Apocalipsis aquí y ahora



MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Al embajador ruso en Ankara lo asesinan por la espalda mientras se dirigía al público de una galería de arte en las que se exponían fotografías. Una muerte en directo que ya ha hecho correr la tinta, encendido con fuegos de artificio las dichosas redes, provocado sesudas interpretaciones académicas, incluso filosóficas, que no explican nada, pero hacen ruido y sobre todo sosiegan. El victimario ha apelado a que se recuerde lo sucedido en Alepo y señala con su dedo al cielo, y el dedo es objeto de interpretación: un solo Dios, Alá, yihadista… ¿Justiciero? No, terrorista. Los cauces para hacerse oír o conseguir justicia son otros, como todos sabemos. El terrorismo solo puede ser de Estado, solo pueden practicarlo aquellos a los que no se les puede pedir cuentas, los que no pueden perder guerras ni abiertas, ni encubiertas, ni mucho menos salir perjudicados de su práctica violenta de la geopolítica. ¿Demagógico, conspiranoico? Mucho, no lo niego, pero la capacidad de digerir ruedas de molino tiene un límite. No sé nada de lo que hay detrás de las grandes noticias que a diario nos abruman.

Es imposible saber con certeza si ha habido oficiales de la OTAN dirigiendo a los yihadistas en Alepo y cuál es con exactitud la participación de países occidentales en los bandos en lucha, de manera directa, suministrando armas y combatientes, o de manera menos directa y más opaca, urdiendo tramas a distancia. ¿Novelería de nuevo? Cierto, mucha, pero algo que resulta inquietante: no se pueden poner en duda las versiones oficiales de los hechos ni lo que podríamos ya llamar la “doctrina de civilización” imperante, y se dan por buenas sin pestañear todas las decisiones oficiales. ¿Soldados a Irak? Sí, más… para defender nuestros valores y para que de paso el negocio colosal del armamento no se detenga.

Y si no podemos disentir de las verdades oficiales por miedo al articulado del Código Penal, remitámonos entonces a autores ya publicados, como Michel Onfray en Penser l’Islam (2016), un libro que sería imposible de escribir en este país dado que la acusación de enaltecimiento del terrorismo pende sobre quien tenga el propósito de hacerlo al margen de la doctrina oficial. No se pueden explicar con verdadera libertad de conciencia y de expresión las causas ni los orígenes de las acciones calificadas de terroristas. No se puede sostener, como hace Onfray, que son los países de la OTAN los verdaderos agresores y que los terroristas devuelven los golpes recibidos, que es hipócrita arrogarse derechos que a otros se les niega, que los intereses económicos se ocultan detrás de la bambolla ética y legalista. Onfray lleva tiempo advirtiendo de un estado de guerra civil larvado, cuando menos en Francia, lo mismo que de una Europa exhausta que ya no sabe lo que vende ni cómo salir del atolladero de civilizaciones, culturas y credos en el que estamos metidos como en campo minado decorado con concertinas.

¿Qué sabemos de lo que ocurre allá lejos? Nada o poca cosa, casi mejor sería preguntarse en qué creemos y a quién creemos, porque ya no se trata de informarse para formar la propia opinión, sino de creer en algo que ofrezca seguridad y sobre todo en reclamarla por mucho que el precio que haya que pagar sea alto. Y si para ello no bastan los uniformes de los funcionarios se recurre al concurso de las compañías privadas de seguridad cada vez más extendidas, en todo el mundo, en toda clase de conflictos, no solo en la botillería del super o en la barra mugrienta del museo de la morcilla: un negocio fabuloso.

Por si fuera poco el atentado contra el embajador ruso, que hay quien compara con el asesinato del archiduque Francisco José en Sarajevo y el inicio de la Primera Guerra Mundial, un camión ha arrollado en Berlín una feria navideña y causado muertos y heridos. Nadie está seguro en ningún sitio, cierto, pero en el aluvión de comentarios lo que advierto son además de las condenas rituales unos oscuros deseos de apocalipsis, no temor a una tercera guerra mundial, sino ganas, auténticas ganas de que algo pase, siempre frustradas, como si el espectador se acercara al circo y se encontrara un cartel de función suspendida; como si lo que tiene hasta ahora no le bastara, tal vez por demasiado visto, desde la invasión de Irak. En la confianza siempre de que pase lo que pase, va a pasar lejos y podrás verlo en diferido, raras veces en directo-directo, como el crimen de Ankara. La muerte en directo, pero lejos, aunque tampoco mucho, no vaya a ser que el horror tenga como escenario países que interesan poco o nada, porque entonces el drama importa menos, según parece. Nihilismo de espectador ahíto en busca de emociones extremas vividas desde la seguridad domiciliaria. Algo turbio que pone en fuga.

Bauman escribió un ensayo sobre la ceguera moral, esa indiferencia ante el dolor real y la creencia de que el mal y su amenaza queda lejos, en un lugar al que se pueden enviar combatientes abanderados con el estandarte del bien y de la civilización (a la propia claro) y en esa medida estar seguros, algo que los ataques de los camiones o del Bataclan contradicen. No lo estamos, ni lejos, ni cerca, con estados de excepción como el francés o sin ellos. Yo no sé si las reflexiones de Bauman en ese sentido han calado en una sociedad ya muy saturada de prédicas y soflamas, pero navegando por las redes sociales me doy cuenta de que no mucho. Entre tanto, la muerte nos ronda más cerca que lejos y nuestras vidas están en manos ajenas: tan protegidos o controlados como inermes.


*Artículo publicado originalmente en Cuarto Poder y en el blog del autor: Vivir de buena gana (21-12-2016)

**La ilustración es The Wanderer, de George Grosz, y fue elegida por el autor en su blog Vivir de buena gana.

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