Roberto Burgos Cantor
Y había que seguir.
Roberto Burgos Cantor |
No podía dejar a esa mujer dolida por la golpiza y vacía de razones por un agravio que carecía de motivos. Como si de repente aceptara que desconocía el amor. Sería como someterla al infierno de continuar siendo maltratada, objeto de una humillación impuesta, cada vez que se leyera la historia detenida de esa mañana en que salió sin aprehensiones del ascensor.
Y el joven caballero con el gesto de salvación interrumpido como las imágenes de un proyector oxidado.
Entonces destrabar la acción. El conserje enmarañado en el reglamento de la empresa, en su aceptación de las fatalidad, se acerca un poco sin atreverse a intervenir. El joven enfermero o administrador, ahora con angustia, arremete con fuerza y riesgo por entre el aguacero de golpes del hombre dispuesto a acabar con la mujer. Lo aparta un poco. Con la respiración entrecortada logra gritarle: No se meta sapo, ella es mi esposa, - la señala con el puño cerrado - .
Sin saber de dónde le salió el humor, el joven caballero que se mantiene interpuesto, le pregunta: ¿Una manilla de metal de las que usa la Policía, para capturas? Mientras, sigue de barrera entre el castigador y la víctima.
Suena la señal de llamada del ascensor.
Entre las voces y las inhalaciones ruidosas de aire del hombre, se desliza una corriente sonora parecida a un sollozo. Viene del suelo donde la mujer encogida padece dolores y picadas por el cuerpo entero.
El conserje se acerca con disimulo y saca su pañuelo. El hombre lo alcanza a ver y brama: ¡La tocas y te mato, lacayo!
Enseguida se lanza con puños y patadas y cabezazos, como molino loco contra el joven.
No es fácil protegerse de la máquina enloquecida en que se convirtió el hombre. Arrasa con la interferencia compasiva del caballero, enfermero o administrador. Al rato no se da cuenta ya de su cuerpo sólido. Masa ablandada. Los golpes en la cabeza y la quijada le alejan la conciencia. Las patadas lo derrumban. Y el resto de dolor se concentra en el rodillazo que recibe en la entrepierna, debajo de su bragueta.
Cae al piso como cortina vieja ripiada por el viento. Cerca de la mujer a quien la hinchazón de los ojos le dificultan mirar. Apenas soporta su dolor. El dolor. ¿Serán iguales los dolores?
El conserje comienza a gritar: Lo mató, lo mató. Y corre al teléfono para marcar el servicio de urgencias.
El ascensor abre la puerta. Salen siete personas. Observan asombradas. Dos cuerpos en el suelo. El hombre mira desorbitado, sacude los pies. Los vecinos no se atreven a detenerse y caminan despacio. El conserje les hace señas. Para terminar de ahuyentar a los siete el hombre grita: ¡Y vuelva a meterse!
Con la mente en crucigrama, la mujer teje pensamientos. Esto es el amor. Para qué. No será más sencillo abandonarse. No hay pleitos de amor. Debí quedar hecha una miseria: por qué. Volvimos el odio un acto de hombría. Por eso fracasamos.
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