Salvados


Pablo Cingolani

Nosotros crecimos leyendo a Arlt y ese concepto medular de la vida. El concepto es salvarse. Salvarse y no encadenarse más, no aportar más a la más desquiciante y castrante de todas las maquinarias, no relacionarse más con ellos. Vos lo sabés: eso que llaman el sistema, eso que algunos definen como capitalismo.

La verdad, las definiciones, poco importan. Dan de comer a tipos aburridos, a tipos ensimismados con sus cerebros. Los llaman intelectuales. Estos, los intelectuales (o su versión más impúdica: los llamados analistas), lo único que producen es confusión, lo único que provocan es hastío, lo único que promueven son ganas irrefrenables de echarlos a patadas. ¿A dónde? Y a algún lugar donde jodan menos que lo que nos joden ahora con sus teorías y sus análisis.

Te diré una cosa y piénsalo, aunque sea un momento: los intelectuales joden, casi, casi, como jode la televisión y su circo adictivo, son una de sus contracaras perversas. Por eso, vos que querés salvarte, no estás dentro de la tele pero ellos sí. Ellos están porque su misión es esta: es envolver la realidad con sus juegos mentales y vomitarlos encima de vos, encima de nosotros, los seres humanos que sólo queremos una cosa. Sólo queremos vivir.

Si agarrás esa enciclopedia del buen vivir que son Los siete Locos del inmortal Robertito, y lo lees, y lo lees hasta el final, y lo relees y no te cansás de releerlo, te vas a dar cuenta de una cosa, una cosa maravillosa y que empieza con s: salvarse.

Remo Erdosain, el alter ego de Arlt en su novela mágica y misteriosa, lo único que busca, trajina, se afana a lo largo de sus memorables páginas y en la travesía azarosa de su vida es, simplemente, en eso: salvarse.

Es conmovedor –y más en este mundo impiadoso, el mundo que profetizaba otro Roberto (Fripp)-como el hombre lo intenta, se equivoca y vuelve a intentarlo, hace experimentos, conjetura, anhela, sueña: lleva el deseo hasta el límite, hasta uno de los verdaderos límites: matar.

Como en su otra obra maestra, El Juguete Rabioso, Arlt, en su fervorosa y febril peripecia narrativa –que fue igual a su vida, de lo único que escribió RA fue sobre su vida, que no te quepan dudas- no cede un ápice de voluntad en demostrar que la vida, en los márgenes de lo corriente cotidiano que nos propone el sistema, no puede ser vivida, y que la salida, el escape del laberinto, el derrumbe y la resurrección, la devastación y la redención se sintetizan en esa palabra invencible: salvarse, hay que salvarse y listo.

Ese salvarse arltiano atesora ecos de Rimbaud y de Dostoievski.

El niño bonito Arturo escribió, antes de padecerla, su propia temporada en el infierno y se fue al África –o al carajo, que fue lo mismo- a buscar eso: salvarse, algo que nunca pudo concretar, alucinado en medio de las arenas del Ogaden, cagado de tifus y de hambre en el puerto de Yibuti, volviendo a Europa en calidad de despojo humano para morir en brazos de Isabelle, su hermana, la única que lo consoló de tanto desasosiego, de tanta ardor amputador.

Dostoievski fue un afiebrado buscador de la salvación, de salvarse a través del juego, de las apuestas, de una frenética búsqueda de la magia imposible que esconden dados y naipes y ruletas y casinos, y en eso se le fue la vida porque, eso debes saberlo: salvarse casi no se salva nadie, y menos los rusos, que siempre estuvieron jodidos. Dios salve a Yuri Gagarin!

En El adolescente, el ruso inmortal, Dostoievski por supuesto, escribió estas palabras que es una tentación aprendérselas de memoria y tenerlas presente siempre: No es dinero lo que necesito, ni siquiera es poder, sólo necesito lo que se adquiere con el poder y no puede adquirirse sin él: la conciencia tranquila y solitaria de la fuerza. Eso que buscaba Fiodor, eso mismo es salvarse. Salvarse de verdad.

A Arlt le pasó lo mismo: murió presa de una tristeza infinita, como dejó constancia Volodia Teitelboim en sus memorias. Resulta que el escritor comunista encontró a Roby de improviso en Santiago, a donde había acudido, creo, si mi memoria no falla, en calidad de reportero de un periódico a cubrir la gira de unos teatreros anarquistas y argentinos. Lo que no me olvidaré jamás es esto: Volodia se da cuenta que el hombre que está llorando sentado en el banco de una plaza de la ciudad del Mapocho es nada más ni nada menos que Arlt. Y se acerca, lo saluda y le pregunta que le sucede, por qué llora. Y Arlt le dice algo así: lloro porque me voy a morir y porque sé, que cuando me muera, los árboles que tanto amo, seguirán allí, y yo no.

Algo de lo mismo, ahora que se activan mis recuerdos, algo parecido dice Juan Ramón Jiménez en un poema o Marcello Mastroianni en una entrevista que le leí hace siglos y algo parecido dice también un personaje de Tabucchi en La dama de Porto Pim, uno de los libros más bellos que he leído jamás y que es menester que leas si no quieres morir, como efectivamente sucedió, al mes o los dos meses de su encuentro con Volodia, con Roberto Arlt, que partió, triste y desolado, porque no había podido salvarse, salvarse del mundo.

Tal vez, están los que crean que este texto se desbarrancó por el pesimismo y que todo se confabula en una ensalada negra de pulpos ciegos que quieren arrancarte la piel y devorarte el corazón. Nada de eso.

Escribo esto, en ofrenda propiciatoria y, a la vez, en tributo y memoria a todos los citados, todos los amados, que jamás se salvaron, que murieron condenados y amarrados a una desdicha y una agonía infinitas, para que abramos los ojos y no nos consolemos y no nos conformemos.

Pienso, por ejemplo, en el encuentro en San Fabián de Alico. Siento que en esa travesía imaginada hasta Las Ovejas, cruzando la cordillera, es posible que encontremos un yacimiento de esa fuerza que proclamaba Dostoievski, y aunque así sea para tomar una pizca entre los dedos, vale. Aunque sea para abrazarlo al viento y mirar de cerca otros cerros, vale también.

Imagen: Roberto Arlt

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1 Comentarios

  1. Deberían juntarse todos los grandes del presente con los del pasado para hacer una mega reunión. Algo así como la peli Medianoche en Paris.

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