MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ -.
La
de huir, huir, allá lejos, es recurrente fantasía de robinsones, como
la de imaginar islas desiertas donde perderse, pareja a la de empezar
una nueva vida o la de reinventarse, pero siempre en otra parte, ahí
donde Tabucchi decía que estaba la vida. Y la Isla de Juan Fernández ha
sido uno de los escenarios favoritos de esas fugas que demuestran a la
postre que no hay paraíso que valga, como no sea para vendérselo a
alguien o dejárselo casi en prenda. Empezando por su colonizador de
1871, el suizo Alfred de Rodt que se arruinó en el empeño de explotar
las riquezas de Juan Fernández, y siguiendo por otros más oscuros, como
Henri Simon, el exlegionario en Viet-Nam y Argelia, y tal vez mercenario
africano, o como esos medio místicos y medio horticultores, a los que
la soledad dañó de manera irreparable, casi todos los robinsones
acabaron regresando de forma atropellada a la civilización, tras asistir
al naufragio de sus sueños. El aburrimiento es pardo y la mala suerte
nos puede seguir allá donde vayamos, como buscapiés de feria de agosto.
La
del alemán Hugo Weber Fachinger es un ejemplo de Robinson que busca su
mejor vida en la lejanía y una de esas historias en las que el sueño de
dicha queda sepultado bajo el peso del alma del rebaño que, sin remedio
ni misericordia, se ceba en el que es distinto. Hay gente que comete el
imperdonable pecado de ir a contrapelo. Hugo Weber fue, me temo, uno de
ellos.
Weber recaló en la isla de Juan Fernández, por primera vez, en 1915 cuando era un joven telegrafista del crucero alemán Dresden,
de la escuadra de Von Spee, que había llegado hasta allí huyendo de la
batalla de las Malvinas, averiado y perseguido por los cruceros ingleses
Kent, Glasgow y Orama.
El día 14 de
marzo de ese año los buques ingleses dieron caza al crucero alemán junto
a la bahía de Cumberland, y lo bombardearon hasta que Lüdeck, su
capitán, hundió el barco en el que además de Weber, iba un teniente que
más tarde anduvo por España en oficios de espionaje en compañía de un
cura carlista: el almirante Canaris.
La pesquisa del pecio del Dresden
es otra fuente de mitos de tesoros ocultos y de infortunio para quienes
descienden a sus entrañas a rescatar sus pretendidos tesoros, trozos de
trozos, instrumentos de música que el mar ha convertido en objetos
surrealistas, platos, vasos, cubertería...
Weber fue evacuado con
otros miembros de la tripulación a la Isla Quiriquina, hasta el fin de
la guerra. Pero en 1931, Hugo Weber regresó a Juan Fernández en busca
del paraíso entrevisto cuando hundieron su barco. Consiguió una
concesión en la plazoleta del Yunque, a poco más de media hora a pie
desde la población de San Juan Bautista. Un lugar boscoso en extremo,
todo un lujo para un naturalista, de cara a la bahía y con su espalda
guardada por cerros de muy difícil accesibilidad: La Damajuana, El
Camote, El Yunque, Las carboneras de Torres.
Weber
tuvo tiempo para recorrer a su antojo la isla entera, cazar cabras
salvajes —el fino naturalista había sido cazador de pieles en Tierra de
Fuego: toda vida esconde otra vida—, estudiar los lobos de dos pelos,
tomar espléndidas fotografías, cultivar un verdadero vergel, en un lugar
en el que hoy a duras penas se puede controlar uno de los enemigos del
paraíso: la zarzamora que propaga el zorzal y cuyo canto huidizo en la
espesura espanta al silencio. Colocó hasta los pavos reales de
reglamento que figuran en la pintura holandesa de estilo de Jacob
Barttats (le faltó el pájaro dodo ya extinguido para entonces).
En
1943, después de que él diera publicidad de su vida paradisiaca y
robinsoniana, un periodista santiaguino visitó la isla al reclamo del
Robinson, cuyas fotografías servían de reclamo de la lejanía. El
periodista visitó la quinta de Weber y se entrevistó con el barbudo
Robinson que vivía en esa simplicidad que concita la burla de las
fieras, subió al mirador de Selkirk, desde el que áquel oteaba a diario
los dos horizontes que ofrece la isla a la espera del barco que le
salvara (toda una mixtificación hecha tradición sagrada) y acabó
escribiendo un artículo titulado: «Un espía nazi en la Isla de Juan
Fernández». El solitario era sospechoso por serlo y por tener una radio.
Los problemas y las pejigueras se convirtieron en la invitación formal a
abandonar el paraíso. Poco importó que el Robinson se ocupara en unión
de su esposa, Hanni Stade, en construir una vida dichosa, pacífica,
autosuficiente, sólo importaba el notición, el cebo, el linchamiento
mediático, nada la víctima, nada quién era esta. Para Hugo Weber fue
enseguida la partida, la fuga, la ocultación, el abandono.
La
plazoleta del Yunque es hoy un lugar melancólico, como el de todas las
ruinas de los escenarios que lo fueron de vidas más o menos dichosas.
Quedan los cimientos y el solado de la que fue su casa, la cerca de
cipreses de las Guaytecas crecida hasta hacer de verdad sombrío el lugar
y en lo que fue su huerto cerrado vuelven a crecer, tímidas, las hojas
espesas del ruibarbo medicinal (el paraguas de Robinson), en pugna con
las zarzas, junto a los helechos gigantes en los que anida el colibrí de
plumaje rojizo.
Artículo publicado en el diario ABC, de Madrid, «Lecturas de verano», 1 de septiembre de 2003.
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