Roberto Burgos Cantor
Cada quien conserva momentos de la vida interior. O los deshace el olvido. Cenizas expuestas al viento. Amores, muertes, amigos, lecturas, sueños, alguna imagen inexplicable que no deja de retar al entendimiento, la vista del mar al amanecer, alguna constelación en el cielo deshabitado y hoy turbio de chatarras.
También, la historia marca la memoria y hace su señal o su herida, permite que se abran senderos y renazca la ilusión en medio de la tragedia, o se incube la sangre podrida de herencias amargas.
La generación a la cual pertenezco abre los ojos en medio del ventarrón de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. Muchos éramos pequeños y nos relataron el ruido y el fuego años después. Otros, recuerdan el escondite inexplicable en que los protegieron sus padres, las tías asustadas: el horno apagado del pan, la carbonera. El dolor colectivo en el desespero de su resarcimiento.
No todos lo vivieron así en esa edad en que uno agrega a su historia un relato de familia, de conversadores del Camellón, de desolados de acera.
Se contraponían dos sentimientos que eran asumidos como verdad. Un país dividido por la interpretación de hechos de la historia. Y a lo mejor no sólo es nuestra tierra sino el mundo.
Seres incapaces de guardar en el corazón lo que nos diferencia y tejer en público lo que nos permitirá sobrevivir y crecer para la vida después.
Nunca pudimos reflexionar la realidad si carecíamos de una ideología, una religión, un odio, un interés subalterno.
Empezábamos a crecer y ocurrió lo del teniente general, jefe supremo, Gustavo Rojas Pinilla.
En la fachada alta de un edificio de la Base Naval, los niños leíamos en enormes letras de neón: Paz Justicia Y Libertad. Aún no habíamos cursado la cívica. En el mercado público, junto a los cartelones con el precio de la carne, la manteca de cerdo, uno más con la fotografía del supremo, fajado su pecho con una cinta tricolor y coronado con kepis de escudo y cóndor.
Hasta que fue derrocado. Esa mañana, algo intempestivo nos sacó de las aulas en el colegio de La Salle, querido claustro de la calle de La Factoría con su patio de almendros y aroma de mar inquieto. Aglomerados en el patio oímos un discurso. Experiencia inédita para quienes apenas conocíamos las exhortaciones del hermano Hermenegildo y el cura confesor. Entendimos poco. Encaramado en una caja de gaseosas, uno de los grandes, así llamaban a los alumnos de bachillerato, habló fuerte, gesticuló, asustando a las maría mulatas. Era Martín Alonso Pinzón. Los niños medio entendimos los gritos de libertad y de repente: sacó un revólver y disparó seis veces al cielo. Siempre los tiros y la pólvora anunciando algo.
Habrá que estudiar si las semillas del Dictador hicieron de Córdova el monstruo de hoy.
Abrieron las puertas y corrimos felices por las callejas de la ciudad, cangreja, que se nos metió en el alma, o es parte de ella.
Imagen: El Bogotazo. Abril de 1948.
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