levantarme? Bueno, demostráme
que tenés algo en la cabeza, que no sos uno más del montón, que no te camuflás
en tu personaje de rockerito torturado solo para impresionarme, a ver, Ciro,
acá me tenés, soy toda tuya…-. Y ahí le soltaba alguna pregunta sobre
literatura, o sobre historietas, o sobre cine, o sobre series de TV, y él
siempre salía airoso de mis desafíos, siempre arremetía contra mí como un toro
salvaje, siempre me dejaba en ascuas, mojada como una colegiala, nerviosa y
expectante frente a sus arrebatos. Todos los días nuestro chat era un incendio,
y yo comencé a necesitar de ese juego insidioso. Empezó a dar like a todas mis
fotos (las de Laura) y me dijo que le recordaba a las doncellas chupasangre de
las novelas de Patricio Sturlese, le pregunté si había leído Drácula, de Bram
Stoker; me contestó que sí, que la leyó dos veces. Me
mostró una par de videos con canciones de La Amante del Jefe, yo, que ya los
conocía, le dije que no me agradaban en lo más mínimo. Las conversaciones se
fueron haciendo más intensas, una inquietante ambigüedad detonaba en mí cada
vez que encontraba un nuevo mensaje suyo. Ciro era fanático de La Renga y de
River Plate, y luchaba incansablemente por inculcarme sus doctrinas. Un día se
puso a hablar del Manifiesto Comunista, de Karl Marx, le dije que me parecía
inútil seguir al pie de la letra los postulados de un texto escrito hacía más
de cien años, él me dio la razón, pero agregó que algunos puntos eran
perfectamente aplicables en la actualidad. Ciro y su anarco comunismo pudieron
conmigo; recordé un ejemplar del Manifiesto que tenía tirado por ahí, lo busqué
e intenté leerlo, no llegué ni a las diez páginas, me aburrió soberanamente y
lo devolví a su olvidado rincón entre mis chucherías.
A partir de allí me volví mucho más cruel y
exigente; me hacía la interesante, lo enloquecía con mis desplantes, lo ponía
al palo. Un día me dijo algo que hizo que se me cayera la bombacha: - Me gustás mucho ¿Sabés? Quiero conocerte- Listo,
lo tenía entre mis garras, mi inteligencia y oscura femineidad lo habían
embrujado. Seguí haciéndome la histérica, como para enloquecerlo del todo. El
ansiado encuentro, de más está decirlo, no iba a producirse nunca. La nuestra
era una relación condenada a la virtualidad eterna. Así lo mantuve durante
meses, pegado a mí como una garrapata, adicto a mis encantos de vampiresa
lesbiana. Le comenté todo esto a mi amigo Alex: - Lo que pasa es que estás enamorado de Ciro- afirmó él. Le contesté
que no era yo el enamorado, si no Luciana. Alex dijo que me estaba volviendo
loco, que me dejara de joder con todo ese asunto.
Lo de Viviana, mi ex psicóloga, fue diferente.
En 2004 concurrí a su consultorio para tratar mis ataques de pánico. Me cayó
bien desde el principio; era inteligente, locuaz, luminosa y extremadamente
bella: rubia, delgada, ojos verdes, labios carnosos. Nuestras sesiones duraron
hasta julio de 2005, después dejó de trabajar en Las Rosas y no supe nada más
de ella. La busqué en Facebook (siempre como Luciana), ella aceptó mi solicitud
de amistad, la abordé y empezamos a chatear. Enseguida gané su confianza;
Viviana residía en Reconquista, pisaba los cuarenta y andaba sedienta de
afecto. Me sorprendió que no se hubiera casado, ni tuviera hijos, ni nada. Lo
único que hacía era sacarse fotos con sus perros. Imagen de perfil: Viviana con
su Fox Terrier. Imagen de portada: Viviana con un Ovejero Alemán. Imágenes de
la biografía: Viviana con sus pequineses, chihuahuas, caniches. Era bastante
triste, al decir verdad. Despacio fui tejiendo mi red, la idea era que mis
letras la fueran ablandando y llevando gradualmente al terreno que me
interesaba: el cachondeo erótico virtual. Se mostró reticente al principio,
cada vez que mi charla ganaba intensidad ella me ponía los frenos. Si yo
amenazaba contarle como me gustaba que una chica me hiciera el oral, ¡Paf!, Viviana
me paraba, si luego de varios rodeos yo empezaba una narración acerca de mi
modo de masturbarme, ¡Paf!, Viviana me paraba, y así siempre. Finalmente fue
ella misma quien acudió a mí acosada por sus bajos instintos, una noche de
sábado en la que estaba borracha. Se puede conocer a una persona por su forma
de chatear, y en ese sentido Viviana era por demás puntillosa: nunca un error
ortográfico, nunca una coma de más, nunca una tilde de menos, las mayúsculas
siempre en el sitio correcto. Esa noche me incliné a pensar que la borrachera
en cuestión era verídica, su chat parecía el de un quinceañero lobotomizado;
errores por aquí y por allá, mayúsculas cortando en dos las palabras,
emoticones por todos lados, etc. Comenzó
a contarme intimidades a diestra y siniestra; que tenía la concha depilada, que
a veces se dejaba crecer el vello en las axilas, que le gustaba apretarse los
pezones con broches, que su novio la estaba iniciando en los deleites del sexo
anal, que a ella el lesbianismo no le era ajeno, y otras tantas delicadezas. Yo
