ROBERTO BURGOS CANTOR -.
Hubo un tiempo en el cual los poetas se perturbaban por la afirmación reiterada de que las imágenes, su poder, suplantarían las palabras del poema, su talismán de metáforas. Una franja de asfalto que se pierde un día de verano en el horizonte de luz desvaída remplazaría la invocación a la soledad.
Era la época en la cual la intrépida publicidad aprendía audacias del arte. Se apropiaba del misterio para despertar el consumo. Sin embargo en su afán renovador de mensajes y masajes la duración de ese golpe de ojos se escabullía.
La poesía conservó su secreto, el inexplicable llamado a un asedio que nunca termina y que por siempre tendrá más guaridas que el poema. El poema, por supuesto, un nicho de compañía, hornacina con llama y sombras, vigilia. Las otras guaridas sin cueva dejan flotar a la poesía como una ofrenda sin destinatario, de libre recibo.
Esa poesía, que se resiste al poema, no requiere publicación y alegra instantes de la vida, se inmiscuye con tal hondura en quien la recibe que se torna casi intransmisible.
¿De dónde surge? Ni siquiera se sabe si el guiño de tal esplendor lo tiene a uno de destinatario. O apenas responde al azar, irrepetible por cierto.
En épocas ruidosas, de gritería sin pausa para oír, las presencias de esa poesía repentina que ilumina en medio del estercolero, acuden para afirmar la vida, sus momentos.
¿Qué dicen?
Una mujer joven se baja de la parrilla de la Honda 175. Se quita el casco y hunde una mano en su cabello espeso para liberarlo, sacude la cabeza. El motorista sostiene la máquina con un pie en la acera y agarra el manubrio. Yo paso en ese momento. Ella sonríe. Sonrisa que arroja risa. En su rostro se riega una alegría desconocida. Sé que tal gozo es para el motorista que no lo ve, está de espaldas a la mujer, metido en su escafandra terrestre, cuidadoso de la máquina. Yo la veo y siento que la risa ajena que observo es la más bella. Puro gesto me llega. Aunque no me pertenece me hace reír.
Esa imagen vuelve por las palabras que la invocan. Nunca podré encontrar a la mujer. Ni siquiera en rueda de identificación por delito de reír. Se que no. Pero las palabras, míseras, me traen la situación rescatada de los olvidos.
Visitado entonces por la poesía de calle, poesía que no requiere altar, generosa y sin costo, me recupero de los golpes de los gritos.
En el andén, al otro lado de los rieles del tren, está la mujer. Echada en el suelo. En este lado me he sentado en la banca. El tren que ella espera, si espera, irá en dirección contraria al que me llevará a mi. Ella despeja su cara metida en la abundante pelambre de medusa. Aparece un rostro devastado. No ha concluido su noche. Yo voy temprano a un curso de idiomas. Es la tristeza, me digo. No puedo dejar de verla. Ella mira a ninguna parte. ¿Sabrá algún día que mis ojos se pegaron a su desconsuelo?
Sé la estación. Sé la hora. Fragmento de vida que me correspondió.
Imagen: Tito Lucaveche
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