Roberto Burgos Cantor
Roberto Burgos Cantor |
Cuantas veces tendremos que oír, leer, ver, los hechos, ¿serán hechos? de acontecer inexplicable, que agregan a las desgracias sociales, políticas, religiosas, una forma antes intocable de la intimidad. O muestran su inexistencia. Como si los seres de estos tiempos desgraciados, y también con temblores auspiciosos de esperanza, estuviéramos despojados de ella.
Tanta vocinglería canalla, impiedades sin arrepentimientos, ejercicios de la trampa y el crimen, confundieron intimidad con secreto. Secreto con escondrijos de vergüenzas innombrables. Cueva que pudre el corazón.
Los hechos suman, sin signo de corrección, horror o indolencia, a su inventario de oprobio.
El de ayer fue divulgado así: En el hall de un edificio ubicado en un conjunto de profesionales, antes de las 8 a.m., cuando la gente sale a sus trabajos todavía con la ropa sin arrugas y el efluvio del perfume, los zapatos limpios y las energías matutinas protegiendo del desgaste de los piñones de la rutina; una mujer apareció como expulsada, al impulso de empellones, del ascensor que empezaba a abrirse. Detrás de ella, el percutor era un hombre, de corbata y valija negra, pomada para hacer obediente su cabello al peinado de galán de barbería de barrio con perfumador de metal de altar y bomba de mano.
Dicen que el conserje vio en el rostro de la mujer unos ojos que salían y un dolor incrédulo. Alcanzó a murmurar, con más aire que palabras, “qué te pasa…”
También vio y oyó, en sus palabras, una tromba que saltaba del ascensor y continuaba martillando a la mujer por donde pudiera. Interrumpido por una respiración agitada, pudo modular algo. El conserje, veterano, dijo: jamás había oído eso, no me atrevo a llamarlo insulto, fue peor; yo que estoy ablandado por la vida alcancé a estremecerme.
Lo que siguió: el hall era una cancha de boxeo. La mujer oponía el valor de su resistencia. No respondía con golpes a los golpes. El hombre le daba con todo, con la valija, la cabeza, los pies, el puño. Incansable. La mujer no se cubría, su cartera en el suelo, el peinado vuelto miseria, un zapato por allí, el rosa de las irritaciones se imponía al discreto maquillaje. Los hilos de sangre que se derramaban de los labios estropearon el lápiz labial. Un ojo se perdía en la hinchazón morada y verde.
El conserje se apresuró a aclarar. No intervine, el reglamento de la compañía lo prohíbe. No inmiscuirse en pleitos ajenos.
¿Serán ajenos veterano?
Aquí lo otro: un joven, enfermero o administrador, baja en ese momento. Observa con extrañeza la pelotera y decidido interviene con gritos y jalones que apartaran al aplicado torturador.
Preparado para dar golpes al mundo, el hombre, se había aflojado la corbata. De este detalle el conserje afirma: pensé que la iba a ahorcar. ¿Y qué hacia yo?
Ahora el guardián del Baúl debe decidir si sigue.
Witold asegura: la realidad purifica.
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