A veces, todo zozobra, todo da vueltas: miré a mi alrededor, vi el paisaje desolado y vacío que me rodeaba y sentí, esa vez sentí, que ese vacío era mi propio destino.
¡Ay de mí!, pensé. Quizás ya no puede más, ya no tenga más fuerzas, ya no sepa más que hacer. Lúgubres acechanzas me ensombrecieron y hasta llegue a concebir que ese no sólo fuera mi propio final sino el final de todo, ¡el fin del mundo!
¡Ah, la vida!, pensé, ¡ah mi triste vida!, así seguía atormentándome: ¿qué haré aquí en medio de estas soledades que me abruman, bajo este sol que me calcina, bajo la noche fría y sin estrellas que más que noche semeja una lápida…
Así anduve desolándome días, que digo: años, añares, siglos enteros.
Vi a un indio, solitario como yo, corriendo como flecha, afanándose, atravesando el páramo. Iba cantando u orando –no lo sé- mientras corría, leve, levísimo, acariciando las piedras con los pies, a su paso.
Vi a un arriero, solitario como yo, guiando a un mar de mulas, el cencerro de la madrina sonaba limpio, transparente: sus ecos sonarían hasta en el Arizaro, despertaría a las momias, desmentiría tristezas, arreciaría en fogatas, sublevaría arenas, encendería corazones con esperanzas nuevas: esas tan antiguas que, recobradas, parecen nuevas.
Vi a un arqueólogo, solitario como yo, acampando debajo de mi morada, en la vega, donde corre un hilo de agua pura, de agua fresca. Al amanecer, atizó las brasas y preparó café, aromas de otros desiertos: hasta las serpientes lo disfrutaron.
Así andaba yo: penando por dentro y viendo cómo todo sucedía a mí alrededor. No todo era viento, viento sin clemencia. No todo era vacío: era yo el que me lo procuraba con mis desatinados pensamientos. No todo era irreal: era yo el que blindaba a la realidad con velos que me ensoñaban en absurdas pesadillas que no me brindaban nada. Sólo dolor y desasosiego.
Un día, vi a un peregrino, solitario como yo, a la distancia. Vestía de blanco. Sus cabellos eran largos y brillaban. Iba caminando, sin preocupaciones, y se detenía a cada rato y hablaba. Hablaba con las piedras. Habló con el agua del arroyo de la vega. Habló con una yareta, vecina mía. Me habló. Me dijo, suavemente:
–Me imagino que tú, querido cactus, moras aquí preguntándote porqué. Porqué vives en un lugar tan desdichado. Porqué sólo acuden hasta ti los poetas y los magos, todos alucinados. Porqué el sol es tan feroz y la luna se agrieta. Porqué y porqué y así se te va la vida, se te escurre como ceniza entre los dedos.
–Es verdad, forastero– me sorprendieron las primeras palabras que escuché de mi mismo en siglos- ¡El pesar de estos confines me acosa y no puedo ver más que pesadumbre!
El peregrino miró al cactus con dulzura, acarició sus espinas –el cactus se estremeció, tan hondamente como sólo puede estremecerse un cactus- y le dijo.
–¿Sabes, querido hermano?–nunca jamás el cactus había esperado un tratamiento tan íntimo. El peregrino le hablaba como si lo hubiera conocido desde siempre, como si lo hubiera sentido, desde las profundidades de su estarse cactus, desde antes de que hubiera memoria, desde siempre. Esa confianza lo purificaba; esa sinceridad lo fortalecía.
–¿Sabes?–insistió el peregrino–Has sido colmado con un tesoro y, en tu fiebre y tu frenesí por no reconocer tu propia dicha y tu propia buena ventura, te acusas vanamente por tu miseria y tu dolor cuando todo está en ti, todo está a tu lado, todo te rodea, todo está a tu frente si sabes mirarlo…
El cactus se iba sanando: cada palabra lo curaba porque lo despojaba de dudas, esa jactancia de ociosos, incapaces de domar al destino, de volverle amigo y confidente, de saberlo propio, así la bruma lo desdibuje, así los volcanes lo alimenten de espanto y de terror. El peregrino sonrió, pronunció alguna otra cosa en una lengua que el cactus no entendió, y luego se marchó. El cactus lo vio dirigirse hacia el Oeste, hacia los territorios del miedo infinito, del miedo indescifrable, del miedo supremo, pero el cactus ya entendió, el cactus ya lo sabía, sabía que el peregrino iba hacia allí, simplemente, a enfrentarlo.
En medio de la soledad y el silencio que se volvieron sus aliados, su fuerza renacida, el calor de su alma, el cactus ya sabía que el peregrino iba hacia el Oeste porque iba hacia a las montañas, iba en busca del horizonte, donde el horizonte acaba, iba en busca de su destino pero no de cualquier destino sino de su desenlace, iba a terminar su misión, cargado de inspiración, de voluntad y de fe, guiado sólo por una mística, la suya propia.
El cactus, viendo al peregrino desaparecer en la lejanía, terminó de entenderlo todo: el mensaje había sido dicho, el peregrino había partido, el, el cactus, lo recordaría y lo recordaría por siempre en su memoria.
Debes saberlo: en la memoria de un cactus, caben todos los secretos de la soledad y todos los secretos del silencio, y aún así, queda espacio.
Imagen: Getaway Magazine
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