MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
“Escribir es desaparecer”, concluye Jorge
Muzam una de sus notas, citando a Pascal Quignard, autor a quien sigo
desde hace años, desde los Petits traités, editados por Maeght.
No se trata de eso, se trata de ventanas abiertas y cerradas, y de que
la escritura las abre y te ayuda a cerrar aquellas que resultan
innecesarias o meros trampantojos porque no se abren.
Cambios de vida y cambios de escritura.
No sé cuáles son antes y cuáles después, pero suelen ir aparejados, al
menos en las puestas en escena. Parecen sobrevenir por sorpresa, de
golpe, cuando menos te lo esperas, y eso que los puedes esperar mucho y
en balde, pero lo más seguro es que lleves mucho tiempo incubándolos,
alentándolos, que hayan ido creciendo a la sombra de lo vivido, en su
respuesta. Hay gente que tiene la fortuna de no necesitarlos. Es cierto
que conforme envejeces son cada vez más difíciles y hasta comienzas a
temerlos, porque si llegan, lo más probable es que sean señales de ese
envejecimiento. Eres en buena parte rutina, y la rutina y los cambios,
por muy necesarios que estos sean, no van bien juntos. Hace tiempo que
no entiendes a Julio Cortázar cuando sostenía -¿En El libro de Manuel?-
que la rutina era una de las mejores armas de la muerte, porque sin
darte cuenta acabas buscando protección para la imparable escorredura en
la rutina. Y sin embargo, escuchas o crees que escuchas voces
olvidadas, dices que desandas el camino andado, que el tuyo, vayas hacia
donde vayas, es un camino de regreso, sin saber si te refieres a otros
tantos espejismos y hasta crees que las palabras perdidas y
reencontradas se reordenan sobre la página de otra manera. Con la edad,
menos descreído de lo que te figuras, confundes la ilusión con la
esperanza y esta con un engaño doméstico que te permite poner una
palabra detrás de otra. [La novela desordenada, 2009-2016]
1 Comentarios
Soberbio, querido amigo. Voy con humildad detrás de cada palabra.
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