Morir en DC

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Morir en exilio no es lo mismo que morir a secas, aunque se tratare de una decisión personal. Y cabe una pregunta, si importa el cómo morir, el detalle previo al fin, o simplemente hay que pensar en el resultado.

Conocí a Fernando, cochabambino, bachiller del San Agustín (a los agustinos les gusta hacer énfasis en ello), en Virginia, en los tiempos iniciáticos, porque la experiencia norteamericana cuenta con variados tintes de ritual: en trabajo, amor, perspectivas. Por ahí leo una crítica de intencionalidad literaria que, hablando de El exilio voluntario, novela de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, dice de manera más o menos literal que sorprende que se pueda escribir de algo tan trivial como vivir en Virginia. Desafío, con un bagaje de memorias tan extenso como intenso esa absurda afirmación, o la comprendo, mejor, si creo captar su mensaje. Por supuesto que si alguien, esté donde esté, arrastra consigo costumbres y lacras de su lugar de origen, trivial será vivir en cualquier lado, sobre todo para un boliviano que no se desprende del platito de la tarde, la virgencita X, el fulbito del sábado, el viernes de soltero, el pique macho, la abuelita y los compadres. Ahí no hay vuelta que darle, porque el bobalicón continuará de boca abierta, añorando los espacios “donde se vivía mejor y se era feliz”. Sigamos.

Como todos nosotros que elegimos la aventura de inventarnos lejos del hogar, con vicisitudes y alegrías, mas en inferioridad de condiciones para enfrentar el mundo, Fernando guardaba pequeñas mañas nacionales. Es difícil, y en realidad irse no significa –o no debiese- terminarse, separar lo que uno ha ido asimilando a través de generaciones, peor en un mundo conflictivo y desigual como el nuestro. Pero la hazaña, de donde se extrae el aprendizaje, es bogar contra corriente en un río ajeno hasta hacerlo tuyo. Pienso que no me equivoco al señalar que a tiempo de su muerte, en el Distrito de Columbia, Fernando se había transformado en un washingtoniano más, por encima de su herencia y su pasado. Con ese tesón es que se fundan las epopeyas, sin desmentir que esta en particular terminó mal, al menos para los cánones normales de éxito y de fracaso.

Cuando llega a la capital norteamericana, Fernando encuentra un espacio en que puede desarrollarse en cosas que soñó, o había leído en su juventud. Todavía joven se amolda a una situación precaria en su inicio, pero que va a modificarse a medida que penetra en su interior y conoce la movida de una ciudad cosmopolita y bella. Como la mayoría de los bolivianos establece su base en los alrededores, estado de Virginia. Alexandria, Arlington como pivotes a partir del cual se maneja una comunidad migrante no del todo cohesionada. Como atrás en la tierra propia, los compatriotas trasladan al norte fobias raciales, lugares comunes, complejos; algunos llevan hasta sirvientas (¡!), desdeñando las posibilidades que les ofrece un mundo nuevo. Falso, me equivoco parcialmente, ya que en términos económicos son por lo general exitosos, pero se blindan en contra de novedades sociales, políticas, ambientales que tendrían que obligarlos a reformular sus ideas. Prefieren mantenerse en sus recónditos e inútiles “cabales”, para regresar un día, pudientes, y dedicarse a eternizar la mezquindad.

A ello se opone el recién llegado. Busca, por intermedio de paisanos, por lógica, acomodo. Y jamás cortará de tajo ese nexo. Pero tiene otras aficiones, la exploración de la cerveza, los albores de la explosión gastronómica como legado cultural. Se hace sibarita por y a pesar de su supuesta imagen mestiza. Lee a Bukovski y escucha jazz. Entiende que el universo del picante no se circunscribe al locoto y la llajua: disfruta del peri peri y la cayena roja, y hace apoteósica alharaca cuando trata de explicar a otros que van llegando, las virtudes de sabor del tabasco.

En cuanto a mujeres guarda la nostalgia indígena, y forma iconos insalvables en su pensamiento sobre la belleza de las nativas del valle cochabambino. Allí no alcanza a tocarlo la multifacética Norteamérica que oferta, en el buen sentido, la facundia de las muchachas anglosajonas y el enigma de las turcas, tomados dos grupos al azar.

Allí se encierra Fernando. Este mundo que habita, abundante en exhibiciones de Malevich, de Rembrandt, de cervezas de lúpulo encantado y variedades de vino, no lo llena. Le queda una ausencia, que un psicólogo dirá de la madre con o sin razón: ella falta, la otra, la opuesta, la compañera, la cercana, la controversia, la riqueza de vivir de a dos.

Lo invito a la taberna Oxford, cerca de su apartamento. Las mesas sobre la amplia vereda permiten contemplar el horizonte de gentes y edificaciones. DC tiene lo que se necesita para vivir en plenitud. Marilyn sonríe desde un mural mientras el flujo de automóviles se tira colina abajo. En los Estados Unidos de hoy -ayer- se gana muy buen dinero, y no podrían dos jóvenes del sur aspirar a más, que lo tienen todo.

Qué dispara esa angustia que arrastra a Fernando al fin. Los años solos suelen ser fructíferos, pero si algo del pasado, una mujer o las mujeres, de la tierra lejos, se adhiere al corazón estamos acabados. Además hay lo ficticio de una maldición en este caso inventada. No se puede ser Bukovski por querer serlo. Ese intento conlleva además de tristeza, muerte.

Día que pasa en que cuestiona su destino, consciente o no, el hombre se va hundiendo. El regreso se descarta, no es asunto de sentimentalismos del terruño. No se puede retornar vacío. No lo permite una ridícula y atávica norma que prohíbe la derrota. Mejor que otros, su trabajo ha sido por lo general muy bien pagado. Fungió de jefe en las décadas capitalinas. No se la jugó a la manera de otros. El salario le compraba alegrías en algún momento, pero ahora, desbocada ya su existencia, le sirve para pagar los gastos estatales por sus continuos arrestos, clases y programas de rehabilitación. Vive a medias, en un halfway house. Trabaja en la ciudad y duerme en prisión. El juez le dice que hasta que se reponga y encamine. No lo escucha. No desea escucharlo.

Sus amigos se han ido. Yo vivo hace veinte años en otra ciudad. Tengo hijas, mujer y responsabilidades, la gasolina necesaria para el carro y la pizza, asuntos cotidianos que tienen su sabor, su delicioso aroma, la casa para sentarse y tomar un café leyendo el periódico. Aburguesarse no había sido tan malo.

Me llamaba, a veces, y prometía visitas que nunca se concretaron. Ya no he de beber, hermano, y comentaba sobre la mujer que lo había dejado treinta años atrás. Que no me sugieran siquiera que es amor.

Hasta que llega el día. Estoy en Bolivia, en el patio delantero de la casa de mis padres, tomando un sol placentero, con un Cinzano rosso con Sprite y con limón en la mano, cuando recibo la llamada:


-Murió bajo uno de los puentes del Potomac, indigente, entre el murmullo de un río que tanto amaba. 

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013

Imagen: Muerte de un poeta/Gerald Haworth

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