no le llevé mucho el apunte; deduje que la mayoría de las cosas que estaba
diciendo eran mentiras o exageraciones. Luego acabó por confesarme que su
supuesto novio la había abandonado, y que ese era el motivo por el cual se
encontraba un sábado por la noche chateando con una perfecta desconocida;
conmigo, con Luciana. El asunto es que a partir de ahí fue fácil metérmela en
el bolsillo. Hiperbolicé mi personaje hasta lograr que Viviana se abriera. ¡Y
vaya si lo hizo! No dejaba de contarme cosas, de entregarse a mí a través del
espacio que la separaba de mi yo
inexistente; nuestras computadoras eran portales a mundos desconocidos regidos
por la seducción y el desenfreno. Yo no dejaba de calentarle el coco; llené su
cabeza de alucinaciones, la dejé chiflada. Le hablaba (entre otras cosas) de mi
piercing en el pezón izquierdo, de la sensibilidad que ese trozo de metal me
producía en la zona en los momentos de excitación, de las ganas que tenía de
perforarme el clítoris, de mi falta de coraje para hacerlo. Viviana terminó
enamorada de mí, literalmente. Me amaba, amaba a Luciana. Me dio su número de
celular y yo cometí el error de darle el mío, el de Emanuel. Un imbécil, un
reverendo boludo. ¿Qué esperaba lograr con eso? ¿Transformarme en mujer a su
primera llamada? ¿Volverme Luciana a través de mi voz? Nos mensajeamos por
varias semanas hasta que empezó a exigir un llamado y un encuentro;
supuestamente, vivíamos en la misma ciudad. Pospuse el asunto tanto como pude,
hasta que un día Viviana se hartó y me llamó de improviso. Al ver su nombre en
la pantalla de mi celular entré en pánico; rechacé la llamada, corrí a la
computadora y bloqueé a mi ex psicóloga desde el Facebook de Luciana. Mantuve
el celular apagado por más de dos horas, cuando volví a encenderlo encontré
cerca de veinte llamadas perdidas y otros muchos mensajes de texto que me
encargué de borrar sin leer.
En medio de todo esto, varios contactos
comenzaron a sospechar de la existencia de Luciana G. – Nadie te etiqueta nada-.Me dijo cierta minita rosense a la que
intenté levantar (y que luego bloqueé). Era cierto; los verdaderos amigos de
Facebook se etiquetan cosas, y conmigo nadie hacía eso. Tenía que subsanar ese
inconveniente en pos de la credibilidad. Puse manos a la obra: elegí al azar
otra amiga virtual de Emanuel, le robé algunas fotos y armé un nuevo perfil
desde el cual envié una solicitud de amistad a Luciana (o sea, a mí mismo) para
luego proceder a etiquetarla con cualquier cosa; una poesía, una ilustración,
alguna postal bajada de por ahí, lo que fuera. Pasé a manejar tres cuentas de
Facebook: la mía, la de Luciana y la de esta nueva tipa. Mi cabeza era una
telaraña, tuve que anotar las contraseñas para no olvidármelas y terminé
tropezando con mis propias mentiras.
Estaba encapsulado dentro de mi locura; el
ansia por mantener viva a Luciana hizo que me empantanara más y más en las
arenas movedizas de mi mente.
Y un buen día, sucedió lo inevitable: el Mundo
Real me dio un mazazo. Falleció mi abuela, mi vieja se chifló del todo y la
economía de la casa se hizo añicos. Fueron meses terribles; pasé hambre,
enfermé del hígado y bajé estrepitosamente de peso: más de treinta kilos. Me
transformé en un despojo, en una mórbida legumbre. Y por supuesto, olvidé a
Luciana. Mis prioridades cambiaron rotundamente. Para colmo, fue por esa época
que una chica del pueblo me denunció por un cuento, lo que llevó a que todos en
Las Rosas me googlearan. Quedé en evidencia, fue un dominó siniestro que a
punto estuvo de empujarme al abismo. Soporté estoico las adversidades y hoy
estoy bastante tranquilo, aunque mi futuro continúa incierto. Todavía no pude
subir de peso, estoy pálido y ojeroso, pero al menos tengo esperanzas. Renací
de las cenizas, soy un sobreviviente. Mi vida virtual sigue igual de intensa,
pero ya no utilizo perfiles falsos. Laura sigue siendo mi amiga, pero ya no
estoy enamorado de ella. A veces, por puro aburrimiento, vuelvo a la piel de
Luciana G. por unos instantes. Todo se ve árido y quieto, impregnado de
melancolía. Ya no hay erotismo, ni cinismo, ni perversiones; mi chica virtual
está desganada y amarillenta, como si en su etérea femineidad arrastrara el
peso de mis enfermedades y traumas. Subsisten un par de amigos empecinados en
mantenerla con vida, pero ya nada es como antes. Ciro la eliminó de sus
contactos. ¿Sabrá que Luciana G. y Emanuel Mordacini son la misma persona? Como
sea, estoy resignado. Extraño a mi muchacha artificial (la que yo fui), y me
desespera que no exista. Las chicas Liepke continúan ahí, mirándome con sus
pupilas tristes, completamente irrespetuosas de mi tragedia.
2 Comentarios
Un portento de escritor. Me fascinan los incorrectos, los retorcidos, los honestos, las víctimas anexas de esta época sin alma.
ResponderEliminarFuerte abrazo.
Subyugante escritor, un portento realmente
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